Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
No hay
doctrina más manipuladora que el nacionalismo.
Lo es principalmente porque la mayor parte de sus argumentos son de carácter
emocional y se intensifican por la vía más fácil, la del miedo. No hay que
confundir el nacionalismo como
doctrina con el patriotismo, ni este
con el exceso del patrioterismo, en
el que cae de la misma forma, por el exceso emocional.
En el
nacionalismo convergen una serie de ideas y estereotipos propios y ajenos, es
decir, sobre lo que uno es y sobre lo que son los demás, que van mucho más allá
de lo que es el compromiso con la ciudadanía y el futuro del propio país en el
que se vive.
A lo
que estamos asistiendo es al crecimiento del sentimiento nacionalista cuyos
efectos son los del refuerzo de una identidad dura que se basa las más de las
veces en la negación de los demás, en la superioridad respectos a los otros
amparada en la posesión de algún tipo de don, cualidad o verdad que los demás
no poseen y que define al grupo.
El
crecimiento se está produciendo por todo el mundo y no augura nada bueno. Una
perspectiva mediana de la historia de los últimos doscientos años no muestra
que no es nada bueno, que solo ha llevado a enfrentamientos y conflictos de
todo orden.
Las
doctrinas nacionalistas suelen ser máquinas de traducción, poseen la capacidad de reinterpretar las situaciones
y los hechos para tejer una narrativa que les refuerce. Normalmente, se
justifica su existencia ante las amenazas, reales o imaginarias, del propio
grupo que tiende a situarse en el centro, desplazando a la periferia a todos
los demás. En ese centro se sitúa su propia interpretación y descripción además
de las consideraciones de los otros como agentes de desvío.
El
nacionalismo llama al nacionalismo. Es un efecto llamada que mimetiza el
exitoso mensaje. El ejemplo más claro lo tenemos en España, donde el
secesionismo nacionalista catalán ha ayudado a crear un movimiento nacionalista
como VOX, que a su vez ejerce presión sobre el resto de las fuerzas políticas
forzándoles a redefinir sus propios discursos. Los datos de composición de los
votantes de VOX en Andalucía nos muestran la variedad de las procedencias y la
preocupación central: el secesionismo y la inmigración, ambas vistas amenazas
reales contra España.
El
diario El País nos da cuenta del renacer en las calles del UKIP, cuyos
seguidores han salido a reclamar el Brexit duro, uno que dé una lección clara a
una Europa manejada por los alemanes:
"¡Que maravillosa visión de
Bretaña!", ha jaleado Robinson a sus miles de seguidores desde el estrado
dispuesto en Westminster, bajo los cánticos de "¿Qué queremos? Brexit.
¿Cuándo lo queremos? ¡Ahora!". Alguno de los asistentes se ha dejado
fotografiar sonriente con una soga de ahorcado.
El castigo, según él, que merecen los
políticos que han traicionado a Reino Unido.*
El
mundo se vuelve polarizado, ellos y nosotros, nosotros y ellos. Se vuelve a la
pureza de las naciones, a sus distancias higiénicas para no mezclarse con
aquellos que la contaminan. Los partidarios del Brexit ya tienen las calles...
y a los culpables, a los traidores que han sacado al Reino Unido de su destino
para llevarlo a la sumisión a los poderes foráneos, a una Europa. Lo isleño —lo
aislado— vuelve a tomar forma emocional en un mundo al que se le puede dar la
vuelta en poco más de 24 horas.
En el
caso de VOX sorprenden algunos aspectos que se han añadido al pack básico del
nacionalismo. Me ha llamado la atención en especial el ataque a las llamadas
"leyes ideológicas", en una divertida construcción de juristas de
cafetería. Hay que dividir también las leyes separando las que a uno le gustan,
que son principios eternos, de
aquellas que otros hacen, merecedoras de trituradoras de papel.
Especialmente
duros con las leyes "feministas", una concesión a la idea de que los
varones representan lo mejor de la patria, caballeros delicados en continua admiración
del eterno femenino a cuyos pies se rinden con piropo inspirado. La rabia
furibunda contra el feminismo, es decir, contra la igualdad de género choca con
una visión tradicionalista de la familia en la que cada uno tiene su función en
ámbitos distintos.
Todo
aquello que se aleje de esa España caballerosa y caballeresca, depósito de
virtudes amenazadas desde fuera por las modernidades
se entremezcla con la idea de que todo te lo están robando. La idea la ha llevado Donald Trump al extremo, junto con
Reino Unido. No en vano, Nigel Farage, el líder del UKIP, fue de los primeros
en ser recibido por Trump en su Torre de Nueva York. No hay que desestimar el
poder de esta idea, cuyo correlato es el proteccionismo.
En un
mundo en el que el trabajo se ha convertido en un bien escaso y cada vez peor
pagado, no es de extrañar que sean los dos extremos, los que buscan primer
empleo y los jubilados los que se sientan más atraídos por la idea del
proteccionismo que el nacionalismo les ofrece. En ambos casos es el miedo el
factor esencial. Es el miedo a ser explotado toda tu vida y el miedo a que te
roben tus pensiones al final de ella. Con ambos miedos se juega.
El
nacionalismo necesita, además, crear una imagen de "reconquista". Ha
sido esta la palabra que más han destacado los medios españoles en los
discursos de VOX. Indudablemente, los discursos nacionalistas juegan de forma
burda con los dobles sentidos y las ambigüedades semánticas. Se ha calcado,
además, la idea de "volver a hacer" grande al país, sin precisar si
hay que volver a conquistar América o
algún otro momento especial de la Historia en el que se sientan especialmente a
gusto.
No ha
tardado mucho en aparecer en España el nacionalismo ultraderechista renovado.
En un mundo de confusas ideologías —si es que pueden ser llamadas todavía así—,
el nacionalismo ofrece un discurso claro y directo. Tiene una mitificación de
lo propio y unos enemigos de carne y hueso contra los que dirigir el mensaje.
Estos son el cambio climático, el feminismo igualitario, la inmigración, los
homosexuales, etc. Todos se fundamentan en una idea tradicionalista de
religión, familia y patria, llevadas al extremo. Lo vemos en Rusia, Alemania,
Reino Unido, Estados Unidos... y ahora en España.
Las
cosas no surgen solas. Hay que ser críticos para evitar seguir dando razones
que una vez puestas en marcha avanzan con paso firme ante las luchas de los
otros, que se responsabilizan mutuamente. En cada país tendrá sus causas, pero
hay algunas comunes. El discurso del miedo y la agresión tiene atractivo porque
tiene mucho que ver con la desprotección que se ha ido produciendo en el
tiempo, por una creciente desigualdad sin freno, y un concepto conflictivo
retórico de la política que ha minado la confianza en las instituciones
democráticas.
Podemos
echarle la culpa a muchas cosas por la aparición del nacionalismo, pero
deberíamos revisar nuestras propias conductas antes de que sea demasiado tarde.
Este mundo trivial e implacable, pragmático y desconsiderado que llevamos
tiempo creando tiene como resultado unas doctrinas emocionales que dan
respuestas simples y promesas sin fin, que plantan cara a los fantasmas, como los
desafiantes Salvini a los gigantes inhumanos, como los Farage y compañía.
No
hemos comprendido todavía que el mundo ha cambiado y que se conquista cada día,
que los discursos verticales han caído en descrédito o en el vacío, y que son
las fuerzas horizontales las que dan las victorias conectando a través del
agravio. Son las clases políticas las que han sembrado el desánimo convirtiéndose
en distantes figuras manejadas por sus directores de comunicación alejándose de
las gentes y sus problemas reales.
Todas las advertencias que llegaron desde
2010 en adelante, como resultado de una crisis económica que el mundo vio como
un gigantesco engaño de banqueros y políticos que acabaría pagando el pueblo. Las teorías sobre la conspiración han hecho el resto. Han abierto el camino a los salvadores.
Ha
fallado el liderazgo comprometido, demostrar que aquello no se volvería a
permitir y que se trabajaría por un mundo mejor y más solidario. Pero se
desaprovechó la ocasión y ahora lo padecen muchos países, en sus calles de
nuevo tomadas por movimientos que reivindican lo que se les niega
con razón o sin ella. La violencia empieza a ser una forma aceptada de actuación política. Ya no incomoda tanto.
El
mundo, como los cuadros, debe verse con cierta distancia para que ejerza su
efecto. Y el efecto de lo que vemos ahora mismo es desolador. Asistimos al
desmantelamiento de las instituciones internacionales que garantizan la paz y
un orden mundial más solidario. Asistimos a la violencia cotidiana más allá de las
guerras y al sufrimiento causado por luchas egoístas por el poder y el dominio
regional, como ocurre en Siria o Yemen. Asistimos al espectáculo bochornoso de
la creciente xenofobia y el racismo, a ver sentados en los banquillos del mundo
a dirigentes y ex dirigentes corruptos que han estado al frente de instituciones y
países durante años o décadas.
De todo
esto se alimentan los grupos que prometen la espada de fuego. Y arrasan con
todo lo que pueden para acelerar el desmoronamiento de las instituciones
creadas en décadas para volver a las raíces con las que se alimentaron los
conflictos durante siglos. En vez de arriesgarnos por construir un futuro con imaginación, nos dirigimos a pasados cuyos desastres son conocidos. El sentimentalismo nacionalista no trae ideas, solo ambiciones y frustraciones cuando no se cumple.
Es
necesario volver a redefinir la idea de patriotismo. Deberían comenzar por dar
ejemplo aquellos que convierten los países en escenario de enfrentamiento
continuo y los que viven del sensacionalismo que provoca el choque. Cada vez
son más necesarias voces mesuradas y no voces estridentes. Es la única forma de
evitar el avance del cangrejo. Pero mucho me temo que es difícil encontrarlas.
El sistema ha hecho todo lo que ha podido para enterrarlas.
*
"Miles de ultraderechistas exigen que Reino Unido salga ya de la UE"
El País 9/12/2018
https://elpais.com/internacional/2018/12/09/actualidad/1544369205_661692.html
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