Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Los
isleños helvéticos son interrogados, una y otra vez, por el resto de la
humanidad sobre qué supone ser "suizo" y por qué tienen que serlo
aisladamente. ¡Tremendo error! Con dada una de las preguntas que se les hace,
los suizos son un poco más suizos y quedan esculpidos por sus respuestas. Con cada
intento de comprender su comportamiento, los suizos se parecen más a sus
postales. El diario El País, que ha
desplazado hasta aquel lugar una "enviada especial" para tratar de entender el fenómeno, nos dice:
Junto a un puente cerca del casco histórico
los agricultores han instalado hoy sus puestos. Uno de ellos presenta un gran
despliegue de quesos suizos. Lo regenta un hombre bigotudo que dice que aquí ya
no hay quien se entienda con tanto extranjero y tanto idioma. “Somos un país
pequeño, no cabemos todos”. Su discurso confirma que la clase política, al
menos en Suiza, no puede ya gobernar al margen de los temores más o menos
fundados de la población.*
¡Quesos
y bigotes! ¡Terrible condena la de tener que distinguirse de todos! Antes con diferenciarse
de los extracomunitarios era suficiente, pero ahora, ¡tener que hacerlo de
todos! ¡Es demasiado! Si antes podían tener la tentación de sentirse
diferentes, ahora lo han convertido en una obligación, casi en una condena. Nosotros,
los difusos identitarios europeos, no
logramos imaginarnos lo complicado que va a tener que ser para los suizos ser tan, tan diferentes.
Si
existe un concepto huidizo es el de "identidad", extraña construcción
virtual que vertemos para "identificarnos" ante
nosotros mismos y ante los demás. Tenemos una identidad individual y una identidad
social, muchas veces en contradicción la una con la otra, un quiero y no puedo. En la individual se
concentran nuestros deseos de ser,
que provienen de mimetismos y repulsas, que a su vez se conjugan con las
colectivas, en las que entran en juego las pertenencias y rechazos con los extraños de fuera y los raros de dentro.
La
identidad no "es" por sí misma, una esencia, sino el resultado de un
juego de fuerzas que nos moldean como arcilla presionándola hasta tomar una
forma apropiada, una entre las posibles. Azar y necesidad de la
identidad.
Como
conclusión final de un libro que ya hemos citado en alguna ocasión —La crisis de las identidades—, el autor, Claude Dubar, señala:
La antigua configuración ha entrado en
crisis: no basta para definirse ni para definir a los otros, para orientarse,
comprender el mundo y, sobre todo, proyectarse en el porvenir. (250)**
No nos
guía nuestra identidad, sino el miedo
a perderla, como les ha ocurrido a los suizos, porque ese ser como somos no quiere correr el riesgo de
dejar de ser como es. ¡Un sin vivir! ¡Qué terrible tener que estar
todo el día sintiendo que se es español
o suizo o americano o egipcio por los cuatro costados! Los "cuatro costados" eran los
cuatro abuelos que legitiman la pureza de la sangre, que garantizan que no se
está contaminado por algo que nos haga dar un traspiés identitario. ¡Se es por
los cuatro costados! Lo demás es impureza.
Es el
miedo el que acaba definiendo la identidad, el miedo a enfrentarse a su propio
cambio, motivo por el cual se obsesiona con un estatismo que clausura sus otras posibilidades de ser. Y las posibilidades ajenas son percibidas como peligros
para la propia identidad, como contaminación, como presencia perturbadora.
Lo más
grave de este fenómeno es que necesita imponerse
a los demás por temor a perder su propia definición. La identidad pasa a ser
una cuestión de poder y de coerción social. Por eso los que necesitan reforzar
su identidad acaban en la xenofobia, en el racismo, en la exclusión, en
cualquier fenómeno extremo que establezca líneas claras y distintas, cartesianas, del ser, en todo aquello
que nos distinga radicalmente. Es el deseo de ser diferentes lo que nos hace diferentes;
distinguirse es un esfuerzo.
Cuando
sentimos peligrar nuestra identidad, la reforzamos a través de esas
"señas", marcas de pertenencia intensificadas. Son los tatuajes de la
banda, los signos que necesitamos exhibir, los colores de nuestro equipo, los
bigotes suizos, el toro español en la bandera. Cuantos más, mejor; mayor
apariencia de densidad identitaria.
Todo se
hace peligroso cuando la identidad se basa en la amenaza. La identidad pasa a
ser un exoesqueleto como el de los insectos, una rigidez externa que actúa como
defensa de las partes blandas, amorfas.
Nos
cuenta El País los casos de las buenas gentes temerosas de ser pisadas en sus propios espacios:
“Nosotros vivimos bien y queremos
quedarnos como estamos. Mire, si otros países en Europa pudieran votar, habrían
votado lo mismo. Yo voté a favor de la iniciativa porque tenemos que tener el
control de nuestro país. Necesitamos a la gente de fuera, pero los suizos
también tenemos cerebro y educación. Además, los que vengan tienen que
integrarse. Yo ya ni voy a Interlaken en verano porque está lleno de mujeres
con velo”, plantea Marguerite Hofer, una pintora de arte abstracto de 70 años.
Hofer no es una votante incondicional del UDC-SVP, pero como hicieron muchos
otros suizos, les apoyó el domingo porque piensa que “en algunas cosas tienen
mucha razón” y porque le convencieron las proyecciones de la supuesta avalancha
de europeos de la que habla el alcalde.*
La
señora Hofer, como buena pintora abstracta, no necesita entrar en detalles.
Vive en ese difícil equilibrio entre la necesidad y el rechazo, entre el deseo
de ser y el miedo a dejar de ser. En el fondo, lo que le da realmente miedo,
como señala, es tener que necesitar a los demás. Nadie duda de que los suizos tengan
"cerebro y educación", ¡faltaría más! De hecho, nadie duda de los
suizos y algunos hasta los apoyan con la esperanza de poder ser tan "suizos"
como ellos, pero en versión nacional propia. Lo que se le reprocha a Suiza es
haberse echado atrás, querer los maletines
pero no querer las maletas.
Ahora
les toca a ellos, que son buenos receptores de fondos europeos, experimentar y debatir
si esas avalanchas les perjudicaban o
beneficiaban. Tendrán que echar mano del lápiz que tienen en la oreja y hacer
números. Todos deseamos que la señora Hofer pueda ir tranquilamente este verano
a Interlaken si disminuye el número de velos o cualquier otro elemento que
perturbe su mirada y le haga dudar de sí misma.
* "Miedo al cambio en el paraíso alpino" El País 17/02/2014 http://internacional.elpais.com/internacional/2014/02/17/actualidad/1392635451_074720.html
** Claude Dubar (2002). La crisis de las
identidades. La interpretación de una mutación. Edicions Bellaterra, Barcelona.
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