Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los titulares del diario El
País de hoy, con una extraña sincronización, nos muestran los efectos políticos internos
del eje franco-alemán, cómo se lo están tomando en sus propios países. No
deja de ser interesante el paralelismo. En ambos casos nos encontramos con un
genérico “la oposición [francesa o alemana] acusa a [Sárkozy o Merkel] de…” Las
acusaciones, además, son casi las mismas: dar lecciones fuera y dentro, etc.,
etc. Lo que nosotros percibimos como los “intereses” de Alemania o Francia, se
ve de otra manera desde dentro. Es el juego de la oposición: la tribalización
política.
La oposición política en un sistema democrático tiene una
función de control de los gobiernos. De vez en cuando, los gobiernos que se
encuentran presionados por las circunstancias hacen un llamamiento a la responsabilidad de las
oposiciones. En ocasiones, tratan de llegar a acuerdos, a pactos
para temas importantes. Pero con más frecuencia se insultan o se ignoran como
programa permanente de la legislatura. No es fácil salir de esta rutina.
Pensemos en lo que ha ocurrido en el sistema norteamericano en los últimos
meses. Se trata de hundir al rival por mucho daño que se haga.
Convertir la política en espectáculo —y no en ballet sino en
lucha libre— tiene el peligro de que se enquiste lo que se ha dado en llamar la
“cultura del conflicto” (Deborah Tannen), es decir, la permanente actitud
confrontada que se traduce en llamativos titulares y en poco más. A la gente le
gusta la agresividad y encumbra a los que usan y abusan de la agresión verbal y
de la demagogia. Poco a poco se va imponiendo este estilo bronco de hacer política.
Existe una demagogia gubernamental y otra opositora. Son
perfectamente intercambiables cuando se produce el relevo en el timón del país. A más de uno le han sacado los colores al enseñarle lo que decía
cuando era opositor y lo que dice ahora desde la poltrona gubernamental o desde
cualquier otro cargo público. Eso hace que se pierda la función opositora, que
no es poner zancadillas sino estimular las iniciativas, realizar una revisión crítica de las propuestas y analizar al detalle
las consecuencias de las acciones del gobierno de turno. Para hacer demagogia,
con uno es suficiente.
La oposición es mucho trabajo. Muchas veces, los partidos no
hacen verdadera oposición sino un simple llevar la contraria, un meter el dedo
en el ojo, un pisar el callo, como se
decía antes. Esto no es bueno porque acaba produciendo el despego ciudadano o,
por el contrario, la tribalización
política. Este fenómeno es cada vez más frecuente en los países que tienen
la democracia como sistema de gobierno. Consiste en elevar el nivel emocional
—no necesariamente el racional— de los enfrentamientos hasta conseguir que los
ciudadanos vean a los otros ciudadanos que no piensan como ellos como invasores de su propio país, como una tribu
ocupadora del territorio.
El fenómeno no es exclusivo de los grupos nacionalistas, que
suelen recurrir a este mecanismo con asiduidad. Cualquiera que considere a otro
grupo —que esté limpia y legalmente en el juego democrático— como un usurpador
por el simple hecho de ganar o se vea a sí mismo como el ocupante natural del
poder mientras que los otros, como quien dice, pasaban históricamente por allí, está afectado de este fenómeno de
la tribalización política.
La tribalización es una forma de extrañamiento político peligroso. Convierte en enemigos a los
rivales y atrapa al que la practica en un destino desilusionado. Los dirigentes
tratan de buscar la fidelidad de la tribu mediante la intensificación de los
lazos emocionales internos. La ideología
se convierte en mito, el jefe en
líder carismático. Toda discordancia se convierte en traición, en herejía. Como
consecuencia, las ideas se pudren sin crítica y los dirigentes son aceptados hagan
lo que hagan, aunque lleven al desastre a sus formaciones. La tribu no admite
discrepancias, ni traidores; la tribu no se abandona nunca. Y si se hace, solo queda el exilio.
Convertir la política en tribal no favorece a los ciudadanos
ni a la política misma. Sobre todo en momentos en los que es importante que
existan acuerdos por lo crítico de las situaciones, la tribalización se
convierte en un obstáculo. Los partidos deberían buscar mayores bases de
acuerdo por el bien del conjunto. No se trata de que la oposición renuncie a su
función; todo lo contrario. Su función no es negar lo evidente por sistema,
sino fiscalizar. Cuando no se fiscaliza, sino que se dice que no a todo, la
política se convierte en diálogo de sordos, porque las tribus tienen lenguas
distintas.
La política democrática es diálogo, verdadero diálogo para
alcanzar acuerdos que —sin negar el mandato de los votos— beneficien a todos. La
democracia no es solo una forma de llegar al poder, sino una manera de
gobernar. Convertir en tribus los partidos es un retroceso político; es volver
a formas emocionales previas a la racionalización política característica de la democracia. Hay que
desdramatizarla, convencernos de que las formas emocionales son las formas cómodas
que algunos tienen de tapar sus errores y evitar las discrepancias. Son los
partidos los que deben ser fieles a los mandatos de los ciudadanos y no los
ciudadanos los que deben ser fieles a la voluntad de los partidos.
Quién sabe si, a este paso, no acabarán bailando la “haka”
neozelandesa” al inicio de las sesiones parlamentarias. Sería un espectáculo.
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