Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La noche es un momento terrible. En la mente de los que
luchan, junto con el cansancio, llegan las dudas, los temores, el miedo al
error, a la condena social, a la soledad. Son temores que en silencio llenan la
oscuridad. Me dicen hace unos minutos que de nuevo, sobre las cuatro de la
mañana, llegan los sonidos de disparos desde el Tahrir. La noche agranda los
sonidos y se buscan como forma de sembrar el miedo, como manera de minar la
confianza. La imaginación cansada agranda los fantasmas que poco a poco nos
rodean. Eso lo saben todos los ejércitos del mundo. Un solo disparo en la noche
desata la imaginación de los que lo escuchan. Y esa bala impacta sobre las
seguridades, que se resquebrajan. Los heridos de la imaginación, aquellos a los
que el sonido de las balas derrumba, quedan muertos en sus casas y en la mañana
carecen de la fe que les hace vivir su lucha. Cada noche, un disparo acaba con
muchas ilusiones. Por las heridas de la duda se escapan las ilusiones y muchos
acaban desangrados. Así es la noche interrumpida por el sonido de las balas.
William James escribió en Pragmatismo:
Si el presente y el pasado fueran
puramente buenos, ¿quién no desearía que el futuro se pareciera a ellos? ¿Quién
desearía el libre albedrío? ¿Quién no diría con Huxley: «dejadme andar recta, fatalmente, como un reloj al que se le
ha dado cuerda y no pido mejor libertad»? La «libertad» en un mundo ya perfecto
solamente significaría libertad para ser
peor, ¿y no sería insensato desear tal cosa? Ser necesariamente lo que se
es, no poder ser en modo alguno otra cosa, daría el último toque de perfección
al universo del optimismo. Sin duda la única posibilidad a que racionalmente se puede aspirar es a la de que las
cosas sean mejores. Esta posibilidad, apenas necesito decirlo, tenemos amplios
motivos para desearla tal como va el mundo.
Así pues, el libre albedrío carece de significado a menos
que sea una doctrina de consuelo. Como tal, tiene su puesto al lado de otras
doctrinas religiosas. Conjuntamente, edificarán lo perdido y repararán las
antiguas desolaciones. Nuestro espíritu, encerrado dentro del recinto de la
experiencia sensible, está continuamente diciendo al intelecto que está en la
torre: «Vigía, dinos si la noche tiene promesas», y el intelecto le contesta
con términos prometedores. (85)*
El
texto de James —de una gran belleza intelectual y literaria— es un recordatorio
de que la libertad solo tiene sentido en un mundo imperfecto y que surge del
deseo de cambiarlo. Los que han sido heridos por los disparos en la noche deben
escuchar las promesas nocturnas del vigía que nos alerta de un fatalismo de lo
peor, de ser conscientes de que el mundo está mal y no desear cambiarlo. Ese es
el auténtico escándalo, la auténtica victoria del reino del mundo peor.
Por eso
los que agotados por los días de lucha, por la incomprensión de los que les
rodean, que buscan las formas de acallar sus propias conciencias ante el horror
de lo que tienen delante; aquellos a los que el sonido de los disparos llama al
olvido, a la tentación de dejarse arrastrar por la riada del mundo peor, deben
escuchar las promesas del vigía, que no es otro que la conciencia de su
libertad.
La prueba
de nuestra libertad —de su sentido—, nos dice James, es que no nos gusta el
mundo. Si renunciamos a cambiar lo que no nos gusta, si nos dejamos convencer de que lo malo es
irremediable, nos sumergimos nosotros mismos en el río de la estupidez, en el
flujo de la desidia, que nos arrastrará como a las ramas muertas, como a las
basuras que encuentra en su camino hasta acumularnos en las inmundas playas de
ese mundo de lo peor.
Los
egipcios que se dejan la vida en las calles, no son luchadores absurdos que se
enfrentan infantilmente a un mundo perfecto. Realizan la dolorosa labor de
demostrar de forma pragmática que en Egipto no han cambiado tantas cosas como
se quiere hacer creer. Las imágenes de la dureza, de la crueldad infame de la
represión, demuestran que los que antes lo hacían solo esperaban las órdenes
para volver a hacerlo. Siguen ahí, en los mismos puestos, realizando la misma
labor. No han entendido —o no les importa— que ese era el sentido de la
revolución de enero, el echar de la vida de todos el derecho a apalear, a
humillar, a matar, en las calles, comisarías o cuarteles. Y ese es el sentido
del martirio que están sufriendo muchos: la verdad práctica de que siguen ahí
los mismos que estaban, que solo cambiaron de jefe.
El duro
camino de la libertad comienza con la negativa a aceptar que lo malo sea lo
bueno. Somos libres para poder cambiar lo malo del mundo. Y el primero paso es
ser consciente de sus defectos, nos dice William James. Al que nada le parece
mal, todo le parece bien. Si todo está bien, ¿para qué cambiarlo? La voz del
vigía debe acallar las dudas y miedos que siembra el eco de los disparos. No,
el mundo no está bien. Y de eso se trata; intentan convencerte de que no puedes
cambiarlo, de que lo dejes así. Esa es la victoria que buscan, la misma de los golpes en un interrogatorio,
que confieses agotado que el mundo está bien, que solo tú eres el culpable del desorden del mundo, que es tu negativa a aceptarlo lo que trae la infelicidad a los demás. Tú, de repente, eres el obstáculo, el paria, el espía, el conspirador, el mal.
A veces
el espacio de una plaza se reduce al espacio de los corazones. Pueden
desalojarte de las calles, pero no pueden evitar que levantes en tu corazón un
Tahrir de justicia. Es la batalla que nunca debes perder, el lugar del que
nunca te desalojarán.
Así que
cuando escuches de nuevo, a las cuatro de la mañana, disparos y explosiones,
piensa en que cada uno de los que caen lo hacen porque no aceptan que el mundo
sea perfecto y su libertad no tenga sentido. Cada disparo, cada golpe, cada
herida, cada muerte, cada nuevo detenido… es la constatación de que tienes
razón.
* William James (2002): Pragmatismo.
Un nuevo nombre para algunos antiguos modos de pensar. Folio, Barcelona.
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