Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La muerte de Osama Bin Laden cierra y abre una etapa de nuestra historia contemporánea. Lo que comenzó un 11 de septiembre en Nueva York, se ha señalado frecuentemente, fue una nueva forma global de la política en la que el terror pasaba a ser un telón de fondo permanente y un sangriento protagonista ocasional. Lo que hasta entonces tenía transcendencia local en sus efectos pasó a ser un condicionante de la vida política y una variable importante económica. La acción del 11-S fue un golpe que desvió la trayectoria de la Historia. Desconozco si el propio Osama Bin Laden fue consciente de lo que hizo o simplemente buscaba la muerte del mayor número posible de personas.
Además del elevadísimo número de víctimas en los múltiples atentados, anteriores y posteriores —entre los que se encuentran los doscientos muertos de los atentados de Madrid en el 11 de marzo— organizados por el terrorista y su organización, la principal víctima de sus acciones ha sido el mundo árabe. El terrorismo de Osama Bin Laden sirvió para estigmatizar al conjunto de los países y convertirlos en potenciales enemigos y nidos de terroristas a la vista del resto de la comunidad internacional. Bin Laden ha sido su peor enemigo.
Los dictadores de los países árabes utilizaron la excusa del terrorismo de Al Qaeda para reprimir a sus propios pueblos. Hasta hace unos días, el dictador Muamar el Gadafi seguía invocando el nombre del terrorista muerto como muestra de sus favores a Occidente. La amenaza del terrorismo islamista ha sido la excusa para la ausencia de libertades y el aumento del control social. Todos estos dictadores se han presentado como el freno a Al Qaeda. Cada muerto por la represión, también puede sumarse a la negra y larga lista de Bin Laden. Los muertos por la libertad son también sus víctimas.
En las manifestaciones en Libia, en Marruecos —las penúltimas víctimas, hace unos días—, se han exhibido carteles señalando "no al terrorismo", “no somos terroristas, queremos libertad”, etc., porque el efecto simplista de los atentados del 11-S, de Londres y Madrid, fue meter en el mismo saco a todo el que tuviera su origen en un país islámico. El mundo árabe y el Islam fueron condenados en su conjunto. Con presentar a los que buscaban libertad como terroristas, Occidente miraba hacia otro lado. Eso se ha terminado o debería hacerlo.
Bin Laden dividió en dos al mundo árabe islámico; por un lado quedaban los que daban rienda suelta a su anti occidentalismo acomplejado y odio a Israel celebrando las muertes de Nueva York, Londres o Madrid como auténticos logros y, por otro lado, los que entendían que la sangre derramada allí no iba a suponer ningún beneficio a la causa árabe, sino más bien un recelo universal. Osama Bin Laden consiguió que las imágenes que salieron al mundo tras los atentados criminales fueran las de las celebraciones callejeras en muchos lugares, manifestaciones en última instancia de la impotencia para llevar sus causas por otros derroteros. Era el socorrido recurso a la alegría por el mal ajeno, la impotencia recreándose en su propia incapacidad.
Hoy el mundo árabe y la percepción que tenemos de él han cambiado. Desde que comenzaron en enero los levantamientos populares, hemos visto a cientos de miles de personas ansiosas de libertad y desmarcándose del estigma terrorista y de la simpatía o connivencia con sus métodos. Personas que han dado su vida y la siguen dando por ideales honestos que se han ganado las simpatías de todo el mundo. Todas esas personas que salen a decir que no son terroristas saben que el camino que han emprendido es el de la convivencia internacional, el de la ruptura del victimismo tradicional que ha hecho crecer su resentimiento en vez de reunir las fuerzas para reconstruir sus países. En última instancia, lo que Bin Laden prometía era un lugar en el paraíso y muy pocos cambios en la tierra. Su discurso no daba para más.
Entre el camino de Osama Bin Laden y el de la libertad, mayoritariamente se han decantado por el segundo, el que pone una esperanza de futuro en su propio esfuerzo y no en la muerte o desgracia de los demás.
El triunfo de la democracia en estos países, hoy levantados por su auténtica causa, la de su libertad y progreso, será el golpe definitivo a la falsa causa del terror. Tendrán que convencer a los reticentes del abandono de la vía violenta y dejar de usarlos como chantaje para conseguir beneficios. Ni la vía del terror ni la de negociar su control son las que crean futuro. Hasta ahora solo han traído muertes y represión.
La verdadera desaparición de Osama Bin Laden se producirá cuando la vía que abrió deje de ser una tentación y se vea rechazada por los mismos pueblos para los que se diseñó. Esperemos que Occidente haya aprendido la lección en lo que le afecta. Hay que apoyar democracias y no dictaduras porque la factura por nuestra seguridad hoy puede ser el germen del terror de mañana. La democracia es siempre la mejor causa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.