Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
El
diario El País —publicado en el Semanal— nos trae un extenso e interesante artículo de Ignacio Vidal-Folch sobre una
película inagotable, 2001, una odisea
espacial, que firmó Stanley Kubrick con guión del científico y autor de ciencia-ficción
Arthur C. Clarke. La película, pasados los años, es de esas que han acumulado
adictos convirtiéndose en motivo culto. La llegada de la alta definición nos
permite recuperar los valores de la fotografía original, con lo que vuelve a
ser una experiencia sensorial de inmersión en un futuro palpable.
En
realidad, 2001 es más una película de metaciencia-ficción
pues, por encima de lo que se nos muestra como posible, nos ofrece un plus filosófico, que es donde se
encuentra la verdadera invención de la trama. Para lo demás trataron de
encontrar el máximo de anticipación científica y tecnológica. Del realismo de
su planteamiento tecno-científico y de lo especulativo de su filosofía, surgió este
sólido filme que se sigue disfrutando como un gran espectáculo. Lo que queda
claro es que la película de Kubrick se adelantó a su tiempo o quizá a cualquier
tiempo; es una película única, literalmente, en su género; poema más que
narración.
En el
artículo de Vidal-Folch me llama la atención este pasaje de algo que
desconocía:
El 17 de mayo de 1964, después de una reunión
larga e intensa, un pimpón de ideas extenuante como le gustaba a Kubrick,
salieron a relajarse un poco en la terraza y a las nueve de la noche vieron una
mancha ovalada de luz resplandeciente cruzando el cielo claro y salpicado de
estrellas de la noche primaveral. Confirmaron el avistamiento mediante el
telescopio con el que el cineasta solía escrutar la bóveda celeste. Kubrick
quedó sobrecogido por la visión; pero no porque se confirmase ante sus propios
ojos la existencia de naves espaciales de otros planetas: eso no le sorprendía,
estaba convencido de su existencia y hacía tiempo que esperaba que se
manifestasen; no, lo que le turbaba era la posibilidad de que se precipitasen
los acontecimientos, se estableciese contacto con los extraterrestres y la
película en la que llevaba mucho tiempo pensando, leyendo y documentándose
quedase desfasada y obsoleta. A la mañana siguiente solicitó al Pentágono un
formulario de avistamiento que ambos firmaron y enviaron. Clarke además pidió a
sus amigos del Planetario Hayden que consultasen sus computadores para resolver
el misterio.
“Aún recuerdo, con cierta vergüenza”, explica
Clarke en su autobiografía, “mis sentimientos de asombro y excitación, y
también la idea que me asaltó: ‘Esto no puede ser una coincidencia. Ellos están
actuando para impedirnos que hagamos esta película”.*
Sorprende
profundamente que dos personas excepcionalmente inteligentes en sus campos,
capaces de grandes logros, pudieran llegar a sospechar que aquel avistamiento
de un OVNI podía ser una conspiración para tratar de evitar que su proyecto
siguiera adelante. La vergüenza de Arthur C. Clarke, recogida por Vidal-Folch
de sus memorias, da cuenta de que el propio autor debió de pensar con sonrojo
en aquel episodio y en sus implicaciones sobre nuestro orden y funcionamiento
mental. Por un momento le pareció "normal" que ese "ellos", al que dotó de
voluntad conspiratoria, se acercaran hasta la Tierra a tratar arruinar los
esfuerzos cinematográficos de aquellos dos creadores. El "monolito
avisador" tenía una alarma para películas que se acercaran demasiado a la
verdad.
La
creencia en vida más allá de la Tierra admite muchos grados, que van desde la simple
probabilidad estadística de que haya "algo" a un abanico de ideas sin
más amparo que la imaginación de quien las formula. Pero creer en que
"ellos" pueden interferir en una película sobre el asunto es quizá
excesivo, sobre todo por lo que implica de protagonismo.
Podemos
suponer que, tras una densa tarde dedicada a discutir sobre el filme, ambos se
encontraban tan metidos en el
argumento, que salieron viendo "ovnis", con conspiración incluida.
Los mecanismos de la sugestión son poderosos y eso que llamamos razón no tiene
más juez que sí misma a la hora de analizarse, por lo que las tonterías que
llegan a nuestra mente tienen muchas probabilidades de parecernos evidentes.
Nada más difícil que desechar nuestros propios argumentos cuando estos están
marcados por el deseo de ver. Y eso era lo que Clarke y Kubrick había estado
haciendo durante esos días, vivir como natural sus propias fantasías creativas.
Del descenso en la imaginación no se sale de golpe, sino poco a poco.
Que
Kubrick y Clarke pensaran que la llegada de los extraterrestres a la Tierra les
chafaba la película y que la gente preferiría mirar al cielo antes que a la
pantalla, nos muestra las dimensiones del ego artístico, centrado en su obra y
dejando atrás todo lo demás, que pasa a ser secundario. Quizá deba ser así y el
creador debe estar comprometido con su propia obra, absorto, al menos hasta que
logra distanciarse de ella para poder iniciar nuevos proyectos.
Quizá
la personalidad artística deba tener algo de obsesiva y sugestionable para
poder crear con eficacia, aunque es más que probable que existan todo tipo de
manifestaciones. No todos los creadores participan de las mismas
características y el mundo ha dado personalidades muy distintas metidas bajo la
misma etiqueta.
El
simple hecho de pensar —aunque sea momentáneamente— que pueda existir una
conspiración cósmica, que los alienígenas decidan cambiar sus planes respecto a
los humanos por el estreno de una película nos dice mucho de la personalidad
creativa. Kubrick era un creador, pero Arthur C. Clarke además era un físico y
matemático de renombre, alguien habituado a trabajar
sus fantasías con métodos científicos. Sería interesante saber cuándo comenzó
la "vergüenza" declarada en sus memorias, si inmediatamente después
de pensarlo o tras el estreno de la película y ver que la conspiración no tenía
lugar. Lo segundo sería preocupante.
Arthur
C. Clarke escribió un texto en 1962, "Hazards of prophecy: the failure of
imagination", que amplió diez años después, formulando las llamadas
"leyes de Clarke" y que quizá tengan algo que ver con esto. Las leyes, agrupadas, son las siguientes:
1.ª Cuando un anciano y distinguido
científico afirma que algo es posible, es casi seguro que está en lo correcto.
Cuando afirma que algo es imposible, muy probablemente está equivocado.
2.ª La única manera de descubrir los límites
de lo posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible.
3.ª Toda tecnología lo suficientemente
avanzada es indistinguible de la magia.
Las
tres leyes se encaminan hacia la misma idea: es necesario ir más lejos del
suelo que pisamos para poder avanzar. La primera ley distribuye irregularmente
lo posible y lo imposible, tratando garantizar que los avances se producen por
el riesgo de equivocarse positivamente, es decir, acertando en algo que se
presentaba como imposible. La segunda es más psicológica y trata de servir de
apoyo a los osados. La tercera reconoce la necesidad de los soñadores,
creyentes y cualquier otro tipo de personas que sean capaces de dar pasos
confiando en su imaginación. Es indudable que esas tres leyes funcionan de
forma diferente en manos de un científico que otras actividades. Lo que Clarke
señalaba es que la imaginación y el riesgo son necesarios para escapar de la
atracción gravitacional de lo seguro o evidente. Ir más lejos requiere
imaginación.
En el
texto señalado escribió:
With monotonous regularity, apparently
competent men have laid down the law what is technically possible or impossible
—and have been proved utterly wrong, sometimes while the ink was scarcely dry
from their pens. On careful analysis, it appears that these debacles fall in
two classes, which I will call "failures of nerve" and "failures
of imagination".** (134)
Para el
primer tipo de fallo, el más común, Clarke
señalaba: "it occurs when even given all the relevant facts the would-be
prophet can not see that they point to an inescapable conclusion." (134)
En el segundo, el de imaginación, que consideraba más interesante, escribió: "it arises when all the available facts
are appreciated and marshaled correctly—but when the really vital facts are
still undiscovered, and the possibility of their existence is not admitted".
(142)
En su presentación del texto de Clarke, el futurólogo Alvin
Toffler (editor de la antología de textos The Futurists) señalaba con razón: "Prophecy
is always a risky business". Y así es, efectivamente. Pero peor es la
falta de visión de futuro o la satisfacción del presente. Por eso son
necesarios los soñadores. A Heisenberg le recomendaron que no se dedicara a la
Física porque no quedaba mucho por descubrir.
Que el futuro avanza por los soñadores es cierto; que muchos
soñadores pueden llevarnos al desastre, también. La ironía con que Clarke
formula su primera ley, la del "anciano y distinguido científico",
señala que los sueños de lo posible deben
estar sujetos a cierta clase de cordura, aunque haya que saltársela después.
Según como se llegue al futuro a unos los llamarán locos, a otros profetas.
Como artista, Stanley Kubrick podía dar forma a sus fantasías y sueños,
compartiéndolos con los demás. La visión del platillo aquella noche le confirmó
lo que creía, señala Vidal-Folch. Clarke era un artista y un científico, un
carácter doble y por eso se sintió culpable, avergonzado por su reacción. Probablemente se dio cuenta de su "debilidad" imaginativa y de qué se había jugado él solo una mala pasada. Pero somos humanos y no siempre es fácil cumplir nuestras propias reglas, aunque se sea "un anciano y distinguido científico".
No sé en qué tipo de "posibilidad" incluiría
Clarke su sospecha de que "ellos", los extraterrestres, tenían como
objetivo frustrar "2001, una odisea espacial", pero lo cierto es que
no lo hicieron, ya sea porque no existen, porque no venían a nuestro planeta para
eso o, sencillamente, porque les gustó el proyecto y decidieron darnos un
margen de confianza a los humanos.
No se produjeron avistamientos en el estreno. Al menos, que nosotros sepamos.
* "Una odisea de Kubrick y Clarke" El País
20/07/2014 http://elpais.com/elpais/2014/07/18/eps/1405696054_241284.html
** Arthur
C. Clarke "Hazards of Prophecy", en Alvin Toffler (ed) "The Futurist"
(1972) Random House / NY pp. 133-150
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