Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
"Yo
debía haber visto esta película hace muchos años", me decía una persona
tras encenderse las luces de la sala. La película no era otra que "La
heredera" (William Wyler 1949), la versión cinematográfica de un texto literario
de Henry James, la novela corta Washington Square, que había sido previamente
llevada a las tablas. La película sigue siendo una obra maestra de la
dirección, la interpretación y la disección psicológica del sentimiento amoroso
en todas las dimensiones, incluida la familiar. Las magníficas interpretaciones
de Olivia de Havilland, Montgomery Cliff, Ralph Richardson y Miriam Hopkins dan
el volumen al dibujo de las formas de ese sentimiento múltiple, complejo y
contradictorio que llamamos "amor".
En la
obra, cada personaje encarna un tipo de "amor" que implica una
ceguera que le afecta y que los demás padecen de una forma u otra. El padre, el
doctor Austin Sloper, está bloqueado por la idealización del recuerdo de la
esposa perdida, injusta vara de medir para la hija, que siempre le parecerá una
mediocridad. Sloper se ha encerrado en sí mismo y ha desarrollado un sentido
cínico de la vida reservando su sentimiento amoroso a la memoria de la esposa.
Su hija, para él, había sido el instrumento que el destino había elegido para arrebatarle
a su esposa, muerta en el parto. "Sé lo que perdí y sé lo que me quedó en
herencia", dice con amargura.
Su
hermana Lavinia, una viuda reciente que representa el amor como una aventura
romántica que vive a través de los otros; son amores novelescos llenos de fugas
nocturnas con galanes, de reencuentros emotivos. El amor en ella no se basa en
su pobre experiencia sino, como tantas otras heroínas decimonónicas, en la
lectura de un mundo filtrado a través de las novelas. La vida social y familiar
de la esposa de un reverendo no daba mucho de sí y se nos transmite por su
rápido deseo de participar en los bailes justificando que los demás no lo verán
como una transgresión del duelo por la muerte de del esposo.
La tía
Lavinia representa las antípodas de su hermano, el doctor Sloper. Es la
fantasía sentimental frente a la sacralización del ideal perdido. Las fantasías
de la tía Lavinia prolongación del mundo novelesco, llevadas a la vida real.
Para Sloper, en cambio, la vida real es un mundo sin amor, del que se ha
retirado en beneficio de su fantasía privada con su esposa.
El
seductor Morris Townsend es una versión más del ascenso social a través del
matrimonio. Es un don Juan, un seductor que busca las presas por su dote. Cada
uno de los personajes lo verán de una manera. Para Sloper, Morris será un
cazadotes del que hay que prevenirse; para la tía Lavinia, una oportunidad para
vivir su fantasía y para ejercer a su manera una especie de caridad amorosa ayudando a su sobrina.
Catherine
Sloper, finalmente, es el centro de disputa. Carente de un amor modelo de
referencia, carente igualmente de las demostraciones de amor de un padre
distante que considera mediocre, carente de atractivos más allá de su herencia,
Catherine se nos muestra inicialmente en todo su patetismo personal y social
como una víctima y como un trofeo. Su mente es un campo de batalla en el que tendrá
que combatir con sus propios deseos y sentimientos para defenderse de todos los
demás. Como descubrirá pronto, es ella su peor enemigo en la lucha contra los
propios sentimientos que aprenderá a controlar, no a eliminar.
A
través de unas extraordinarias interpretaciones y diálogos, asistimos a la
intensidad profunda de la lucha en un combate sentimental en que los personajes
tienen sus propias visiones del amor basadas en sus propias experiencias,
positivas y negativas, y juzgan a los otros desde esas perspectivas.
El sentimiento
amoroso tiene dimensiones sociales y personales. Es una intersección entre el
deseo y la norma social. Las personas se debaten en un universo conflictivo y
contradictorio, necesitadas de una educación sentimental que permita dar forma comprensible
a aquello que no la tenía. El impulso dirige hacia el objeto de deseo y es
frenado por el cálculo que previene la debilidad inherente a la apertura. Y es que
el sentimiento amoroso es siempre arriesgado y hace vulnerables a las personas
que deben protegerse a través de los recursos disponibles, psíquicos y sociales.
En el
caso de Catherine Sloper, se encuentra en un conflicto ante la obediencia
paterna y sus propios sentimientos, alentados por la romántica tía Lavinia.
Pero tendrá que ser ella la que luche por comprender cuál es el camino que ha
de llevarla al puerto sentimentalmente más seguro, que es aquel en el que la
vulnerabilidad es menor. Catherine, como tantos otros, tendrá que avanzar en un
complejo camino, el doble desciframiento del otro y de ella misma.
Escribe
Roland Barthes en su obra "Fragmentos de un discurso amoroso" (1977):
SIGNOS. Ya sea que quiera probar su amor o
que se esfuerce por descifrar si el otro la ama, el sujeto amoroso no tiene a
su disposición ningún sistema de signos seguros.
Es la inseguridad
del signo, de su sentido, lo que hace que la apertura sentimental sea una
operación arriesgada. No hay garantías, de ahí la existencia de la llamada
"prueba de amor", es decir, la confirmación de la interpretación de
los signos amorosos, con los que se puede jugar para conseguir el engaño.
Morris es un seductor. Sus signos son él mismo, su presencia misma y sus actos,
todos ellos destinados a despertar en Catherine un deseo primero y una
confianza después. Será ese deseo el que lleve al autoengaño sobre la verdad de
los signos.
Uno de
los momentos más interesantes de la obra es cuando Catherine descubre que su
tía Lavinia piensa lo mismo que su padre, que ella es una persona a la que no
se puede querer realmente porque no hay en ella nada admirable excepto su
dinero. Catherine descubre entonces que para su tía el amor tienen
esencialmente una dimensión social, forma parte de la escenificación social a
través del matrimonio. No se trata de amor, sino de encontrar un "buen
marido" o un "marido agradable", que pueda exhibirse
socialmente. Hoy lo llamaríamos un "acompañante", alguien a quien
lucir en los festejos de una aburrida vida decimonónica en la que
"sociedad" estaba representada por unas cuantas familias que se
reunían para acontecimientos que festejar, como el baile de notificación de una
boda en la que Morris conoce a Catherine, probablemente de forma premeditada, a
sabiendas ya de su fortuna.
Ante el
discurso amoroso que se le dirige, quien lo recibe debe iniciar un proceso
interpretativo que, como nos dice Barthes, carece de seguridades. Como discurso
puede ser manipulado para actuar sobre el otro de forma sinuosa y conseguir la
finalidad deseada.
El
discurso amoroso utiliza códigos que se van produciendo en el interior de los
sistemas culturales. A ellos se recurre para codificar el discurso hacia el
otro con la esperanza de que se pueda interpretar correctamente el sentimiento
oculto.
En Werther, la novela de Goethe que se
convirtió en un modelo sentimental para varias generaciones, podemos leer en la
carta del 16 de junio:
Carlota había apoyado los codos en el marco
de la ventana y miraba hacia la campiña, luego levantó los ojos al cielo;
después los fijó en mí y vi que los tenía cuajados de lágrimas; por fin, puso
su mano sobre la mía y exclamó: “¡Oh Klopstock!”
Abismado en un torrente de emociones que esta
sola palabra despertó en mi espíritu, recordé al instante la oda sublime que
ocupaba a la sazón el pensamiento de Carlota. No pude resistir: me incliné
sobre su mano, se la llené de besos y de lágrimas de placer, y volvieron mis
ojos a encontrarse con los suyos. ¡Oh insigne poeta! Esta sola mirada, que
debías haber visto, basta para tu apoteosis. ¡Ojalá no vuelva yo a oír
pronunciar tu nombre tan frecuentemente pronunciado!
El
arrebato del joven Werther se produce cuando escucha el nombre del poeta
Klopstock y cree identificar en su mención por Lotte la misma oda. La cadena de
traducciones románticas va de la visión de la belleza de la naturaleza a la
belleza artística como recuerdo a través del recuerdo de la oda. Una palabra
dicha entre lágrimas de emoción, un signo, "¡Klopstock!", es recibido
por Werther como un mensaje de cuya autenticidad no se puede dudar frente a
otros. Naturaleza, lágrima y arte se funden configurando lo que el otro puede
interpretar. Werther, desde su concepción del amor como encuentro de almas
gemelas, realizará el proceso inverso ante los signos que tiene ante sí: la
visión de la emoción de Lotte la palabra, el recuerdo de la oda y las lágrimas,
signo del corazón, del sentimiento. La novela sentimental recibió el título de
"lacrimógena" estableciendo una comunidad de la lágrima entre
personajes y lectores que se deshacen en llanto. El llanto como lo opuesto al
cálculo, a la palabra misma, como expresión natural del sentimiento, signo
inequívoco
En sus
primeras páginas, escribió Goethe esta advertencia y ruego:
He recogido con afán todo lo que he podido
encontrar referente a la historia del desdichado Werther, y aquí os lo ofrezco,
seguro de que me lo agradeceréis. Es imposible que no tengáis admiración y amor
para su genio y carácter, lágrimas para su triste fin.
Y tú, pobre alma que sufres el mismo tormento
¡ojalá saques consuelo de sus amarguras, y llegue este librito a ser tu amigo
si, por capricho de la suerte o por tu propia culpa, no encontraste otro mejor!
Llorar
con ellos, llorar por ellos; ese es el destino del lector y personajes. Serán
lágrimas de dolor, de alegría o de rabia, pero lágrimas que permitirán saber
que los corazones —de personajes y lectores— están en comunión natural.
Pero la
lágrima, como signo, no está exenta de manipulación. También la lágrima se
finge, como el dolor o la alegría, dando ventaja sentimental al fingidor que
logra mostrarse así ante los otros. Todo es signo, todo puede ser fingido. La
misma figura romántica del joven sufriente, dolorido, excesivamente sensible,
será parodiada posteriormente por la literatura posterior.
Ya no
se tratará del excitable Werther, sino de sus imitadores, jóvenes que usas el
recuerdo provocado por la novelas para manipular a sus lectores, especialmente
a aquellas jóvenes que inician su andadura sentimental entre las páginas de los
libros que les cuentan amorosas historias, con galanes intrépidos, enamorados
inconsolables que buscan consuelo y así olvidar esos amores perdidos que nunca
existieron, pero que dan un aura misteriosa y trágica.
Son
manipuladores que han encontrado sus nuevos códigos en esas novelas en donde
aprenden qué deben hacer para seducir. El discurso amoroso tiene el aval de lo
literario, es la confirmación de la verdad poética como verdad de vida. La
emoción antes vista de Lotte es la confirmación lacrimosa de la verdad poética
y natural, ambas conectadas con una Naturaleza que es sentimiento y una poesía
que aspira a serlo.
Al
convertirse el sentimiento en discurso codificado pasa a ser manipulable.
Manipuladores de esos discursos, como el Julian Sorel stendhaliano, los
encontramos a en la literatura y en la vida, ambas en permanente interacción,
proponiendo modelos y trasladándolos a la realidad. Se da forma a lo
sentimental a través de la cultura. Lo que es naturaleza se codifica en las
palabras o situaciones ("figuras" como propone Roland Barthes para su
análisis).
El
análisis de emociones y sentimientos va más allá de lo amoroso. Nuestra
modernidad se abrió emocionalmente durante el siglo XVIII a través de toda una
serie de formulaciones teóricas y prácticas del sentimiento. El restringido
mundo social de se abría a nuevas fórmulas que alentaban a las expresión
sentimental frente a la hipocresía social y a la represión del sentimiento. Es
en el discurso amoroso en donde comienza esa expansión y con ella la lucha por
discernir la verdad de las representaciones sentimentales, su autenticidad o
falsedad.
La
profesora Eva Illouz ha publicado una serie de obras notables sobre el papel de
emociones y sentimientos en la sociedad capitalista, en la que se convierten en
objetos de consumo más allá de lo literario. Escribe en su texto "El
surgimiento del Homo Sentimentalis":
La emoción no es acción per se, sino que es
la energía interna que nos impulsa a un acto, lo que da cierto
"carácter" o "colorido" a un acto. La emoción, entonces, puede
definirse como el aspecto "cargado de energía" de la acción, en el
que se entiende que implica al mismo tiempo cognición, afecto, evaluación, motivación
y el cuerpo. Lejos de ser presociales o preculturales las emociones son
significados culturales y relaciones sociales fusionados de una manera
inseparable, y es esa fusión lo que les confiere la capacidad de impartir
energía a la acción. Lo que hace que la emoción tenga esa "energía"
es el hecho de que siempre concierne al yo y a la relación del yo con otros
situados culturalmente. (15)
La emoción es manifestación, signo. Lo es a
través de la palabra o a través del cuerpo, del gesto. El sentimiento se
transforma culturalmente para su exteriorización. No ser presociales o
preculturales, como señala Illouz, implica que es una forma de codificación
aceptada culturalmente, lo que nos lleva también a una interculturalidad del
sentimiento en lo que afecta a su representación. El estudio de esta diversidad
de la representación es interesante, como lo son también los mecanismos de
transferencia intercultural de los sentimientos.
Primero
la literatura —novela, teatro, poesía— y después el cine ha contribuido a esa
expansión de los modelos, incluidos los problemas que presentan las diferencias
entre culturas. Si ya es compleja la lucha para determinar la verdad del
discurso amoroso, más complejo será cuando los códigos sean más divergentes y
produzcan el malentendido, el error o la falsificación del contacto. Madame Butterfly nos enseña la tragedia
del sentimiento asimétrico por las distancias interculturales. La indefensión
ante el discurso seductor puede ser mayor de lo normal.
El
mundo de Henry James era cerrado, compuesto de filtros y murallas para evitar
precisamente la seducción de la persona en la que se trataba de preservar
oficialmente la "inocencia". Sin experiencia es más fácil el engaño
del seductor, alguien versado en las artes del discurso amoroso. La experiencia
solo se obtiene a través de la literatura, soñando con la llegada de alguien
que se asemeje a los personajes conocidos, cuya autenticidad viene dada por la
verdad poética. La vida, de nuevo, esta en concordancia con el arte. La
reacción será furibunda en ocasiones: la prohibición de las novelas
sentimentales, que solo deforman las mentes de las jóvenes con las figuras de
esos imaginarios galanes perfectos. El "amor romántico",
"novelesco" es un peligro porque implica, como vemos, en la obra de
Wyler, un enfrentamiento con la autoridad, la paterna, que es quien debe
finalmente dar su visto bueno.
En una
de las novelas de Naguib Mahfuz, el padre advierte a las hijas que los
representantes que viene a acordar un matrimonio no lo hacen por ellas, que
están ocultas, sino para emparentar con él, en una clara muestra de cómo
funciona el patriarcado. No hay sentimiento alguno; solo el interés de ambas
partes, en donde la mujer es la moneda de cambio. No hay discurso amoroso como
mediación, solo el interés de la familia.
En
"La heredera", los recelos y reproches del doctor Slopes vienen de un
hecho claro, de una ruptura del orden: Morris ha hablado de matrimonio antes
con ella que con él. El padre es el filtro, quien decide la posibilidad del
discurso y desde el principio ha considerado a Morris un cazadotes, un parásito
inútil cuya única finalidad en la vida es gastarse el dinero que ha recibido
como herencia. Ahora, agotado este, aspira a vivir de la herencia de su esposa.
Catherine
Slopes pasa por una dura educación sentimental. Una vez que ha pasado por el
engaño, lo que más ofende su inteligencia es que Morris vuelva a intentar el
mismo discurso para meterse de nuevo en su vida y acceder a su fortuna. Pero
Catherine se ha encerrado en sí misma y se ha vuelto una intérprete, dura y
precisa, de lo que ahora percibe como un discurso falso y trivial.
La
magistral interpretación de Olivia de Havilland permite pasar por todos los
pasos del proceso de educación sentimental cuya consecuencia primera es el
recelo con el que controla su vulnerabilidad ante algo que ya no comprende: ni
el amor de su padre, ni el de su tía ni el de Morris Townsend. Ninguno era
realmente "amor", sea eso lo que sea. Ha comprendido, en cambio, a
ser libre dueña de la que es ahora su casa. Abandona el telar en la que le
vemos enfrascada durante años, convertida en una Penélope que espera la llegada
de un héroe inexistente. Es libre, solitaria. Ha aprendido a ser fuerte, aunque
eso se traduce en una soledad que ahora tratará de usar en su beneficio. Quiere
verse ella misma y no hacerlo a través de los ojos de los otros. Es un precio
alto.
Alguien preguntó "¿No era un amor verdadero?".
Barthes,
Roland (1977). Fragmentos de un discurso
amoroso. 1ª ed. español 1982. Siglo XXI.
Goethe,
Johann W. (1774). Las penas del joven
Werther. Trad. José Valor 1997.
Illouz,
Eva. "El surgimiento del Homo Sentimentalis", en Identidades congeladas (2007). Katz Editores.
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