Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Uno de
los artículos que publica la revista Investigación y Ciencia de este mes
(diciembre 2018 nº 507) lleva por título "Clics, mentiras y cintas de
vídeo"*, parodiando el título de la película "Sexo, mentiras y cintas
de vídeo", que supuso un gran éxito para su director, un principiante
llamado Steven Soderberg (Sex, Lies and
Videotapes 1989). Va encabezado como "Inteligencia artificial", lo
firma Brooke Borel y lleva la siguiente entradilla: "La inteligencia
artificial permite que cualquiera manipule audios o vídeos. El mayor peligro es
que nos lleve a no confiar absolutamente en nada" (p. 31).
El
principio enunciado no lleva más allá de la inteligencia artificial, cajón de
sastre del mismo tamaño que el de "internet", macro conceptos que no
significan gran cosa en sí y cuyos árboles no dejan ver el bosque. Nos lleva a
los orígenes, al pastor que gritaba "¡que viene el lobo!" cuando el
lobo no venía. Hasta que llegó. Quizá los tiempos que corren han creado una
nueva versión en al que todo el mundo grita que "el lobo no viene"
pero la mayor parte de las veces sí lo hace.
No creo
que sea la "inteligencia artificial", concepto baúl, lo que este
creando los problemas. Se quejan en el artículo igualmente de la sobreedición
de imágenes, de que los vídeos estén demasiado editados y se pierda la
referencia de la realidad en los programas informativos.
Quizá lo
que hemos perdido es el sentido de la realidad, a la que ya no miramos
directamente, sino a través de las pantallas. Es posible que la gente consiga
más placer viendo sus propios vídeos porno que durante la relación sexual que
le sirvió para grabar. Cada vez la realidad es menos real o estamos menos
interesando en ella, ya sea como "realidad aumentada" o como
"virtualidad" absoluta".
Con
todo, la tecnología está al servicio de lo que es un deseo que ha sido
satisfecho al límite desde la palabra oral, la escrita y cualquier dispositivo
que permitiera su reproducción en cualquiera de sus dimensiones (sonoras,
visuales, táctiles, etc.)
El otro
día tuve que pedir a mis alumnos que pusieran fotos en sus perfiles de los
grupos de trabajo que me permitieran saber quiénes eran, es decir,
identificarles. No se trata de que usen iconos, sino de que las fotografías
están realizadas mediante aplicaciones de "cámaras" del teléfono
móvil que embellecen, retocan o distorsionan la imagen real directamente a
gusto del que la realiza. Es decir, la función de la fotografía ya no es ser
identificado sino satisfacer el deseo de ser otro de quien la realiza. Más allá
de salir más o menos favorecido. Se trata de una cirugía estética virtual que
usas como tarjeta de presentación. El resultado es ampliar la distancia entre
lo que "somos" y lo que "comunicamos". Quizá es la consagración
del "somos lo que comunicamos", lo que nos añade diferentes
dimensiones en función de las relaciones virtuales o reales.
El
artículo se acaba centrando en la "mentira" y en las "fake
news". ¿Nos ocurriré aquello que temen? ¿Dejaremos de creer? ¿Qué
consecuencias tiene en los planos individual y social, psicológico y político?
Indudablemente, muchas.
Cuando
podemos presentarnos de cualquier forma es más difícil el proceso necesario de auto
aceptación de la persona, que deja de vivir para sí y se centra en la mirada de
los demás, en un ser para los otros mediante la apariencia, que le produce frustración.
El termo a no ser aceptado lleva a una constante inseguridad y a un sentimiento
de culpa, pues el que engaña sabe que lo hace y se junta la culpa con el miedo
a ser descubierto en la impostura.
Hemos
creado una sociedad obsesionada con la presencia, con la representación
exterior. Eso nos lleva a la trivializar la vida al invertir los valores
interiores de las personas para valorar los exteriores. Eso hace estragos hoy,
especialmente en aquellas personas que viven etapas de creación de la identidad
propia. El disfraz continuado sustituye a la estabilidad de las personas.
Exterioridad
y conocimiento limitado son una combinación explosiva que ha producido un
deterioro enorme en la densidad de las personas, creando enormes bolsas de
inmadurez. La distancia entre las personas que maduran en la vida y las que se
quedan estancadas en un ciclo permanente de ensayos de personalidades se hace
enorme.
Estamos
en una sociedad de pantallas, visual. Esa visualización ya no tiene una
conexión con la realidad, sino que crea su propia realidad virtual, consumible.
Eso está produciendo enormes bolsas de silencio alternadas por enormes
cantidades de cháchara insustancial servida a través de unos medios que
alimentan el flujo proponiendo banalidades como forma de medición del tiempo y
el espacio. Los realities son el
mejor ejemplo de este consumo de falsa vida; son el producto idóneo para una
sociedad que se retroalimenta de su propia trivialidad.
Arrinconada
la "verdad" (absoluta, eterna, objetiva) por malas lecturas de lo que
significa la posmodernidad y el concepto discursivo de la cultura, solo quedan
las mentiras, convertir la vida en una campaña en todos los planos. No vivimos
directamente, sino para satisfacer la necesidad de ser mirados y admirados.
El
diario El País trata la cuestión desde la perspectiva de un "hollow
man", Donald Trump, un hombre hueco, cuya superficie es para ser mirada.
Lo hace mediante otro título referencial "Todos los mentirosos del
presidente", que usaron Bob Woodward y Carl Bernstein para el escándalo de
las mentiras de Nixon en el Watergate y que dio lugar a otra película célebre
del mismo título, con Robert Redford y Dustin Hoffman interpretando a los
periodistas de The Washington Post que descubrieron el pastel de mentiras. El
título, a su vez, era otro juego de palabras con "Todos los hombres del
rey", la novela premio Pulitzer del gran Robert Penn Warren sobre la
corrupción política, también llevada al cine por Robert Rossen con el título
"El político" (1949), interpretada por Broderick Crawford. Habría un
remake en 2006 dirigido por Steven Zaillian.
A su
vez, el título provenía de una canción de Humpty Dumpty, el personaje huevo de
Lewis Carroll, en Alicia en el país de las
maravillas:
Humpty Dumpty sat on a wall,
Humpty Dumpty had a great fall.
All the king's horses and all the king's men
Couldn't put Humpty together again
Lo que
nos lleva metafóricamente a la dificultad de juntar las piezas de la verdad
rota, destrozada por un universo en el que ya no podemos distinguir lo
verdadero de lo falso para delicia de los embusteros, subespecie que llega muy
alto cuando tiene ocasión.
El
artículo del diario El País ahonda en la corte de mentirosos que rondan al Mentiroso
en Jefe y nos da cuenta de cómo han prometido decir la verdad ante la única realidad
que no les es posible ignorar: la cárcel.
Comienza
así el artículo:
La mentira está en el centro de la
administración Trump desde su llegada misma a la Casa Blanca, cuando el
entonces secretario de prensa, Sean Spicer, soltó la falsedad, fácilmente
demostrable, de que su investidura presidencial fue la más multitudinaria de la
historia. Kellyanne Conway, consejera de Trump, preguntada en la NBC por la
trola que había soltado su compañero sin despeinarse, acuñó la memorable
expresión de “hechos alternativos”.
La autora de tan brillante eufemismo
pertenece hoy al selecto 35% de supervivientes políticos de esa corte
(compuesta por “solo lo mejor”, en palabras del propio Trump) de la que se
rodeó el 45º presidente para cumplir el mandato del pueblo estadounidense.
Muchos de los cortesanos que llegaron con él se encuentran en una situación muy
delicada, dos años después, por culpa de sus mentiras.**
La
mentira y el engaño no son nuevos. Lo que sí es realmente nuevo es que
prefiramos vivir engañados. Aunque haya muchas fórmulas diferentes y muchos
ámbitos en los que se pueda distinguir, lo cierto es que vivir de forma
inauténtica, rodeados de mentiras, apartando engaños a cada momento, con gente
que deja sus mentiras diarias a nuestros
pies no es la mejor manera de vivir.
No creo
que Trump sea el único mentiroso en la presidencia de un gobierno. Sí, quizás,
sea el más activo y el que ha hecho de ella una forma de gobernar al sembrar de
mentiras todo lo que le rodea. Ha servido para comprobar que no llamamos mentira a lo que queremos creer, a
nuestros engaños favoritos. Del cambio climático a lo dicho sobre el príncipe
Mohamed Bin Salman, la boca de Trump y los que le sirven de portavoces es como
una cloaca invertida por la que se vierten al mundo embustes de todos los
calibres.
La
culpa no la tiene la Inteligencia Artificial ni la moderna tecnología, que son,
como diría Marshall McLuhan, "extensiones" de nuestras mentiras,
herramientas tecnológicas sofisticadas para difundir lo que nace en las mentes
de los embusteros, en sus cálculos interesados. La App que nos hace guapos y
distintos, que alisa nuestra piel y la limpia de imperfecciones, es una mentirijilla
de gente insegura. Pero casi nunca sale nada bueno de las mentiras, como
tendrán ocasión de comprobar algunos dentro de poco y otras ya están
apreciando.
Pero las mentiras se acumulan en todos los niveles. La vida política misma se ha convertido en un ejercicio constante de aplicación del detector de mentiras entre unos y otros. Así es difícil construir algo que no sean burdas o refinadas fantasías de pasado, presente o futuro.
Sostiene Pablo Guimón en El País que la exigencia de lealtad ha llevado a que el círculo de Trump sea un círculo mentiroso. Es cierto. Se ha rodeado de lo que necesitaba para poder vivir su propia fabulación, personas que mintieran por él y con él. Ahora nadie sabe qué es verdad y asistimos al bochornoso espectáculo de la caída uno tras otro de los colaboradores y asesores presidenciales. Pero Trump no es más que el episodio piloto de una serie que se promete larga, de muchas temporadas en el futuro en muchos otros lugares del mundo, un "Arriba y abajo" de la mentira como estado normalizado.
El
peligro de dejar de creer —o de no saber ya qué creer— sí es real y hace que la
gente que sí dice la verdad o lo que piensa lo tenga mucho más difícil para
advertirnos de lobos y dragones. No saber a quién creer es una gran enfermedad
social. Significa que hemos perdido las referencias, que seguimos a cualquier
flautista, que nos seducen las más brillantes baratijas. Es una forma de enfermedad social.
*
Brooke Borel "Clics, mentiras y cintas de vídeo" Investigación
Ciencia nº 507 - diciembre 2018, pp. 31-35.
** Pablo
Guimón "Todos los mentirosos del presidente" 6/12/2018
https://elpais.com/internacional/2018/12/06/estados_unidos/1544122608_965624.html
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