Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Con el
titular "¿De verdad llegaron a la Luna?", Rafael Clemente, ingeniero
y antiguo director de lo que fuera el Museo de la Ciencia y hoy Caixa Forum de
Barcelona, hace un recorrido por la descreencia en la llegada a nuestro satélite
hace cincuenta años. No deja de ser curioso que sea este el signo de los
tiempos.
Nuestra
capacidad de crear versiones paralelas o contradictorias de las cosas nos ha
llevado a esta paradojo de vernos sumergidos —algunos, ahogado— en no saber qué
decidir sobre lo que nos dicen que ocurre o pasa en el mundo. Aquello que
debería servirnos para creer se ha convertido, por el contrario, en fuente de
dudas, anulando nuestra capacidad de decidir y viviendo de forma permanente en
el filo de una navaja bien afilada sobre la que vivimos en permanente
equilibrio.
Escribe
Rafael Clemente en su artículo:
Dicen las encuestas que entre el 10% y el 20%
de la población (las cifras varían por regiones y países) está convencida de
que los vuelos a la Luna fueron una fantasía o –peor— un colosal engaño.
Internet está plagado de comentarios en ese sentido y de intervenciones de
“expertos” que lo atestiguan, esgrimiendo pruebas irrefutables.
El
texto hace un repaso de algunas de algunas burdas teorías y de otras más elaboradas
sobre esta cuestión del viaje y la Luna, del si se pisó o si solo se dieron un
garbeo por los alrededores. De 10 al 20% no me parece mucho, la verdad, para el
ruido que suelen meter con estas cosas. Mientras se mantengan en esas cifras,
la realidad está a salvo y podemos seguir con las celebraciones del aniversario
de la "presunta" llegada.
La
presunción de ocurrencia debería ser el margen de confianza que se le da a
algún hecho que otros cuestionan sin miramientos, acusando a los demás de
conspirar para hacer creer al mundo unas historias poniendo en marcha complejos
planes.
Se
empezó recelando de los dioses y los milagros, y se ha acabado dudando de casi
todo lo que nos ponen por delante, ya sea como presente o como pasado. Por
dudar, dudamos también del futuro, como hace Donald Trump sobre lo que nos
espera con el inexistente "cambio climático", una conspiración de
China para frenar el poderío norteamericano, según su propia interpretación y
la de sus portavoces ente los medios.
Con
todo, es la prensa la que se lleva la peor parte de la incredulidad reinante.
Ante ella, hemos pasado de ser personas interesadas en lo que ocurre en el
mundo más allá de lo que cubre la vista, a dudar de cada una de sus palabras e
imágenes. Todo es humano, todo es retocable por la mano de los expertos
que nos cambian lo que pensamos que es real.
Nacida
para contarnos el mundo y darle forma, la prensa se encuentra bajo sospecha
como principal vehículo de la realidad. La ilusión se ha roto y solo queda la
ficción de la realidad, nombre presuntuoso de lo que aceptamos. Son los mayores
mentirosos los que más disfrutan atacando a la prensa. Es la táctica del
calamar, ensuciando el agua cristalina para que todo aparezca bajo la luz de la
duda, estado natural del ser humano.
No hemos
vuelto iconoclastas absolutos a la vez que nuestra credulidad se ha disparado
hasta cotas impensables. En efecto, debería ser que los que dudan de ciertas
cosas, lo hicieran desde una perspectiva metódica y generalizada. Pero no es
así.
La duda
es muy selectiva y mientras que se dudan de muchas cosas que parecen reales, se
cree a pies juntillas en otras cosas que son a primera vista increíbles. El
mismo que dice no creer en el aterrizaje en la Luna puede creer haber sido
abducido sin ningún género de dudas. Aquel que no cree que hayamos pisado el
suelo del planeta puede se acérrimo defensor de una tierra hueca, poblada por
especies desaparecidas en la superficie y en la que habitan rubias como Raquel
Welch (que era morena) en aquella película inverosímil titulada Hace un millón de años (1966). ¿Por qué
no?
Al
"Pienso luego existo" cartesiano le ha seguido un uso abusivo de la
duda que nos ha llevado a una nueva dimensión ontológica, "soy engañado,
luego existo", que es igual de filosófica que la primera. Descartes dudaba
de los sentidos, de su capacidad de aprehender. Nosotros dudamos de los
sentidos, de las intenciones, de nuestro cerebro, de si dormimos o estamos
despiertos, de si somos máquinas con inteligencia artificial programadas para
pensar que son humanas y se ven sometidas al Test de Turing.
Lo de
la Luna ya es un clásico. Nuestras dudas se extienden ya a nosotros mismos,
arrastrados por las ficciones que van un paso más allá, por la filosofía
especulativa imparable en su rodar por la pendiente del descreimiento. Roto el
pacto de la credulidad, todo queda bajo sospecha.
Hitchcock
tenía razón cuando nos hizo dudar de si éramos nosotros o nuestras madres (Psicosis). de si debíamos creer a nuestro tío (La sombra de una duda) o de si la ley de la gravedad
era neutral (Vértigo). Todos nos llamamos Kaplan y vamos de hotel en hotel hasta
llegar a una Viena en la que nos espera el difunto Harry Lime, El tercer hombre, al que perseguimos —por obra y gracia de Graham
Green y Carol Reed— por las oscuras alcantarillas mientras suena la música de
la cítara de Anton Karas. El mundo ya no es un gran teatro, como quería Calderón, sino una mezcla de publicación
sensacionalista, videojuego y película en 3D a la que asistimos en sesión
continua. La duda está ahí y lo malo es que no tenemos muchos argumentos para
combatirla porque la verdad suele ser insípida frente al condimento sabroso de
las teorías conspiratorias.
En el
fondo hay que darle la razón a Nietzsche y Foucault: está la voluntad de verdad. No son los hechos o
razonamientos, las pruebas o los cálculos irrefutables, los que nos convencen.
Es la autoridad la que se impone haciendo que aceptemos y no cuestionemos. La
duda se alimenta por la falta de autoridad de quien afirma. Por eso se
resquebrajan sus versiones y pueden colarse otras que minan la autoridad con su
insolencia. Es el reinado la duda dogmática.
Las previsiones que el arte y los expertos nos dan del futuro es un mundo en el que elegiremos vivir en la realidad o en nuestras fantasías, mucho más atractivas y diseñables a nuestro gusto. De las obras de Philip K. Dick a Ready Player One, se nos ofrecen recuerdos falsos gratificantes (un pasado inventado) o fantasías de diseño para el futuro. casi siempre acaban mal.
Resaltan
los que estudian estas teorías conspiratorias, las "verdades
alternativas", etc. que pese a rebatirlas siguen vivitas y coleando. Lo
hacen porque quienes las creen quieren creerlas y sienten rechazo por las que
les llegan dadas. Así funcionamos, se empieza votando a un partido y se acaba votando la realidad misma. Homo elector.
Demos una oportunidad a los hechos, asumamos la presunción de ocurrencia, como un derecho de la realidad a ser creída mientras no se demuestre lo contrario.
*
Rafael Clemente "¿De verdad llegaron a la Luna?" El País 18/12/2018
https://elpais.com/elpais/2018/12/17/ciencia/1545043990_336704.html
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