Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Que los militares hayan asumido el papel represivo infame
que el sistema policial de Mubarak representaba hasta el momento tiene
consecuencias graves en distinto órdenes y niveles.
El primero de ellos, el más evidente, es que el ejército
queda invalidado para ser el semillero de los gobernantes egipcios, como lo fue
durante los últimos sesenta años, desde que a principios de los años cincuenta
se sublevaran contra lo que consideraban una política monárquica de entrega y
sumisión colonial. Todos los presidentes —Nasser, Sadat y Mubarak— salieron de
sus filas convirtiendo la carrera militar en la que llevaba a la presidencia.
Por la vía estrictamente política podías llegar a ministro, pero solo por la
militar se aspiraba al poder absoluto.
Eso convierte al Ejército en el corazón del control de
Egipto. Un control oscuro, basado en los delfinatos
y en el crimen de Estado, como en el caso de Sadat que posibilitó el ascenso de
Mubarak al poder. Todo lo importante se cuece entre sus filas. Desde allí se
reparte la gran tarta del poder y los negocios. Solo el intento de Mubarak de
colocar a un civil, a su hijo Gamal, rompe la sucesión institucional que pretende sustituir por la biológica.
Entonces estalla todo: en la sociedad, que no tolera esta burla
pseudomonárquica, y en el Ejército que sacrifica la pieza aparentemente más
valiosa. Curioso ajedrez este en el que el Rey vale menos que las Torres, los
alfiles y los caballos. Curiosa forma de hacer gambitos, sacrificar al Rey para resguardar a las demás piezas del
tablero.
El segundo nivel en el que el Ejército ha perdido su poder
es el ejemplar y heroico. Los egipcios veían en su Ejército a los héroes que el
sistema educativo y los álbumes de recortes fotográficos les mostraban. En un
pueblo sometido a frustración permanente, el Ejército se mostraba como una
poderosa institución. Frente al caos social, el Ejército es la estabilidad, la
forma de vida ordenada. Son las pirámides de carne y hueso. Representan el
poder de lo perenne. La imagen de las fuerzas militares agrediendo vilmente a
las mujeres, vejándolas, pisoteándolas, ha dejado reducido al Ejército a un
grupo de maleantes, de seres mal nacidos, sin honor ninguno, la concentración
de la vileza más inmunda, matones con uniforme orinando desde los tejados sobre
los manifestantes.
La prohibición por parte del Ejército de ser siquiera
mencionados, no digamos ya criticados bajo penas en juicios militares se
muestra como otra infamia más. Los tribunales militares, que ya eran una
infamia, han arruinado cualquier posibilidad de respeto. ¿Quién
va a justificar que no se puedan criticar las bajezas cometidas por el Ejército
estos días? ¿Pretenden silenciar las críticas por todo lo que el mundo entero ha visto?
¿En dónde quedan los argumentos de que son conspiraciones para separar al
pueblo Egipcio de “su” Ejército? Lo que ha quedado claro es que lo complicado
es separar al Ejército egipcio de sus víctimas. La imagen de los perros, de las
hienas, arrastrando los cadáveres de las víctimas, siguiendo las instrucciones
de los perfectamente identificables oficiales al mando, impide construir
cualquier imagen de honorabilidad que pueda ser mancillada por la crítica.
Sencillamente, ellos mismos han destruido su honorabilidad con sus torturas
ante la vista de todos. No, ya no existe el heroico
y honorable Ejército de Egipto. Solo
hay bellacos torturadores. Es ante el pueblo egipcio ante quienes tendrán que
lavar sus culpas. Se les ha perdido el respeto porque ellos le perdieron el
respeto a los que llevan la bandera de su país con dignidad, los que son
apaleados, heridos, muertos. Ellos son los únicos que han quedado con el derecho
a llevarla con dignidad.
El tercer orden en el que el Ejército ha quedado destruido
es el internacional. La repulsa causada por su violencia irracional, brutal ha
sido vista por todos, ha dado la vuelta al mundo. Las reacciones inmediatas de
la ONU —de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos— condenando lo que
todos hemos visto, de Amnistía Internacional pidiendo que se deje de vender
armamento a Egipto, equiparándolo con los regímenes de Gadafi o Al Assad, las
advertencias del gobierno norteamericano —Hillay Clinton ha sido contundente, directa, sin asomo de diplomacia, contra las acciones de Ejército—, las críticas europeas, etc., han
complicado las fuentes económicas que alimentaban al Ejército egipcio y parte
del negocio institucional que les ha hecho vivir mejor que el resto de su
pueblo. Egipto es el segundo receptor de ayudas, después de Israel, de los
Estados Unidos. Con los cambios estratégicos que se están produciendo en la
zona, el Ejército se ha equivocado pensando que la inestabilidad les
beneficiaba porque así se aseguraban de que ellos seguirían controlando la
sociedad frente al caos y la islamismo, la misma estrategia de Mubarak. Hasta
en esto han mostrado falta de imaginación. No podían que un gobierno que saliera
de las urnas estuviera por encima de ellos.
Las advertencias internacionales se irán multiplicando y se
pasará a las denuncias por el trato criminal que se da a la población. El
pueblo egipcio se está dando cuenta que la elección que tiene sobre la mesa es
vender una pobreza tranquila e infame o sacudirse a estos dominadores brutales
que desperdiciaron la posibilidad histórica de lavar su imagen apoyando una
democracia real.
Lo único que ha pedido la gente, lo único por lo que volvieron
a salir a la calle, fue que traspasaran el poder a los civiles una vez que se
vio claramente que no estaban dispuestos a abandonar el poder, que trataban de
establecer unas garantías de su impunidad institucional y personal. Querían ser
un estado dentro del Estado, seguir por encima del bien y del mal, continuar
rigiendo la vida egipcia desde los cuarteles. No entendieron o no quieren
entender que la gente quería un cambio real. Todas esas muertes, toda esa
sangre derramada, no son más que el grito doloroso de los que se han negado a
ceder a esa nueva forma de sumisión.
Esa mujer apaleada, desvestida, pisoteada ante los ojos de medio
mundo; esos hombres arrastrados, inertes, golpeados con saña… han sido los que
han hecho comprender a todos que no están ante el Ejército egipcio sino ante sus
ruinas morales. Solo quedan, como fantasmas, uniformes vestidos sin dignidad. La
dignidad está en otro lugar, arropando cuerpos ensangrentados.
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