miércoles, 17 de julio de 2024

El negocio de la credulidad

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)

Leo en la pantalla de mi teléfono un titular de Fotogramas que tiene a Scarlett Johansson como protagonista: "Me deja alucinada que un 60% de jóvenes de entre 18 y 25 crea que el hombre no llegó a la Luna". Tuve ocasión de ver la película Fly me to the Moon (Greg Berlanti 2024) y de hacer el pasado fin de semana la reseña en el blog, hermano de este, Un skyline de palomitas.

La afirmación de Scarlett Johansson sobre ese 60% de incrédulos tiene su importancia porque al encapsularlos en un bloque de edad, ese de 18 a 25 años, tendemos a pensar que a los 25 viene un hada madrina con la varita mágica y les desbloquea el cerebro, se hace la luz. Pero esto es muy dudoso. Quizá algunos cambien, pero es más creíble que aprendan a disimular lo que creen y no creen reservándolo para momentos seguros, por ejemplo, en un mitin de Donald Trump, el último espacio para los milagros, tal como se ha reafirmado en la Convención Republicana. ¡Amén!

La culpa de todo esto —está claro— la tuvo Orson Welles y su versión radiofónica de La guerra de los mundos. ¡Allí ya se lió la cosa! Aquella luna inicial de Méliès era tan naif que no había lugar a equívocos cuando lloraba porque el proyectil lanzado desde la Tierra le había dado en un ojo, pero estas lunas hiperrealistas y estos argumentos híper imaginativos lo lían todo.

La afirmación de Johansson no es trivial porque a nadie se le pide creer que el hombre pisó la Luna para votar para la presidencia de los Estados Unidos. Por ejemplo, el número de "terraplanistas" aumenta al igual que aquellos que creen que la Tierra está hueca o similares, como en las películas últimas de Godzilla y King Kong.


El cine ha hecho mucho por la imaginación, pero no tiene la culpa de que la gente se crea lo que ve. Pero lo cierto es que el negocio de la credulidad se basa en fabricar personas capaces de creerse cualquier cosa... que quieren creer.

El negocio de la credulidad es el negacionismo. Y ahí el origen está claro: Estados Unidos. Es interesante comprobar cómo la manipulación ha hecho del país de la libertad, de la democracia, de la libertad de la información, etc. utiliza gran parte de los recursos para manipular a sus propios ciudadanos. Estados Unidos es el país de las teorías de la conspiración, un país en  el que la mitad de la población cree que el gobierno conspira contra ellos a la vez que bendice el "destino manifiesto".


Hay una gran confusión en la idea de que la libertad significa que lo que creo es "verdad" y que mi derecho a creer significa que lo que no creo es "mentira" y lo puedo negar con total libertad. Para que esto funcione, hay que profundizar cada vez más en el pozo de la negación hasta llegar a la oscuridad total, que es donde puede prosperar el negacionismo.

Si creer sin fundamento es la libertad total, hemos creado el paraíso de la manipulación. Muchos se llaman libres cuando son simplemente idiotas.

Lo inteligente no es, claro está, afirmarlo todo, sino el llamado pensamiento crítico, que es mucho más cansado porque exige esfuerzo para llegar a dar algo (provisionalmente) por bueno. Pero el mundo que estamos fabricando, nuestra educación, nuestros medios, etc. no parecen favorecer esa actitud crítica. Hace bien Scarlett Johansson en preocuparse por las cifras.

El hecho de que, en la película Fly me to the Moon, sea Richard Nixon el súper villano en la sombra el que quiere hacer una película de "seguridad" por si falla el alunizaje, permite de nuevo asignar la conspiración al poder siniestro. Son varias las películas hechas sobre el problema de la credibilidad sobre la llegada desde diversos géneros cinematográficos y argumentos. En este caso, se llega a la Luna, sí, pero en el filme los hay interesados en que ese mensaje llegue a la gente, aunque el módulo espacial no lo haga. Se trata de una propaganda para evitar quedar por debajo en la carrera espacial con la Unión Soviética.

¿Habrá deshecho la película Fly me to the Moon los equívocos? Mucho me temo que no. No es tanto por la película en sí, sino por algo más profundo: el que quería creerlo tenía elementos suficientes para hacerlo. Por el mismo motivo, sucede lo contrario: el que no quiere creerlo tiene elementos de refuerzo en los que refugiarse.

Me refiero, claro está, en los islotes que las redes sociales fabrican, lo que hace posible que solo te relaciones, por seguir con el ejemplo, con negacionistas de la llegada humana a la Luna.

Hoy encuentras grupos que pueden afirmar cualquier cosa. Si antes decíamos que podría haber gente a la que dé vergüenza admitir que la Tierra es plana, hueca, está llena de monstruos horrendo que salen de vez en cuando, que las pirámides las hicieron los extraterrestres, que los norteamericanos son el segundo "pueblo elegido" y Dios les inspira, etc., puedes refugiarte en grupos que piensa lo mismo que tú, repartidos por todo el planeta. Si son muy numerosos, se montarán negocios a su alrededor que les fabriquen y ofrezcan camisetas, toallas o gorras, todo tipo de productos que un terraplanista pueda desear, que un negacionista del alunizaje puedas exhibir en cualquier reunión anual de su club. Les harán una serie de éxito en la que se sientan reflejados y, esto es lo más peligroso, algún candidato político le hará creer que ellos están en lo cierto y que desde la Casa Blanca o desde donde toque saldrá finalmente al mundo la verdad.

Teníamos la peregrina idea ilustrada de que aumentando los libros y demás elementos de conocimiento aumentaría la cultura, que la gente se arrojaría en brazos de la razón y la verdad. Creíamos que la Ciencia borraría la superstición, que la Historia enterraría las leyendas y los viejos mitos. ¡Qué ilusos!

Me acuerdo muchas veces de la idea de Gustave Flaubert, escéptico en tantas cosas, de que la inteligencia y la estupidez corren en paralelo, ninguna adelanta a la otra.

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