viernes, 7 de diciembre de 2018

El lobo virtual o sobre mentiras y tecnología

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Uno de los artículos que publica la revista Investigación y Ciencia de este mes (diciembre 2018 nº 507) lleva por título "Clics, mentiras y cintas de vídeo"*, parodiando el título de la película "Sexo, mentiras y cintas de vídeo", que supuso un gran éxito para su director, un principiante llamado Steven Soderberg (Sex, Lies and Videotapes 1989). Va encabezado como "Inteligencia artificial", lo firma Brooke Borel y lleva la siguiente entradilla: "La inteligencia artificial permite que cualquiera manipule audios o vídeos. El mayor peligro es que nos lleve a no confiar absolutamente en nada" (p. 31).
El principio enunciado no lleva más allá de la inteligencia artificial, cajón de sastre del mismo tamaño que el de "internet", macro conceptos que no significan gran cosa en sí y cuyos árboles no dejan ver el bosque. Nos lleva a los orígenes, al pastor que gritaba "¡que viene el lobo!" cuando el lobo no venía. Hasta que llegó. Quizá los tiempos que corren han creado una nueva versión en al que todo el mundo grita que "el lobo no viene" pero la mayor parte de las veces sí lo hace.
No creo que sea la "inteligencia artificial", concepto baúl, lo que este creando los problemas. Se quejan en el artículo igualmente de la sobreedición de imágenes, de que los vídeos estén demasiado editados y se pierda la referencia de la realidad en los programas informativos.


Quizá lo que hemos perdido es el sentido de la realidad, a la que ya no miramos directamente, sino a través de las pantallas. Es posible que la gente consiga más placer viendo sus propios vídeos porno que durante la relación sexual que le sirvió para grabar. Cada vez la realidad es menos real o estamos menos interesando en ella, ya sea como "realidad aumentada" o como "virtualidad" absoluta".
Con todo, la tecnología está al servicio de lo que es un deseo que ha sido satisfecho al límite desde la palabra oral, la escrita y cualquier dispositivo que permitiera su reproducción en cualquiera de sus dimensiones (sonoras, visuales, táctiles, etc.)
El otro día tuve que pedir a mis alumnos que pusieran fotos en sus perfiles de los grupos de trabajo que me permitieran saber quiénes eran, es decir, identificarles. No se trata de que usen iconos, sino de que las fotografías están realizadas mediante aplicaciones de "cámaras" del teléfono móvil que embellecen, retocan o distorsionan la imagen real directamente a gusto del que la realiza. Es decir, la función de la fotografía ya no es ser identificado sino satisfacer el deseo de ser otro de quien la realiza. Más allá de salir más o menos favorecido. Se trata de una cirugía estética virtual que usas como tarjeta de presentación. El resultado es ampliar la distancia entre lo que "somos" y lo que "comunicamos". Quizá es la consagración del "somos lo que comunicamos", lo que nos añade diferentes dimensiones en función de las relaciones virtuales o reales.


El artículo se acaba centrando en la "mentira" y en las "fake news". ¿Nos ocurriré aquello que temen? ¿Dejaremos de creer? ¿Qué consecuencias tiene en los planos individual y social, psicológico y político? Indudablemente, muchas.
Cuando podemos presentarnos de cualquier forma es más difícil el proceso necesario de auto aceptación de la persona, que deja de vivir para sí y se centra en la mirada de los demás, en un ser para los otros mediante la apariencia, que le produce frustración. El termo a no ser aceptado lleva a una constante inseguridad y a un sentimiento de culpa, pues el que engaña sabe que lo hace y se junta la culpa con el miedo a ser descubierto en la impostura.
Hemos creado una sociedad obsesionada con la presencia, con la representación exterior. Eso nos lleva a la trivializar la vida al invertir los valores interiores de las personas para valorar los exteriores. Eso hace estragos hoy, especialmente en aquellas personas que viven etapas de creación de la identidad propia. El disfraz continuado sustituye a la estabilidad de las personas.
Exterioridad y conocimiento limitado son una combinación explosiva que ha producido un deterioro enorme en la densidad de las personas, creando enormes bolsas de inmadurez. La distancia entre las personas que maduran en la vida y las que se quedan estancadas en un ciclo permanente de ensayos de personalidades se hace enorme.
Estamos en una sociedad de pantallas, visual. Esa visualización ya no tiene una conexión con la realidad, sino que crea su propia realidad virtual, consumible. Eso está produciendo enormes bolsas de silencio alternadas por enormes cantidades de cháchara insustancial servida a través de unos medios que alimentan el flujo proponiendo banalidades como forma de medición del tiempo y el espacio. Los realities son el mejor ejemplo de este consumo de falsa vida; son el producto idóneo para una sociedad que se retroalimenta de su propia trivialidad.
Arrinconada la "verdad" (absoluta, eterna, objetiva) por malas lecturas de lo que significa la posmodernidad y el concepto discursivo de la cultura, solo quedan las mentiras, convertir la vida en una campaña en todos los planos. No vivimos directamente, sino para satisfacer la necesidad de ser mirados y admirados.

El diario El País trata la cuestión desde la perspectiva de un "hollow man", Donald Trump, un hombre hueco, cuya superficie es para ser mirada. Lo hace mediante otro título referencial "Todos los mentirosos del presidente", que usaron Bob Woodward y Carl Bernstein para el escándalo de las mentiras de Nixon en el Watergate y que dio lugar a otra película célebre del mismo título, con Robert Redford y Dustin Hoffman interpretando a los periodistas de The Washington Post que descubrieron el pastel de mentiras. El título, a su vez, era otro juego de palabras con "Todos los hombres del rey", la novela premio Pulitzer del gran Robert Penn Warren sobre la corrupción política, también llevada al cine por Robert Rossen con el título "El político" (1949), interpretada por Broderick Crawford. Habría un remake en 2006 dirigido por Steven Zaillian.
A su vez, el título provenía de una canción de Humpty Dumpty, el personaje huevo de Lewis Carroll, en Alicia en el país de las maravillas:

Humpty Dumpty sat on a wall,
Humpty Dumpty had a great fall.
All the king's horses and all the king's men
Couldn't put Humpty together again


Lo que nos lleva metafóricamente a la dificultad de juntar las piezas de la verdad rota, destrozada por un universo en el que ya no podemos distinguir lo verdadero de lo falso para delicia de los embusteros, subespecie que llega muy alto cuando tiene ocasión.
El artículo del diario El País ahonda en la corte de mentirosos que rondan al Mentiroso en Jefe y nos da cuenta de cómo han prometido decir la verdad ante la única realidad que no les es posible ignorar: la cárcel.
Comienza así el artículo:

La mentira está en el centro de la administración Trump desde su llegada misma a la Casa Blanca, cuando el entonces secretario de prensa, Sean Spicer, soltó la falsedad, fácilmente demostrable, de que su investidura presidencial fue la más multitudinaria de la historia. Kellyanne Conway, consejera de Trump, preguntada en la NBC por la trola que había soltado su compañero sin despeinarse, acuñó la memorable expresión de “hechos alternativos”.
La autora de tan brillante eufemismo pertenece hoy al selecto 35% de supervivientes políticos de esa corte (compuesta por “solo lo mejor”, en palabras del propio Trump) de la que se rodeó el 45º presidente para cumplir el mandato del pueblo estadounidense. Muchos de los cortesanos que llegaron con él se encuentran en una situación muy delicada, dos años después, por culpa de sus mentiras.**


La mentira y el engaño no son nuevos. Lo que sí es realmente nuevo es que prefiramos vivir engañados. Aunque haya muchas fórmulas diferentes y muchos ámbitos en los que se pueda distinguir, lo cierto es que vivir de forma inauténtica, rodeados de mentiras, apartando engaños a cada momento, con gente que deja  sus mentiras diarias a nuestros pies no es la mejor manera de vivir.
No creo que Trump sea el único mentiroso en la presidencia de un gobierno. Sí, quizás, sea el más activo y el que ha hecho de ella una forma de gobernar al sembrar de mentiras todo lo que le rodea. Ha servido para comprobar que no llamamos mentira a lo que queremos creer, a nuestros engaños favoritos. Del cambio climático a lo dicho sobre el príncipe Mohamed Bin Salman, la boca de Trump y los que le sirven de portavoces es como una cloaca invertida por la que se vierten al mundo embustes de todos los calibres.
La culpa no la tiene la Inteligencia Artificial ni la moderna tecnología, que son, como diría Marshall McLuhan, "extensiones" de nuestras mentiras, herramientas tecnológicas sofisticadas para difundir lo que nace en las mentes de los embusteros, en sus cálculos interesados. La App que nos hace guapos y distintos, que alisa nuestra piel y la limpia de imperfecciones, es una mentirijilla de gente insegura. Pero casi nunca sale nada bueno de las mentiras, como tendrán ocasión de comprobar algunos dentro de poco y otras ya están apreciando.
Pero las mentiras se acumulan en todos los niveles. La vida política misma se ha convertido en un ejercicio constante de aplicación del detector de mentiras entre unos y otros. Así es difícil construir algo que no sean burdas o refinadas fantasías de pasado, presente o futuro. 


Sostiene Pablo Guimón en El País que la exigencia de lealtad ha llevado a que el círculo de Trump sea un círculo mentiroso. Es cierto. Se ha rodeado de lo que necesitaba para poder vivir su propia fabulación, personas que mintieran por él y con él. Ahora nadie sabe qué es verdad y asistimos al bochornoso espectáculo de la caída uno tras otro de los colaboradores y asesores presidenciales. Pero Trump no es más que el episodio piloto de una serie que se promete larga, de muchas temporadas en el futuro en muchos otros lugares del mundo, un "Arriba y abajo" de la mentira como estado normalizado.
El peligro de dejar de creer —o de no saber ya qué creer— sí es real y hace que la gente que sí dice la verdad o lo que piensa lo tenga mucho más difícil para advertirnos de lobos y dragones. No saber a quién creer es una gran enfermedad social. Significa que hemos perdido las referencias, que seguimos a cualquier flautista, que nos seducen las más brillantes baratijas. Es una forma de enfermedad social.


* Brooke Borel "Clics, mentiras y cintas de vídeo" Investigación Ciencia nº 507 - diciembre 2018, pp. 31-35.
** Pablo Guimón "Todos los mentirosos del presidente" 6/12/2018 https://elpais.com/internacional/2018/12/06/estados_unidos/1544122608_965624.html

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