miércoles, 30 de noviembre de 2011

De la Ilustración a la Autoayuda


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Cuando Kant se planteó qué era la Ilustración en su escrito de 1784, apuntó lo siguiente:

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de la inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración. (25)*

El crecimiento desmesurado de los estantes de las secciones dedicadas a la Autoayuda en las librerías de todo el mundo desmiente rotundamente que nos hallemos en una época ilustrada. La proliferación de asesores, tutoriales, asistentes, vivos o mecánicos,  de gente que permanentemente les dice a los demás qué deben hacer y —lo peor— la necesidad manifestada por millones de ser guiados en las cuestiones más nimias, nos muestran que la inseguridad es el gran negocio del siglo XX y se prolonga en el nuestro. El sociólogo norteamericano Christopher Lasch lo supo ver muy bien en la proliferación de los “expertos” en todos los sectores.

La aparición de los expertos es una consecuencia directa de las carencias que aquello que debía liberarnos, la educación, deja en nosotros. El enfoque de la educación como el reflejo de las necesidades del sistema productivo y no como una necesidad de la persona hace que el conocimiento rentable se identifique como aquel que es capaz de generar un beneficio económico. Aprendemos lo que el sistema necesita que sepamos, no lo que necesitamos realmente saber. Eso nos deja desprotegidos por muchos flancos personales. Así nuestras preguntas angustiadas se resuelven con esos libros en los que, por un módico precio, nos refugiamos en sueños artificiales, en fabulaciones personales generadas a granel para sentir esa perversa sensación de que somos especiales. Ya Flaubert dejó en evidencia la vulgaridad de los seres que se creen diferentes, pero nosotros, lejos de aprender la lección, la hemos ampliado hasta el infinito. Somos pasto de aduladores y retóricos, de predicadores de bienes o males, de flautistas que nos embelesan con sus cantos y tonadas, recomendaciones o peroratas. Cualquier cosa menos pensar, cualquier cosa menos ese ejercicio de autonomía que Kant señalaba como necesario objetivo vital y social.

La culpabilidad que el filósofo alemán señalaba se sigue manteniendo porque teniendo al alcance las herramientas que pueden concedernos esa autonomía, sin embargo las rechazamos en pos de los acogedores lazos en los que nos dejamos mecer en sueño infantil prolongado. “Es tan cómodo no estar emancipado”, señalará Kant unas pocas líneas después. Si hay un rasgo que define nuestra época es, precisamente, su inmadurez, pues no es otra cosa el refugiarse en la indecisión, alentados interesadamente por aquellas fuerzas a las que esto conviene.
A diferencia de otras épocas en las que se exigía la sumisión mediante la fuerza, la nuestra se deja seducir por los recomendadores profesionales de todos los órdenes. Esto incluye la política, entendida como un gran campo de seducción y renuncia, y no de crítica y compromiso, como debería ser, y casi cualquier otra actividad, como el arte o el consumo, que ha absorbido a las demás a través de la mercadotecnia.

La comunicación ha alcanzado el nivel de ideología en la medida en que se ha convertido en una herramienta indispensable en un mundo mediático y mediatizado. La forma comunicativa pasa a ser determinante por encima de sus contenidos, como técnica. Puesta al servicio del vacío seductor, la comunicación es lo contrario de la ilustración propugnada por Kant. Esa “tutela del otro” pasa a ser objetivo de una comunicación entendida como seducción y presión. La forma de mantener el contacto permanente es hacer que los que son contactados perciban la distancia como angustia y busquen la proximidad como forma de superarla. Al final, es el mero hecho del “contacto” el que tiene valor psíquico. Vacío de contenido, el contacto suple a la caricia, a la transmisión de seguridad. Pasa a ser un elemento emocional, adictivo y dependiente. Lo contrario de la emancipación razonadora, que olvida las caricias protectoras y te lanza a la vida a equivocarte y madurar.


Los libros de autoayuda son la confirmación de la falta de autonomía, la solución que viene de fuera, la luz exterior frente a la luz interior. La verdadera autoayuda es la que nos buscamos nosotros mismos. El uso de “auto” aquí es casi un sarcasmo. No deja de ser curioso que los llamen de autoayuda cuando los escriben otros; es una muestra más de esta seducción aduladora que nos vende que somos nosotros mismos los que llegamos a resolver algo. La distinción entre “ayuda” y “autoayuda” es la encuadernación, ya que estos libros no son más que obras en las que se vierte la experiencia de los que los escriben. Tienen la virtud de hacernos creer que están escritos especialmente para nosotros —de ahí su peculiar lenguaje directo, en la mayor parte de los casos—, cuando la vulgaridad repetitiva del nosotros que encarnamos hace que ni tan siquiera merezcamos tener problemas originales. El hecho de que se vendan por miles es la certificación de la vulgaridad del problema.
No hace mucho tiempo, una alumna que había leído algunos relatos míos publicados hace unos años me dijo que le habían gustado los cuentos porque eran como de autoayuda. Me quedé sorprendido y preocupado. Entendí que esa era ya la descripción genérica del tratar los problemas característicos de, al menos, dos seres humanos.

* Emmanuel Kant (2000 7ªr): “¿Qué es la Ilustración?”, en Filosofía de la historia. FCE, Madrid.


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