Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Una de
las ideas que más atención tuvo en el siglo XIX fue la de
"decadencia". A los nuevos imperios les preocupaba por qué habían
desaparecido los antiguos. Les resultaba preocupante que grandes civilizaciones,
con enorme riqueza de ideas y poder, hubieran desaparecido al ir encontrándose
los restos de estas. ¿Qué podía haber ocurrido? Y sobre todo: ¿podía volver a
ocurrir? El siglo XIX y parte del XX son los siglos del estudio de la
decadencia precisamente porque son definidas por el "progreso", otro
concepto esencial y complementario. El progreso implicaba mirar hacia delante,
orientarse hacia el futuro con una fuerza nueva, romper con la poderosa idea
que fijaba los modelos en el pasado, como espejo de grandeza, como modelo
clasicista.
Es
precisamente la revolución industrial la que abre un nuevo sentido del
progreso, algo medible, palpable, algo que se puede organizar, medir y dirigir
en un sentido determinado, frente a los modelos anteriores basados en
cuestiones más etéreas y difusas.
En introducción de su obra "Ideas. Historia intelectual de la Humanidad" (Ideas. A History from Fire To Freud 2005, ed. Crítica 2008), Peter Watson escribe:
Ésta es quizá la lección más importante que podemos extraer de una historia de las ideas: que la vida intelectual —acaso la dimensión más importante, satisfactoria y característica de la existencia humana— es una cosa frágil, que puede perderse o destruirse con facilidad.*
Que después de la lectura de miles de páginas, cientos de libros en muy diversas lenguas, la redacción de un libro que sintetice parte de lo visto en lo que considera esencial, de años de trabajo, etc. la idea esencial que el autor quiere transmitir al lector sea esta, la fragilidad de la vida intelectual, es algo más que una paradoja.
El repaso por las diferentes culturas que se consideraron la culminación de los tiempos y la constatación de que desaparecieron y que solo a través de un ejercicio de rescate, de recuperación histórica para poder recordarla como algo lejano, algo que fue, quizá no sean más que nuestras propias raíces olvidadas o un simple ejercicio retórico de elegante selección de paternidad.
Es cierto que mucha de esa información histórica se encuentra almacenada, que crece conforme pasa el tiempo y aumentan la documentación disponible, que las nuevas sociedades se han organizado "profesionalizando" el "recuerdo" a través de la academia, pero ¿reduce esto el peligro real que señala Watson o, simplemente, crea una sensación de falsa seguridad?
Cada vez constato por mí mismo —y las quejas de mis compañeros docentes van en el mismo sentido— la perversión por olvido de lo que supone el pasado, de la historia que no sería sino una sistematización, una organización y sentido del pasado. Cada vez que nos encontramos con una disciplina que necesita cierto conocimiento histórico, el edificio personal tiende a desmoronarse por falta de conocimiento, incapacidad de visiones de conjunto, interacciones, etc. Simplemente vivimos. No hay una articulación del conocimiento porque este no se acumula, de ahí esa obsesión con el aquí y ahora tecnológico, que se divide en dos grandes grupos "lo obsoleto" y "lo todavía útil". El presente es solo "lo último", que se lleva a casi todos los extremos de la vida. Lo demás es inútil, innecesario, prescindible.
La idea de que el presente se sustenta en lo pasado se desvanece en un presente inmediato que no es necesario recordar o almacenar precisamente para dejar sitio. Los dispositivos de almacenamiento de información —el libro, por ejemplo— ya no tienen sentido si no se pueden actualizar, convirtiendo a la "nube" en el alter ego de la nueva memoria y al teléfono móvil en nuestro sexto sentido (mal contado), en la llave de acceso.
En 2005, cuando terminó de escribir "Ideas. Historia intelectual de la Humanidad", Peter Watson no era plenamente consciente (¿o sí?) del cambio tan brutal que se estaba produciendo delante de él. Hoy estamos en una segunda generación que ya apenas lee. Hemos pasado de pasado libresco al presente de la "nube". Es ahí donde se están configurando las nuevas "ideas" o algo extraño que ya no puede ser llamado así más que por falta de términos adecuados.
No, la idea de "decadencia" es esencial para pensarnos y no pensar en otros. Pero parece que estamos tan pagados de nosotros mismos que somos incapaces de pensarnos críticamente (¿qué es eso, para qué?).
Parece que Watson acertó. Todas las divisiones y explicaciones de la humanidad están hechas desde un momento de la propia humanidad. Somos objetivos manipulables cuando se intenta convencernos de nuestra propia facilidad manipuladora. Sin "historia", sin "crítica", somos lo que otros definen y creemos que nuestros problemas son los que molestan a otros.
Vivimos en una sociedad auto satisfecha porque solo cuenta con el presente que no es otra cosa que "lo que hay", aislado como está de sus raíces (¿cómo he llegado hasta aquí?) y de sus metas (otro día más). Si este presente se vuelve problemático, como de hecho ocurre, hay que sacudir el presente hasta que salga alguna solución o camino posible.
En esta situación, con el peso creciente de la reescritura para ajustarla a nuestros deseos, ¿para qué pensar? Mejor solo vivir el presente. Es una nueva forma de decadencia sin sentido de la misma por incapacidad de conceptualizarla. No es de extrañar que en 2014, Peter Watson publicara una obra titulada "La edad de la nada" dando cuenta de la evolución desde el siglo XIX hasta el momento de la escritura.
El libro de Watson nos da la oportunidad de pensar en cómo los otros han valorado muchas ideas y cosas que hemos ido dejando por el camino. No es un libro para leerse de un tirón (¡son casi 1,500 páginas!), pero sí tomárselo como una especie de enciclopedia especializada en las ideas, un meritorio orden de lo caótico de la vida y la Historia.
* Watson, Peter (2008) Ideas. Historia intelectual de la Humanidad; ed. Crítica, Barcelona.
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