Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Cuando Kant se planteó qué
era la Ilustración en su escrito de 1784, apuntó lo siguiente:
La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad.
La incapacidad significa la
imposibilidad de servirse de la inteligencia sin la guía de otro. Esta
incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia
sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de
otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de
servirte de tu propia razón!: he aquí
el lema de la ilustración. (25)*
El crecimiento desmesurado de los estantes de las secciones
dedicadas a la Autoayuda en las librerías de todo el mundo desmiente rotundamente
que nos hallemos en una época ilustrada. La proliferación de asesores,
tutoriales, asistentes, vivos o mecánicos, de gente que permanentemente les dice a los
demás qué deben hacer y —lo peor— la necesidad manifestada por millones de ser
guiados en las cuestiones más nimias, nos muestran que la inseguridad es el
gran negocio del siglo XX y se prolonga en el nuestro. El sociólogo norteamericano
Christopher Lasch lo supo ver muy bien en la proliferación de los “expertos” en
todos los sectores.
La aparición de los expertos es una consecuencia directa de
las carencias que aquello que debía liberarnos, la educación, deja en nosotros.
El enfoque de la educación como el reflejo de las necesidades del sistema
productivo y no como una necesidad de la persona hace que el conocimiento
rentable se identifique como aquel que es capaz de generar un beneficio
económico. Aprendemos lo que el sistema necesita que sepamos, no lo que
necesitamos realmente saber. Eso nos deja desprotegidos por muchos flancos
personales. Así nuestras preguntas angustiadas se resuelven con esos libros en
los que, por un módico precio, nos refugiamos en sueños artificiales, en
fabulaciones personales generadas a granel para sentir esa perversa sensación
de que somos especiales. Ya Flaubert dejó en evidencia la vulgaridad de los
seres que se creen diferentes, pero nosotros, lejos de aprender la lección, la
hemos ampliado hasta el infinito. Somos pasto de aduladores y retóricos, de
predicadores de bienes o males, de flautistas que nos embelesan con sus cantos
y tonadas, recomendaciones o peroratas. Cualquier cosa menos pensar, cualquier
cosa menos ese ejercicio de autonomía que Kant señalaba como necesario objetivo
vital y social.
La culpabilidad
que el filósofo alemán señalaba se sigue manteniendo porque teniendo al alcance
las herramientas que pueden concedernos esa autonomía, sin embargo las
rechazamos en pos de los acogedores lazos en los que nos dejamos mecer en sueño
infantil prolongado. “Es tan cómodo no estar emancipado”, señalará Kant unas
pocas líneas después. Si hay un rasgo que define nuestra época es,
precisamente, su inmadurez, pues no
es otra cosa el refugiarse en la indecisión, alentados interesadamente por
aquellas fuerzas a las que esto conviene.
A diferencia de otras épocas en las que se exigía la
sumisión mediante la fuerza, la nuestra se deja seducir por los recomendadores
profesionales de todos los órdenes. Esto incluye la política, entendida como un
gran campo de seducción y renuncia, y no de crítica y compromiso, como debería
ser, y casi cualquier otra actividad, como el arte o el consumo, que ha
absorbido a las demás a través de la mercadotecnia.
La comunicación ha alcanzado el nivel de ideología en la medida en que se ha
convertido en una herramienta indispensable en un mundo mediático y
mediatizado. La forma comunicativa pasa a ser determinante por encima de sus
contenidos, como técnica. Puesta al servicio del vacío seductor, la comunicación es lo contrario de la ilustración propugnada por Kant. Esa “tutela
del otro” pasa a ser objetivo de una comunicación entendida como seducción y
presión. La forma de mantener el contacto permanente es hacer que los que son
contactados perciban la distancia como angustia y busquen la proximidad como
forma de superarla. Al final, es el mero hecho del “contacto” el que tiene
valor psíquico. Vacío de contenido, el contacto
suple a la caricia, a la transmisión de seguridad. Pasa a ser un elemento
emocional, adictivo y dependiente. Lo contrario de la emancipación razonadora,
que olvida las caricias protectoras y te lanza a la vida a equivocarte y madurar.
Los libros de autoayuda son la confirmación de la falta de
autonomía, la solución que viene de fuera, la luz exterior frente a la luz interior. La verdadera autoayuda es la que nos buscamos nosotros mismos. El uso de “auto” aquí es casi un sarcasmo. No deja de ser curioso que los llamen de autoayuda cuando los escriben otros; es una
muestra más de esta seducción aduladora que nos vende que somos nosotros mismos los que llegamos a resolver algo. La distinción entre “ayuda” y “autoayuda”
es la encuadernación, ya que estos libros no son más que obras en las que se
vierte la experiencia de los que los escriben. Tienen la virtud de hacernos
creer que están escritos especialmente para nosotros —de ahí su peculiar
lenguaje directo, en la mayor parte de los casos—, cuando la vulgaridad
repetitiva del nosotros que
encarnamos hace que ni tan siquiera merezcamos tener problemas originales. El hecho de que se vendan por miles es la certificación de la vulgaridad del problema.
No hace mucho tiempo, una alumna que había leído algunos
relatos míos publicados hace unos años me dijo que le habían gustado los
cuentos porque eran como de autoayuda.
Me quedé sorprendido y preocupado. Entendí que esa era ya la descripción
genérica del tratar los problemas característicos de, al menos, dos seres humanos.
* Emmanuel Kant (2000 7ªr): “¿Qué es la Ilustración?”, en Filosofía de la historia. FCE, Madrid.
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