Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Tenía
dudas sobre qué escribir, si sobre la muerte de Harold Ramis o sobre el "debate
de la nación" y las dudas se resolvieron por sí mismas al darme cuenta que
nada explica mejor el "debate de la nación" y la política española que
pensar en el "Día de la marmota" y en "Una terapia
peligrosa". Con ambas referencias en mente, todo se explica mejor.
La
sensación de que esto se ha visto antes, de que no hay novedad alguna en los
discursos, perfectamente previsibles, una y otra vez, hace que el debate sea el
acontecimiento político menos deseado del año por puro desvío de sus fines
reales que son la búsqueda conjunta de soluciones posibles, con alternativas
serias, y no el diálogo de sordos entre mundos separados con estrategias
particulares que buscan cumplir a través de la escenificación parlamentaria.
¿Recuerdan esos prodigios tecnológicos de sincronización en el que un cantante puede
compartir pantalla con uno fallecido? Pues a veces se tiene la sensación
cansina de que es algo así, de que sus posibilidades de diálogo real son las
mismas.
Sí,
decididamente, el debate de la nación tiene algo del Día de la marmota. Ramis
creó con "Atrapado en el tiempo" una poderosa imagen en la que lo
metafísico se mezcla con lo físico,. La idea de que una vida es insuficiente
como para poder aprender de los errores, que son en realidad lo determinante de
la existencia, tiene un gran fondo y mucho de fáustico. Los políticos suelen
decir lo mismo de las legislaturas, su propia unidad de tiempo, que siempre son
insuficientes para alcanzar esa perfección prometida. No entro en si alguno vende su alma.
A
diferencia del periodista encarnado por Bill Murray, que aprende por amor, el
político sigue siendo un tanto seductor y tarambana. Los cálculos que algunos
forofos de la película —que son legión— han realizado sobre el tiempo que le
llevó aprender todo lo que al final ha aprendido para conseguir el amor —que en
el fondo es vencerse a sí mismo, olvidar su egoísmo— suponen miles de años. Es algo
que a un político, en cambio, no le molestaría repetir, siempre y cuando le
encuentre el día de la marmota en el poder y no en la oposición, donde también
se debería producir un aprendizaje similar.
La
sabiduría de Ramis fue convertir en algo dinámico la parálisis del tiempo o lo
que es lo mismo hacer una película divertida sobre el aburrimiento, uno de los
ejes de la modernidad, de Flaubert y Baudelaire en adelante. El mundo, nos dice
Eliot, desaparecerá tragado por un bostezo.
No
sabemos con exactitud —varían mucho los cálculos— cuántos años, siglos o
milenios le costó al periodista comprender
que el único camino para salir del bucle era intentar evitar sus errores
egoístas. En la vida no se tienen esas oportunidades y todo sucede una vez.
Sobre eso teorizó Kundera en su "La insoportable levedad del ser".
Ramis dio a su protagonista lo que la vida nos niega a todos: la posibilidad de
aprender y rectificar nuestros errores en cada punto. Y para eso necesitaba
reconocerlos como tales para rectificarlos.
Sobre
esta posibilidad se ha filosofado. La base de la culpa es precisamente la
incapacidad de rectificar en muchos casos el daño hecho. El arrepentimiento es un posibilidad
interesante, pero no deja de ser un apaño, ya que no arregla el daño causado.
Está muy bien que te arrepientas de haber matado a alguien, pero eso no
devuelve la vida a la víctima. Por eso la cultura ha inventado sistemas de
compensación que van desde el "ojo por ojo" a otros más negociados.
La
película tiene algo de cuántico, de que
en cada punto convivan varias posibilidades con sus derivaciones particulares.
En la mayoría de los universos abiertos —que no son narrativamente
interesantes— el protagonista es un desagraciado y no consigue lo que quiere,
entre otras cosas porque en muchos de ellos ni siquiera lo sabe o quiere conseguir
otras objetivos. Harold Ramis nos muestra un universo posible, mientras que en
los que se quedan por el camino, los que nos vemos, seguirá siendo un
incorregible gruñón egoísta.
No sé cómo
serán los universos alternativos de nuestros políticos —ya tengo bastante
trabajo con imaginarme los míos— pero se les ve con pocas ganas de rectificar.
Me temo por lo escuchado —una y otra vez— que nos ha tocado uno de los universos
chapuceros, de los que no acaban bien, en los que el protagonista no tiene la
paciencia de aprender a tocar el piano o interesarse por el arte, sino que
delega y acaba siendo alcalde del pueblo y especulando con los terrenos del
ayuntamiento.
No
planteo —ante lo que escucho— si la economía va a mejor o no; discuto sobre si ellos van a mejor. Es más fácil que
la economía mejore a que lo hagan ellos. Y esto es lo que me complementa
—gracias de nuevo, Harold Ramis—, Una
terapia peligrosa. No sé cuántas veces ha hecho Robert de Niro de gánster
desde que apareció en El padrino,
pero seguro que nunca se divirtió tanto haciendo el revés de la fachada del
delincuente.
El
centro de la película no es la humanización del criminal, sino, en clave de
comedia de nuevo, mostrarnos que lo que nos hace sobrevivir es que los demás
nos teman. El terror que lleva al preocupado gánster al diván psicoanalítico es
que los demás descubran su debilidad y la aprovechen para arrebatarle el poder,
para quitarle de en medio.
Dios me
libre de establecer comparaciones entre los políticos y los gánsteres —habría
que estudiar caso a caso—, pero esa necesidad de fachada constante, de no poder
mostrar debilidad o reconocer los errores cometidos ante los demás tiene un
precio doble, para ellos y para los demás. El "sostenerla y no
enmendarla" para no aparentar debilidad es una de las líneas desastrosas
que determinan nuestra política, con los partidos empeñados en no reconocer los
fracasos de políticas o personas.
El
político sigue acudiendo a la terapia para no mostrar debilidades, ni internas
—no le vaya a devorar los fieras de su partido— ni externas —no le vayan a
arrinconar en los debates y se hunda en las encuestas—. Ese miedo se extiende por
los subordinados, a los que no se defiende muchas veces por ellos
—probablemente se les maldice por el trance que hacen pasar— sino por no
mostrar debilidad ni errores ante los demás. Eso lleva a la perversión política
de que el ministro, consejero o concejal más seguro en su puesto sea el más
criticado, el que más la pifia.
La
pantomima navarra que tratábamos ayer —a la que pusimos el ramisiano título de "Nunca pasa nada"—, con sus
rifirrafes y sus juegos retóricos, creó, por boca de su presidenta Barcina, un
eufemismo innovador con la calificación de "administración cercana"
al hecho de que las empresas utilizaran a los políticos para
"interesarse" por su situación fiscal. No sé cuántas sesiones de
terapia habrá tenido que realizar antes ni cuántas tendrá que realizar después,
pero es un ejemplo más de esa negación de la realidad que se repite una y otra
vez por todos los rincones y estratos. El diario Noticias de Navarra titula señalando que se considera "víctima
de un complot", algo que la define como una auténtica política de raza. Los divanes están llenos de políticos que se sienten
perseguidos, víctimas de complots. Y eso vale de Turquía a Navarra, de Madrid a
El Cairo. Allí donde nadie se equivoca y todos te envidian hay un futuro
paciente necesitado de terapia.
El
efecto final es esta mezcla entre marmotas y terapias, entre una realidad que
solo varía ligeramente y que parece ser una eternidad —¡solo llevamos media
legislatura! y me siento como Emma Bovary mirando por la ventana— y la
necesidad política de no mostrar debilidad para no morir en el empeño político.
Quizá
padecemos un empacho de política. El tiempo que les dedicamos es excesivo y el
que ellos dedican a convencernos de lo que es o no es también. Quizá la
repetición constante con ligerísimas variaciones de debates, sesiones de
control, comisiones, consejos de ministros, jornadas domingueras, reuniones con
los jóvenes, congresos autonómicos, congresos nacionales... no haga sentirnos a
nosotros como al protagonista de "Atrapado en el tiempo" y a ellos
como al de "Una terapia peligrosa". Quizá ya no nos importa saludar
al mismo pesado todos los días en la misma esquina, como ya nos hemos acostumbrado
a la colonización de nuestras pantallas y portadas por parte de esas caras
eternas, de esos argumentos fractales
desplegados hasta el infinito.
Harold
Ramis, además de reír, nos hizo pensar y ese ha sido el éxito de algunas de sus
películas, que han prendido en la cultura popular. Nos dio metáforas para vivir
con ellas y nos hizo sentir un pequeño escalofrío, seguido de una sonrisa, en
el momento de apagar el despertador cada mañana. Descanse en paz.
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