Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Lo confieso: no soporto el término. No lo pude aguantar la
primera vez que lo escuché y sigo sin poder hacerlo. Y no lo soporto como
educador, como persona que vive su profesión de profesor desde la esperanza de
ayudar a las personas no solo a encontrar un futuro mejor sino, esencialmente,
a ser mejores en el futuro. Son dos cosas importantes y deben ir unidas.
La idea de la sobrecualificación es que debe existir un
punto ideal en el que lo que se invierte en educación se recupera como trabajo.
Si yo doy formación básica y logro obtener un puesto de director de una empresa
farmacéutica, el dinero que se invirtió en mi educación ha obtenido una
altísima rentabilidad. Si por el contrario, me formo como ingeniero nuclear y
acabo barriendo calles de madrugada, el dinero que se invirtió en mí, se ha
desperdiciado, una ruina, vamos.
Desde este maldito mundo que hemos hecho en el que ya no son
solo malos los tiempos para la lírica, sino hasta para la prosa porque ya no
hay descripción que no se haga en columnas y las diferencias de calidad se
refieren al número de decimales y al margen de error establecido, esto
constituye un problema de buena o mala inversión.
Lo terrible del asunto es que se ve solo desde el punto de
vista de la producción. Vivimos en la fábrica global y somos nuestros trabajos.
La filosofía hace mucho tiempo que renunció a las famosas preguntas de qué somos, de dónde venimos y a dónde
vamos, para sustituirlas por el cuánto cobramos, qué horario tenemos, cuándo
nos jubilamos y cuánto nos queda en ese limbo llamado jubilación. Más allá solo
está la cadena ecológica.
Nos dicen ahora los datos que ya sabemos desde hace mucho sobre la situación
española:
La sobrecualificación es un grave
problema que arrastra España desde hace años, pues es uno de esos países en los
que el nivel de estudios de su población, sobre todo en lo que se refiere a las
enseñanzas universitarias y de FP de grado superior, ha ido creciendo mucho más
rápido que la cantidad de puestos de alta cualificación en un economía muy
basada en el ladrillo y en el sector servicios. Entre 1999 y 2009, el
porcentaje de población española con estudios superiores pasó del 21% al 30%;
entre los jóvenes, la tasa es del 39%.*
Lo malo de este enfoque y su consideración de problema es
que es una justificación de los recortes educativos que vendrán y de los anteriores ya realizados antes de que se llamara así. La idea de Bolonia de reducir las carreras universitarias ya ha
sido un “recorte” de gastos. Lo que antes se hacía en cinco años pasó a tres o
cuatro. Para compensar las pérdidas de ingresos (dos años menos), se aumentan
las matrículas y se recortan las plantillas docentes. Esto se vende
políticamente manteniendo crecimientos moderados en los niveles básicos y encareciendo
los superiores. De esa forma se limita esa “sobrecualificación”. Es obvio que
si encareces el precio de los másteres y doctorados habrá menos matriculados.
Eso se vende políticamente como “enseñanza de calidad”, acercándose a los
estándares selectivos de los modelos anglosajones, vendiendo a las
universidades españolas que van a ser como Harvard, Yale o cualquier otra
prestigiosa institución del mundo con la que el docente español haya soñado. La
realidad es la contraria. Hemos encarecido la enseñanza pero apenas notamos
beneficio porque han aumentado otros gastos ante los recortes que llegaban de
otras partidas. Pero eso es otro tema.
Lo terrible del planteamiento —y lo que causó mi
indignación— es que este término lo que encubre realmente es la mala calidad
del modelo de desarrollo español, nuestra conversión —con todas las honrosas
excepciones que quieran, porque son realmente, eso, “honrosas”— en un pueblo de
terracitas y festejos, en el que estudiar es poco más o menos que un lujo
asiático porque, para tu destino laboral, con las cuatro reglas de ala aritmética te vale.
Lo hemos dicho en varias ocasiones y lo seguiremos diciendo
porque todos los datos siguen apuntando en la misma dirección, al mismo
problema: España apostó por el modelo más fácil, el de crecimiento rápido, el
de la planta sin raíces, que mientras no haya sequía puede ir tirando. Nuestro
escándalo es que esos jóvenes bien formados tienen que emigrar a países en los
que crecer es otra cosa. La oferta de Merkel a los jóvenes investigadores españoles loa a Alemania y nos denigra como
país porque es la constatación pública de que somos incapaces de construir algo
consistente más allá de las terracitas y equivalentes en otros terrenos. Algunos han llegado a la curiosa conclusión de que formamos para los alemanes. ¡Otro motivo para recortar!
Seguimos idolatrando el turismo que es un arma de doble
filo. Fue lo que nos sacó en los años cincuenta y sesenta adelante, pero en
aquellos años España estaba empezando a transformarse en otra cosa, con una pobre
agricultura e incipiente industrialización. Se crearon las universidades
masivas precisamente para poder tener un potencial humano capaz de sacar
adelante al país, de transformarlo en una potencia equilibrada. Eran los
tiempos en los que crecer tenía un sentido. Ahora no. No existe ninguna dirección
más que la del beneficio parcial y ningún plan más allá de la retórica de los
gobernantes. Son incapaces, a la vista de los resultados, de hacer avanzar este
país por caminos más allá de los festejos, bares, y casas y más casas. Ninguno
de estos campos necesita de licenciados o doctores. Nos quejamos de que los
mercados nos dictan la vida, cuando los locales nos la llevan dictando mucho tiempo, sin necesidad
de recurrir a conspiraciones, a través de esa falta de espíritu constructivo
social. La pena es que nuestros emprendedores
tienen pocas miras.
La sobrecualificación —la sobre educación— no busca mejorar los
puestos de trabajo, no. Busca lo contrario, encarecer la enseñanza para que se
regule socialmente la demanda. ¿Hay otros términos? Es más sencillo subir las
matrículas, hacer recortes en las universidades, que convencer a nuestro empresariado
para que invierta en investigación, que innove en algo, que abra campos de algo
exportable. Es más cómodo comprar las cosas que desarrollarlas, pero así solo
necesitamos esos expertos vendedores que colgados de teléfonos o en nuestras
puertas, intentan que les compremos las cosas que otros fabrican.
Nos fallan, una vez más, los políticos y el empresariado, demasiado atomizado precisamente por la falta de empresas medias potentes.
Los primeros han sido incapaces de hacer diseños, planes estratégicos para
tratar de mejorar la solidez de nuestra economía más allá del turismo y el
ladrillo. Los segundos no han sido capaces de arriesgarse más allá de lo fácil,
de lo rápido, de la economía superficial, la economía sin raíces. Por eso
tenemos los niveles de precariedad que tenemos, el empleo y economía sumergida
que tenemos, y la sobrecualificación que tenemos. Por eso existe, también, la
desmotivación educativa que tenemos. Los empleos que los jóvenes de otros
países realizan mientras estudian para pagarse sus carreras, son los que
esperan aquí a los jóvenes licenciados cuando las terminan. Y es para periodos
largos, eternos, en los que nuestros emprendedores
tiran de becarios, de empleos parciales, “miniempleos” (como veíamos ayer) o
cualquier otra fórmula que les permita obtener algún beneficio adicional como
desgravaciones, etc., sin compromiso prácticamente, soñando con que el despido es la solución para mantener el mercado laboral a la baja. Después de años con esta política, los resultados son el
escándalo de que nuestros jóvenes son los que tienen niveles de estudios
superiores y unos empleos inferiores a los de toda Europa.
Triste, ¿verdad? Pues los hay que van sacando pecho y diciendo
que les debemos dar las gracias.
* “España es el país de la UE con más trabajadores
sobrecualificados” El País 8/12/2011 http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Espana/pais/UE/trabajadores/sobrecualificados/elpepusoc/20111208elpepusoc_4/Tes
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