Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Dejamos
ayer algunas ideas abiertas al hilo de la lectura de la obra de Zygmunt Bauman,
Identidad (2005), un texto entrevista
en el que, gracias a la distancia temporal, se pueden comprender mejor muchos
aspectos del presente, a través de algunos fenómenos análogos en ciertos
aspectos.
En la
entrevista, Bauman aborda el problema de la "identidad" en un mundo —líquido— en el que todo fluye, todo es
inestabilidad, donde todo es provisional, nada dura, del trabajo al amor. Las
"identidades" son formas de etiquetado que ofrecen una sensación de
estabilidad y pertenencia, al menos hasta se coloquen otras etiquetas. Es tanto una cuestión
exterior como interior, algo que afecta a cómo nos perciben los otros y a cómo
nos percibimos nosotros mismos.
Frente
a las formas más estables de antaño, las nuevas formas cambiantes introducen
inestabilidad y con ello angustia. Las "comunidades" se convierten en
deseables y se buscan las
"identidades" que implican pertenencia
frente al desamparo que se ha producido por la reducción de las funciones de los estados. En un
mundo inestable de soledades, se idealizan formas comunitarias (incluidas las
virtuales) en las que se busca estabilidad.
Es la
debilidad de los estados frente a la globalización,
que se percibe como la pérdida de la seguridad e identidad, la que haría
renacer el deseo de unidades más seguras, más próximas y controlables. Las
comunidades ofrecen frente a unos estados kafkianos en los que se vaga sin respuesta:
La meta que se codicia de forma más febril y
extendida es excavar trincheras profundas y, a poder ser, infranqueables entre
el “dentro” de una localidad territorial o categorial y el “afuera”. Afuera:
tempestades, huracanes, ventiscas de nieve, emboscadas en la carretera y
peligros por todas partes. Dentro: lo acogedor, calor, chez soi, seguridad, estar a salvo. Como para hacer que todo el
planeta sea seguro (de modo que ya no necesitemos separarnos del “afuera” poco
hospitalario) carecemos (o, al menos, creemos que carecemos) de herramientas
adecuadas y de materias primas, delimitemos, rodeemos de una valla y
fortifiquemos una parcela que sea claramente nuestra y de nadie más, una
parcela en cuyo interior podamos sentir que somos los únicos e indiscutibles
dueños. El Estado ya no puede alegar que tiene poder suficiente para proteger
su territorio y a sus residentes. Así que la tarea que el Estado ha abandonado
y tirado está en el suelo, esperando a que alguien la recoja. Cosa que no
implica (en contra de una opinión muy extendida) un renacimiento, ni siquiera
una venganza póstuma del nacionalismo, sino una vana aunque desesperada
búsqueda de soluciones locales sustitutorias a problemas generados globalmente,
en una situación en la que ya no se puede contar con la ayuda en esta materia
de los organismos regidos por el Estado.
La distinción entre el artificio republicano
de consenso de ciudadanía y la pertenencia/filiación/asociacionismo “natural”
se remonta tan atrás como a la querelle de los siglos XVIII y XIX entre
los filósofos franceses de la Ilustración y los románticos alemanes (Herder,
Fitche: teóricos del Volk y del Volkgeist), que precede e invalida todas
las distinciones e identidades artificiales que se pueden legislar en la
convivencia humana. Esos dos conceptos de nacionalidad adquirieron forma
canónica en la oposición entre Staatnation
y Kulturnation formulada por
Friedrich Meinecke (1907). Geneviève Zubrzycki resumió su estudio de las
definiciones al uso en los debates científico-sociales y políticos
contemporáneos, contraponiendo los modelos/interpretaciones “étnicos” y
“cívicos” del fenómeno de nacionalidad:
“Según el modelo cívico de nacionalidad, la
identidad nacional es puramente política; no es otra cosa que la elección
individual de pertenecer a una comunidad basada en la asociación de individuos
con ideas afines. Por el contrario, la versión étnica sostiene que la identidad
nacional es puramente cultural. La identidad se proporciona con el nacimiento,
se impone al individuo” [22]**
La cita
que Bauman incorpora al final pertenece a un artículo de Geneviève
Zubrzycki, de 2002, en la Polish
Sociological Review sobre los modelos de identidades nacionales.
Los eurófobos
que venden que Europa es una solo burocracia,
por ejemplo, buscan cargar contra la "inhumanidad" de la maquinaria
supraestatal alentando una idea de "proximidad" cálida a la
persona, una organización "humanizada" que el nuevo populismo/nacionalismo
preconiza. La vuelta del populismo nacionalista —como en Francia con
el lepenismo— puede tener
consecuencias más drásticas en los casos en que el estado se vea como una
unidad represiva. Surge entonces el secesionismo que trata de puentear al propio estado buscando el
amparo de Europa.
Aquí
Europa es la vía que se busca para separarse del estado al que se rechaza. Pero
Europa no es una salida de los
estados, sino un freno de los nacionalismos.
El estado es una unión cívica,
de derechos extensibles y ampliables, y es posible su agrupación armónica; por el
contrario, al ser la idea de nación irresoluble, ya nace de la diferencia reivindicada, la unión se percibe como una pérdida de identidad.
La
enorme incongruencia reside en la reivindicación de las diferencias cuando son
estas las que se diluyen en la unidad superior. De ahí que se tema un efecto
dominó que haga imposible la idea de Europa como una identidad propia y se
quede en una simple alianza estratégica y coyuntural de naciones, viaje para el que no hacen
falta alforjas. Esta actitud es la que estamos viendo en países que juegan
dentro de la Unión a su desunión. Es la consecuencia de un estar en Europa contra Europa, como la practican los gobiernos húngaros o
polacos, países en los que crece el sentimiento populista nacionalista
precisamente como eurófobo. Poco ha tardado el nacionalismo secesionista
catalanista en mostrarse contra las instituciones europeas al fallarle los apoyos
a sus argumentos. Las declaraciones de Puigdemont ayer en Bruselas dejan pocas
dudas del uso instrumental de Europa para intentar romper el estado.
Hay en el texto de Bauman un cierto recelo ante encontrarse
en muchos casos con un auténtico "nacionalismo", término que le
parece que no describe la totalidad de los problemas que se han dado y se dan
en estos años en Europa. Los juegos de poder están detrás de la manipulación
populista del nacionalismo.
Cuando
en la entrevista Benedetto Vecchi lleva a Bauman a analizar diversos
nacionalismos y sus causas, este escribe:
Hay dos razones obvias para este nuevo
florecimiento de reivindicaciones de autonomía o de independencia, erróneamente
llamadas “resurgimiento del nacionalismo” o resurrección/renacimiento de
naciones. Una razón es el ferviente y desesperado, aunque desnortado, intento
de encontrar protección de los aires globalizadores (a veces tan heladores y
otras tan abrasadores) que los muros que se derrumban del Estado-nación ya no
proporcionan. Otra es el replanteamiento del pacto tradicional entre nación y
Estado, que sólo se pretende en una época de Estados debilitados que tienen
cada vez menos ventajas que ofrecer a cambio de la lealtad exigida en nombre de
la solidaridad nacional. Como usted puede ver, ambas razones aluden a la
erosión de la soberanía estatal como factor principal. Los movimientos de los
que hablamos expresan el deseo de reajustar la estrategia recibida de
persecución colectiva de intereses, que intentan crear apuestas y actores
nuevos en el juego de poder. Podemos (y deberíamos) ver con malos ojos el celo
separatista de dichos movimientos, podemos condenar los odios tribales que
siembran y lamentar los amargos frutos de dicha siembra, pero a duras penas
podemos acusarles de irracionalidad o despacharlos sencillamente como pataleta
atávica. Si lo hacemos, nos arriesgamos a confundir lo que necesita explicarse
por la explicación misma.
Los escoceses “volvieron a descubrir” su
nacionalidad, con fervor patriótico incluido, cuando el Gobierno de Londres
comenzó a embolsarse los beneficios de las ventas de licencias para perforar en
busca de petróleo junto a las costas de Escocia (este nacionalismo renacido
comenzó a perder muchos de sus patriotas recién reclutados una vez que comenzó
a asomar el fondo por debajo de las plataformas petrolíferas del Mar del
Norte). Cuando el control del Gobierno en Roma comenzó a debilitarse y se
vieron venir las ventajas escasas de la lealtad al Estado compartido, la gente
del acaudalado norte de Italia se preguntaba por qué se debería sacar año tras
año a los pobres desventurados y holgazanes calabreses o sicilianos de la
miseria a costa de los “norteños”, a lo que siguió de inmediato la puesta en
cuestión de la identidad nacional italiana común.
Con los primeros signos de la desaparición
inminente del Estado yugoslavo, los eficientes y acaudalados eslovenos se
preguntaron por qué tenían que desviar su riqueza a las partes menos
afortunadas de la alianza eslava, yendo a parar en primer lugar a manos de los
burócratas de Belgrado. Recordemos también que fue Helmut Kohl, el canciller
alemán, quien primero expresó la opinión de que Eslovenia merecía un Estado
independiente por ser étnicamente homogénea, cosa que pudo ser la chispa que
prendió el polvorín balcánico de etnias, lenguas, religiones y alfabetos en un
frenesí de limpieza étnica.*
La idea de un nacionalismo entremezclado con intereses mucho
más terrenales (y menos románticos) adquiere
en la distancia de los trece o catorce años que separan el texto de Bauman de
nuestra actualidad tintes reveladores. Lo que se formula como una cuestión
identitaria forma parte de esos intereses en los que se buscan beneficios que
no se confiesan. Pero así fue siempre. Los cantos de poetas, las leyendas y los
héroes fundadores no eran más que el envoltorio dorado de intereses económicos,
de juegos de poder.
Las posiciones cívicas, basadas en los derechos
igualitarios, en la solidaridad, contrastan con aquellas peticiones de
privilegios internos en los estados en nombre de identidades diferenciadas
basadas en las desigualdades. Se ha pasado de desear la igualdad de derechos a
la reivindicación de exclusivas en nombre de no se sabe muy bien que míticos
derechos basados en diferencias "étnicas".
España es uno de los países más europeístas de la Unión. Lo
es porque ha encontrado en Europa precisamente lo que deseó durante mucho
tiempo: un marco en el que crecer conjuntamente. Es una democracia avanzada e
imperfecta, cuya mejora es cosa de todos. Su impulso hacia Europa se
percibe como una ganancia general y no como una merma o pérdida de identidad. Todos hemos ido hacia Europa y a todos nos ha beneficiado en muchos sentidos: prosperidad, solidaridad, igualdad, justicia. Como Bauman, se puede pedir que suene el himno europeo sin demasiados
problemas. Somos capaces de gestionar identidades múltiples y entender que no
hay contradicción en ser españoles y europeos dando sentido a esta identidad
que nos une. No somos contra nadie, lo que nos permite aportar y recibir.
La solidaridad y firme apoyo de la Unión Europea con España en la presente crisis es una demostración de que la apuesta fue acertada y que se hicieron bien los deberes. Todos reconocen el tránsito de una España que salía de una dictadura a la España democrática que hoy tenemos. En esto, una vez más, Puigdemont se ha quedado solo.
* Zygmunt
Bauman (2005) Identidad. Conversaciones
con Benedetto Vecchi. Losada.
** Cit. en Z. Bauman (2005). Geneviève Zubrzycki, “The classical opposition
between civil and ethnic models of nationhood: ideology, empirical reality and
social scientific analysis”, Polish
Sociological Review, 3, 2002, pp. 275-95.
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