Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Debo
confesar que estoy más que sensibilizado con este tema, sensibilizadísimo. El diario El
País me lanza la pregunta como un guante que me citara mañana al amanecer a
vernos las caras: "¿Es posible vivir en silencio?". Mi sensibilidad
proviene de unos últimos veranos desesperantes, de desquiciamiento ruidoso por
estar rodeado de obras. Las comunidades deciden, cuando llega el verano, hacer
obras y reformas. Lo deciden los que tienen casas en el pueblo, les ha tocado
la lotería o están tumbados en la playa, mientras los parias de la tierra
ruidosa soportamos desde las 8'30 de la mañana, con sadismo preciso, el
apocalipsis sonoro del chirrido de sierras cortando baldosas, el golpe de
piquetas y martillos derribando muros, la instalación de andamios, el penetrar
de taladros, y los pinitos en flamenco, fado o merengue de alguno que desea
prosperar en el mundo de la canción. Me estremezco al pensar que, en apenas dos
horas, el canto de los primeros pájaros, que ahora escucho, se transformará en un
torrente sonoro, peor que el de Segura.
Avanzo —como postraumatizado que soy— por el artículo de El País, pero me doy cuenta que una vez más, se desaprovecha la
ocasión de ahondar en nuestro drama acústico, en la violación de los derechos
de mis dos orejas, conectadas con mi vapuleado cerebro, que se encuentra en
medio.
Disfrute del silencio. Y no, ni nos referimos
a la canción de Depeche Mode, ni a un mandato cartujo. Simplemente, se trata de
una necesidad para vivir mejor. Porque en una sociedad como la nuestra, donde
las ciudades crecen –y, con ellas, la demanda de transporte, de industria, de
ocio–, los decibelios suben y suben hasta traspasar el umbral de lo tolerable:
65 dB –se consiguen con un aspirador, un televisor con volumen alto o una radio
despertador– es el límite de ruido máximo establecido por la Organización
Mundial de la Salud. A partir de esa cifra, nuestro organismo se resiente.
Ahora bien, seamos optimistas, porque como nos explica Rafael G. de Silva
(profesor de mindfulness en City Yoga
Madrid) el silencio, más que la ausencia de sonidos, es una actitud: “La
ausencia total de ruido es imposible. Tenemos que saber convivir con esos
ruidos externos, aprender a relacionarnos con ellos. Lo habitual es que ciertos
ruidos de nuestro entorno nos generen tensión, pero si aprendemos a percibirlos
como algo propio de nuestro ámbito vital, algo que en sí mismo no tiene por qué
resultar agresivo, dejarán de perturbarnos y podremos crear nuestra particular
zona de silencio interno”.*
¿"Actitud",
actitud, dice? Me entran ganas de
coger al profesor de mindfulness por
las solapas (no sé si los profesores de yoga tienen solapas) y ponerle en la
postura loto mientras los fellinianos obreros trabajan eufóricos bajo mi suelo.
¡Nada de "actitud"! Él tendrá sus motivos para ser
"optimista" y pedírselo sin rubor a la gente en su "city
yoga" o donde sea, pero yo no quiero "consejos"; yo quiero que terminen la obra. Quiero volver al mundo
que te permite concentrarte al escribir, descansar hasta que decidas dejar de
hacerlo, no tener que ver las películas con subtítulos y no andar por casa con
los auriculares puestos escuchando música para soportarlo. No sé si esto es lo
que el señor del mindfulness llama
una actitud, pero es exactamente lo
que quiero. Y además quiero —puestos a ser egoístas— que deje de ocurrir cada
verano, porque una cosa es no lucir moreno y otra lucir ojeras y temblores en
las manos.
Durante
la comida, convertido en un obseso del ruido, me comenta una compañera que a su
casa del pueblo, en Asturias, ha llegado un manitas,
un amante del bricolaje, que se dedica al autoempleo del martillo, sierra y
taladro. Te pasas el año soñando con descansar en tu pueblo y en tu pueblo te
espera la desesperación ruidosa de unas vacaciones de fábrica, como ponerse la
sombrilla en mitad de un atasco. Me dicen que han intentado hablar con él, pero
que les ha respondido con una estruendosa carcajada y una lista de derechos
acústicos centrados en el tiempo: puede hacer todo el ruido que quiera de tal a
tal hora, la ley —dice— está de su lado. La ley, que siempre se representa con
los ojos vendados, debería aparecer ahora con algodón en las orejas.
Leo en El País:
Aunque el tráfico es, probablemente, el
sonido que más pone a prueba la paciencia de los europeos, nuestras mayores
quejas tienen que ver con los vecinos fastidiosos, los locales de ocio, las
obras en las calles... “Son ruidos asociados a problemas de civismo, sus
efectos se notan a corto plazo, y desaparecen cuando cesa el sonido”, asegura
César Asensio, experto del Grupo de Investigación en Instrumentación y Acústica
Aplicada de la Universidad Politécnica de Madrid. “Con todo, cada persona tiene
una apreciación muy subjetiva de lo que le resulta molesto o no. Por eso, no es
extraño que podamos acostumbrarnos a esos ruidos”, nos tranquiliza el experto.*
No sé a
quién tranquiliza el experto. Si
antes nos hablaban de "actitud", ahora lo hacen de "apreciación
subjetiva". Insisto en que no es apreciación subjetiva la vibración de la
mesa del ordenador mientras escribes ni las grietas en el cuarto de baño.
Parece que existiera cierta complicidad en hacer que nos aguantemos en esto de
los ruidos porque el verano está para hacer obras, fiestas y todas aquellas
cosas que te apetece hacer durante el año pero que tiene menos gracia hacerlas cuando
la gente tiene las ventanas cerradas.
Al
salir de casa me crucé con un señor con un mono azul. "—¿Es usted de la
obra del primero?, le pregunto. —Pues sí— contesta. —Soy el vecino de arriba,
llevan ustedes mes y medio, es el tercer verano de obras y me gustaría saber si
les queda mucho." Se lo piensa un poco antes de contestar y me deja un
esperanzador, aunque impreciso: "No mucho". No sé en qué unidades
habrá medido el tiempo, pero seguro que las suyas son más amplias que las mías;
puede que yo mida en días y él en semanas. No me quejo de que la gente haga
obras en sus casas, sino de su prolongación excesiva y de que se hagan en los
periodos en que se necesita recuperar algo de la tranquilidad que el resto del
año te quita. No sueñas con las Bahamas, solo con un poco de paz, de silencio.
El
artículo se cierra con otro canto a la actitud positiva, que el ruido no
arruine nuestra paz interior. Tras darnos
técnico consejos sobre cómo conseguir reducir el ruido, dentro y fuera de casa,
el texto concluye: "Y, en cualquier lugar, aprendiendo que a
través de la meditación no hay ruido que pueda arruinar nuestro silencio."*
Sin comentarios.
Intento
meditar para ver los martillazos, el
tráfico nocturno o las terrazas llenas de ruido como una recuperación de la
actividad económica, pero mi "actitud" y mi "apreciación
subjetiva" se ven minadas conforme mis ojos se dirigen nerviosos hacia el
reloj del ordenador y compruebo que solo queda una hora hasta que los primeros
martillazos comiencen. Como un perro de Paulov, comienzan las primeras
reacciones.
En el
poema "Canto de otoño", el poeta Charles Baudelaire escuchaba el
ruido de la leña en el patio de la casa y sentía que eran como martillazos
clavando un ataúd o levantando un patíbulo, los suyos. El largo y oscuro invierno
llegaba. C'était hier l'été; voici
l'automne! En los países playeros, turísticos y poco cívicos, los ruidos
anuncian la terrible llegada del verano.
*
"¿Es posible vivir en silencio?" El País 27/06/2014
http://elpais.com/elpais/2014/06/26/buenavida/1403767966_687349.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.