Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Que en tiempos como estos, de globalización, de nuevas
tecnologías de la comunicación, de redes sociales virtuales, etc., un niño
lance una botella con un mensaje al mar no deja de resultar sorprendente. Una
botella con un mensaje es lo contrario de todo aquello que consideramos
eficacia comunicativa: no sabemos si llegara, ni a quién, ni dónde, ni cuándo.
Algo así nos haría darnos de baja inmediata de nuestro operador.
Curtis Kipple lanzó su botella al mar con un mensaje dentro
en las costas de Brockport, en el estado de Nueva York. Como no sabía a quién
le llegaría, escribió para un ser genérico, anónimo y difuso. Contó las cosas
que le importaban a él y no las que le podían importar a otro dudoso. Si Curtis
hubiera metido dentro de la botella un mensaje para un amigo nos habría
parecido de una ingenuidad pasmosa. ¡Ya es mucho que llegue a algún sitio y que
alguien lo encuentre como para elegir el destinatario!
"Escribí sobre cuánto me gusta jugar al fútbol y
a los videojuegos con mi padre", ha señalado Curtis, de diez años.
Desconociendo el receptor de la botella, la única salida es hablar de nosotros
mismos, contarle a ese inesperado lector algo nuestro con la esperanza de que
sienta la curiosidad de saber quién es el autor de aquel extraño mensaje.
Me imagino que el profesor que hace lanzar botellas al mar
quiere que sus alumnos tengan una experiencia distinta de la que habitualmente
tienen de la comunicación. Al hacerse de las comunicaciones un gran negocio, se
nos impulsa al parloteo sin sentido, al “contacto” comunicativo masivo y se
pierden muchas de las capacidades valiosas que la comunicación debe desarrollar
en los dos ámbitos, el personal y el social. Lo vemos cada día en nuestras
aulas, personas con problemas expresivos que se esconden tras las comunicaciones
convencionales, tras los tópicos que se les sirven ya empaquetados. Prestamos
más importancia al número de contactos que a la labor de convertirlos en relaciones
auténticas.
Curtis Kipple ha aprendido dos cosas: que un mensaje embotellado
lanzado en la costa de su ciudad puede ser recogido en las islas Azores y
también que alguien que lo encontró le ha contestado de vuelta con un correo
electrónico. Quizá algún ingenuo habría contestado metiendo el mensaje dentro de
la misma botella y lo habría lanzado de nuevo al mar. Pero no hay que tentar a
la suerte y la teoría de las probabilidades no nos deja mucho margen en el
regreso del mensaje a su destinatario. Curtis ha aprendido que su botella pudo
llegar muy lejos —4.200 kilómetros, hasta las Azores— y
que alguien invirtió su tiempo en contestarle. Ha también aprendido a valorar ese
teléfono móvil que a sus diez años seguro que tiene, con una larga lista de
contactos, con conexión a diversas redes sociales en las que participa y de las que está informado instantáneamente de todo lo que ocurre, del estado de sus amigos.
Pero también ha aprendido otra cosa importante. Se habrá
dado cuenta que lo que escribió en ese mensaje que no tenía como receptor a
ninguno de los contactos de su agenda, pudo contar algo que habitualmente no
comenta con ninguno de ellos: lo bien que se lo pasa con su padre jugando con
su consola. Eso lo ha reservado para un papel escrito a mano que ha arrojado al
mar. Cuando no sabía a quién dirigirse, salió lo que más valora.
Los demás resaltan la gran distancia recorrida por el mensaje; nosotros su contenido, la proximidad a su padre, la otra comunicación.
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