domingo, 18 de diciembre de 2011

Fuera máscaras


Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La Junta Militar sigue agrandando la brecha con el pueblo egipcio. Los abrazos y besos a los militares pasaron a la historia y el Ejército ha perdido totalmente cualquier atisbo del prestigio que pudiera retener de alguna gloria pasada, de alguna tibieza benéfica con la que aparentara liberalidad. No puede haber prestigio en la represión brutal. Lo que muestran las imágenes de los guardias desnudando a una mujer, apaleándola, arrastrándola y pisoteándola son el mayor error cometido hasta el momento por la Junta Militar. Son de una brutalidad tan tangible que asusta el grado de impunidad con el que se sienten investidos los que cometen la villanía. Pocas veces repugna tanto una cobardía tan escandalosa por su exhibición, por su impunidad, por su bajeza moral. Y así lo está percibiendo una parte importante de la sociedad egipcia. Nadie que contemple las imágenes se puede sentir al margen.
A la SCAF, con el mariscal Tantawi al frente, no le queda más remedio que reconocer que son la parte irredenta del viejo régimen. Mientras el ahora pelele Mubarak sigue en su encierro, su espíritu —el de su régimen represivo, los que él nombró— sigue vivo y creciente en los que mandan en los despachos y en los que cumplen sus órdenes con eficacia en las calles. La comunidad internacional no puede ignorar esta brutalidad sin medida.

Salga lo que salga de las urnas egipcias, los resultados solo tendrán sentido con la depuración del Ejército. Los pactos a los que el islamismo haya podido llegar con la Junta Militar para celebrar comicios bajo una represión de este calibre, son papel mojado porque lo primero que cualquier gobierno ha de hacer para legitimarse moralmente tras tomar posesión es enviar a la Junta Militar en pleno ante un tribunal para juzgarlos por sus crímenes, desmanes y vejaciones contra el pueblo egipcio; lo primero que ha de hacer cualquier parlamento electo es condenar la acción del Ejército y la Policía; lo primero que han de hacer los nuevos ministros del Ejército y del Interior es destituir a las cúpulas de sus respectivas instituciones y enjuiciar a los responsables de los desmanes. Ninguna acción justifica esa violencia sumaria, humillante, ejercida a patadas en mitad de la calle, esa saña con las personas indefensas, ese golpear, pisotear una y otra vez a los caídos.
Como es dudoso que esto se cumpla, lo que salga de las urnas será el resultado de una gran cobardía o de una gran mascarada. Si no se atreven a cumplir con las destituciones y arrestos, dejarán las instituciones democráticas por debajo, humilladas, y si lo justifican quedarán como simples títeres de los militares y la fuerza de las armas, no de las de la democracia, serán las que sigan reinando en e país. La única salida que quedaría es la revolución permanente, la sangría constante, o el golpe de Estado, otra vez un grupo de oficiales haciéndose con el poder. La Historia comenzaría a reescribirse; volveríamos a los cincuenta, otro ciclo autoritario, la revolución del pueblo de nuevo pisoteada.

Parece que cuando el ex presidente del parlamento felicitó  en su prisión a Hosni Mubarak por la Fiesta del Sacrificio o del Cordero (Eid al Adha) señalándole que en las elecciones todo estallaría, estaba mejor informado que muchos otros egipcios. El Rais estará contemplando tranquilamente los acontecimientos, sin demasiados sobresaltos. Los que le sacrificaron están quedando al descubierto; los traidores no han sabido jugar bien sus bazas. Para esto podían haberle dejado a él.
Los desajustes de la sociedad egipcia, su complejidad, ese resistirse a abandonar el poder los que lo ocupan, está estallando en las calles cubriéndolas de sangre. Lo egipcios están intentando recuperar el sentido de la revolución. La política de mantenerse, de controlar las apariencias democráticas mientras se conservan los resortes verdaderos, ha sido eficaz durante décadas. No es difícil entender que los que han estado en la sombra piensen seguir ahí, actuando de la misma manera. En el fondo, sienten el desprecio absoluto que el régimen manifestó siempre por el pueblo egipcio. El escritor Alaa Al Aswani contaba que en una cena a la que asistía el ministro de Finanzas, alguien le preguntó si no tenía miedo a que el pueblo se rebelara, a lo que este respondió: «No se preocupe. Esto es Egipto, no Gran Bretaña. Hemos enseñado a los egipcios a aceptar cualquier cosa.»* La misma actitud es la que prevalece entre los militares, el mismo desprecio que les lleva a creer que los egipcios aceptarán, como en el pasado, cualquier situación.

Pero hay una diferencia esencial con el pasado. En Egipto, las manifestaciones —se decía— eran de doscientas personas protestando y dos mil policías vigilándolos. Ahora las cosas han cambiado y la cara del régimen militar se muestra sin disfraz: una dictadura militar controlando unos gobiernos títeres de civiles que solo llevados al límite de la vergüenza son capaces de dimitir ante la autoridad militar frente a la que toman posesión. Los egipcios no se lanzaron a la calle en enero para esto. Tenían sueños de libertad y de confraternización, de paz, una inmensa alegría, sueños de superar juntos las miserias de un régimen dictatorial que les había llevado al empobrecimiento por el abandono más absoluto y la corrupción generalizada. Pero alguien no quería que las cosas cambiaran demasiado. Una vez más la política del pescador: suelta un poco de hilo y recoge. Pero el pez, esta vez, tiene más fuerza y se resiste.
Cuantos más crímenes acumulen los militares, más difícil será que abandonen el poder porque temerán ser llevados ante los tribunales a rendir cuentas. Cuantos más crímenes cometan, más complejos serán sus pactos con los que salgan elegidos de estas urnas a las que los egipcios han acudido con ilusión por primera vez en la historia. Esa vergüenza histórica sería el fin de la aventura de la libertad egipcia. Se lanzaron a la calle pidiendo dignidad, reclamando el derecho a sentirse orgullosos de ser egipcios. Se lo ganaron sufriendo en las calles, en las plazas, con más de ochocientos muertos a los que todos recordaron y agradecieron su sacrificio. Todo esto no hubiera ocurrido si la SCAF hubiera seguido el camino de los intereses del pueblo egipcio y no los suyos propios. Cualquier partido político o gobernante que les dé su apoyo quedará marcado para los restos. Por eso solo pueden recurrir a los viejos gobernantes de la época de Mubarak, caso insólito cuando se supone que no pueden presentarse a las elecciones al estar disuelto el partido oficial. Tenían razón los grupos que denunciaron a los que se colaban en listas camufladas. Pero si no entran por la puerta trasera, lo hacen por la puerta grande.
Ahora los sueños de Tahrir, de tantas plazas y calles, se están convirtiendo en pesadillas cubiertas de sangre. Lo que antes se hacía en la oscuridad de los sótanos de las comisarías, ahora se hace en plena calle, con la más absoluta impunidad, mientras el primer ministro señala públicamente que las fuerzas de seguridad no se exceden en sus actuaciones. Al menos, las máscaras están cayendo.
La bajeza de los envenenamientos del miércoles ha sido superada. Solo nos queda la solidaridad con los que sufren de esta violenta, brutal y humillante represión. Por encima de los discursos o de cualquier otra circunstancia.

* Alaa Al Aswani (2011): Egipto: las claves de una revolución inevitable. Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 15.

La comunidad de Facebook advierte de la brutalidad de estas imágenes. Los son. Brutales y vergonzosas.

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