Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La Junta Militar sigue agrandando la brecha con el pueblo
egipcio. Los abrazos y besos a los militares pasaron a la historia y el
Ejército ha perdido totalmente cualquier atisbo del prestigio que pudiera retener
de alguna gloria pasada, de alguna tibieza benéfica con la que aparentara
liberalidad. No puede haber prestigio en la represión brutal. Lo que muestran las
imágenes de los guardias desnudando a una mujer, apaleándola, arrastrándola y
pisoteándola son el mayor error cometido hasta el momento por la Junta Militar.
Son de una brutalidad tan tangible que asusta el grado de impunidad con el que
se sienten investidos los que cometen la villanía. Pocas veces repugna tanto
una cobardía tan escandalosa por su exhibición, por su impunidad, por su bajeza
moral. Y así lo está percibiendo una parte importante de la sociedad egipcia.
Nadie que contemple las imágenes se puede sentir al margen.
A la SCAF, con el mariscal Tantawi al frente, no le queda
más remedio que reconocer que son la parte irredenta del viejo régimen.
Mientras el ahora pelele Mubarak sigue en su encierro, su espíritu —el de su régimen represivo, los que él nombró— sigue vivo y
creciente en los que mandan en los despachos y en los que cumplen sus órdenes
con eficacia en las calles. La comunidad internacional no puede ignorar esta
brutalidad sin medida.
Salga lo que salga de las urnas egipcias, los resultados
solo tendrán sentido con la depuración del Ejército. Los pactos a los que el
islamismo haya podido llegar con la Junta Militar para celebrar comicios bajo
una represión de este calibre, son papel mojado porque lo primero que cualquier
gobierno ha de hacer para legitimarse moralmente tras tomar posesión es enviar
a la Junta Militar en pleno ante un tribunal para juzgarlos por sus crímenes,
desmanes y vejaciones contra el pueblo egipcio; lo primero que ha de hacer
cualquier parlamento electo es condenar la acción del Ejército y la Policía; lo
primero que han de hacer los nuevos ministros del Ejército y del Interior es
destituir a las cúpulas de sus respectivas instituciones y enjuiciar a los
responsables de los desmanes. Ninguna acción justifica esa violencia sumaria,
humillante, ejercida a patadas en mitad de la calle, esa saña con las personas indefensas, ese golpear, pisotear una y otra vez a los caídos.
Como es dudoso que esto se cumpla, lo que salga de las urnas
será el resultado de una gran cobardía o de una gran mascarada. Si no se
atreven a cumplir con las destituciones y arrestos, dejarán las instituciones
democráticas por debajo, humilladas, y si lo justifican quedarán como simples títeres de
los militares y la fuerza de las armas, no de las de la democracia, serán las
que sigan reinando en e país. La única salida que quedaría es la revolución permanente,
la sangría constante, o el golpe de Estado, otra vez un grupo de oficiales
haciéndose con el poder. La Historia comenzaría a reescribirse; volveríamos a
los cincuenta, otro ciclo autoritario, la revolución del pueblo de nuevo
pisoteada.
Parece que cuando el ex presidente del parlamento felicitó en su prisión a Hosni Mubarak por la Fiesta
del Sacrificio o del Cordero (Eid al Adha)
señalándole que en las elecciones todo estallaría, estaba mejor informado que
muchos otros egipcios. El Rais estará contemplando tranquilamente los
acontecimientos, sin demasiados sobresaltos. Los que le sacrificaron están
quedando al descubierto; los traidores no han sabido jugar bien sus bazas. Para
esto podían haberle dejado a él.
Los desajustes de la sociedad egipcia, su complejidad, ese
resistirse a abandonar el poder los que lo ocupan, está estallando en las calles cubriéndolas de
sangre. Lo egipcios están intentando recuperar el sentido de la revolución. La
política de mantenerse, de controlar las apariencias democráticas mientras se
conservan los resortes verdaderos, ha sido eficaz durante décadas. No es
difícil entender que los que han estado en la sombra piensen seguir ahí,
actuando de la misma manera. En el fondo, sienten el desprecio absoluto que el
régimen manifestó siempre por el pueblo egipcio. El escritor Alaa Al Aswani
contaba que en una cena a la que asistía el ministro de Finanzas, alguien le
preguntó si no tenía miedo a que el pueblo se rebelara, a lo que este respondió:
«No se preocupe. Esto es
Egipto, no Gran Bretaña. Hemos enseñado a los egipcios a aceptar cualquier
cosa.»* La misma actitud es la que prevalece entre los militares, el mismo
desprecio que les lleva a creer que los egipcios aceptarán, como en el pasado,
cualquier situación.
Pero hay una diferencia esencial con el pasado. En Egipto,
las manifestaciones —se decía— eran de doscientas personas protestando y dos
mil policías vigilándolos. Ahora las cosas han cambiado y la cara del régimen
militar se muestra sin disfraz: una dictadura militar controlando unos
gobiernos títeres de civiles que solo llevados al límite de la vergüenza son
capaces de dimitir ante la autoridad militar frente a la que toman posesión.
Los egipcios no se lanzaron a la calle en enero para esto. Tenían sueños de
libertad y de confraternización, de paz, una inmensa alegría, sueños de superar juntos las miserias de un régimen
dictatorial que les había llevado al empobrecimiento por el abandono más
absoluto y la corrupción generalizada. Pero alguien no quería que las cosas
cambiaran demasiado. Una vez más la política
del pescador: suelta un poco de hilo y recoge. Pero el pez, esta vez, tiene
más fuerza y se resiste.
Cuantos más crímenes acumulen los militares, más difícil
será que abandonen el poder porque temerán ser llevados ante los tribunales a
rendir cuentas. Cuantos más crímenes cometan, más complejos serán sus pactos
con los que salgan elegidos de estas urnas a las que los egipcios han acudido
con ilusión por primera vez en la historia. Esa vergüenza histórica sería el
fin de la aventura de la libertad egipcia. Se lanzaron a la calle pidiendo
dignidad, reclamando el derecho a sentirse orgullosos de ser egipcios. Se lo
ganaron sufriendo en las calles, en las plazas, con más de ochocientos muertos
a los que todos recordaron y agradecieron su sacrificio. Todo esto no hubiera
ocurrido si la SCAF hubiera seguido el camino de los intereses del pueblo
egipcio y no los suyos propios. Cualquier partido político o gobernante que les
dé su apoyo quedará marcado para los restos. Por eso solo pueden recurrir a los
viejos gobernantes de la época de Mubarak, caso insólito cuando se supone que
no pueden presentarse a las elecciones al estar disuelto el partido oficial.
Tenían razón los grupos que denunciaron a los que se colaban en listas
camufladas. Pero si no entran por la puerta trasera, lo hacen por la puerta
grande.
Ahora los sueños de Tahrir, de tantas plazas y calles, se
están convirtiendo en pesadillas cubiertas de sangre. Lo que antes se hacía en la oscuridad de los sótanos de las comisarías, ahora se hace en plena calle, con la más absoluta impunidad, mientras el primer ministro señala públicamente que las fuerzas de seguridad no se exceden en sus actuaciones. Al menos, las máscaras
están cayendo.
La bajeza de los envenenamientos del miércoles ha sido
superada. Solo nos queda la solidaridad con los que sufren de esta violenta,
brutal y humillante represión. Por encima de los discursos o de cualquier otra circunstancia.
* Alaa Al Aswani (2011): Egipto:
las claves de una revolución inevitable. Galaxia Gutenberg, Barcelona, p.
15.
La comunidad de Facebook advierte de la brutalidad de estas imágenes. Los son. Brutales y vergonzosas.
La comunidad de Facebook advierte de la brutalidad de estas imágenes. Los son. Brutales y vergonzosas.
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