miércoles, 23 de junio de 2021

El desafío del populismo

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)



Gran parte del atractivo del populismo es convencer a sus seguidores de que los cambios siempre son a peor, que todo deterioro viene de cambiar. Por eso la base es conservadora, tradicionalista, etc. Eso puede llegar a ser muy contagioso, especialmente en un mundo en el que se aceleran los cambios y que tiene sus crisis. Sin embargo, el populismo interpreta los cambios como un desafío a leyes naturales o divinas, según interese. Esto es válido para los populistas antivacunas, que confiarán en la naturaleza o en la divinidad ("Jesucristo es mi vacuna", decía un populista norteamericano) o para el gobierno húngaro que recibe críticas de medio mundo por sus leyes homofóbicas.

El populismo es una respuesta política al cambio del mundo, a la desarticulación de grandes principios en pequeñas unidades de corte más pragmático y local. Pero es también una respuesta psicológica al cambio, al hecho de vivir muchos años y padecer cada vez más cambios en la vida.



Dicen que nos cuesta más cambiar con la edad. Es cierto en muchos casos. Pero sobre todo la presión se produce por una inversión del cambio. Ya no hay que esperar a la madurez para vez que el mundo cambia; esta sensación de cambio se empieza a producir mucho antes, casi desde el momento en que uno empieza a amoldarse a una forma de vida tras la adolescencia. Esto quiere decir que no entra en una edad donde las cosas cambian, sino que es el mundo el que te obliga a cambiar. Esto lleva a relativizar conceptos como "madurez" y lo que implica ya que te traslada de forma permanente a una época de cambios, a una interminable adolescencia, algo que explicaría muchos casos de inmadurez al no poder adaptarnos a algo, ya que ese "algo" cambia de continuo.

Frente a esto, el populismo crea un discurso sobre la maldad del cambio que puede ser muy convincente en cuanto que las crisis se comienzan a producir y la gente ve que la realidad es escurridiza, que no es refugio. El discurso populista tiene entonces una explicación; el mal viene del cambio y nos espera en el futuro. Solo en una serie de principios que presenta como inamovibles, eternos, grandes palabras, es posible vencer al futuro. El no-cambio o la reversión de lo hecho son sus estrategias básicas y los pilares de su discurso.



Si pensamos, por ejemplo, que fueron los grupos más adultos los que se dejaron seducir por el populismo de la idea del Brexit lo podemos explicar un poco mejor. El Brexit cobra fuerza como una especie de vuelta al pasado, algo imposible, pero mentalmente deseable y que se ofrece como posible. Pero una cosa es lo que podemos hacer y otra lo que deseamos hacer. Los discursos populistas sobre el Brexit colmaban el deseo de regreso a una situación idealizada y se anunciaban como salvación del presente. Como hemos podido ver, lo que ha traído el Brexit no es el pasado, sino un presente diferente, probablemente más conflictivo, con la advertencia de la separación de Escocia de Reino Unido, conflictos en la frontera con Irlanda, problemas de exportación, etc.

El populismo avanza hoy en el mundo gracias a la espiral de conflictos, a las inseguridades que producen los cambios y a unos discursos emocionales y primarios que incentivan el miedo presentándose como soluciones. Los cientos de miles de muertos —más de un millón— que se acumulan entre Estados Unidos y Brasil son víctimas del COVID19, pero sobre todo del discurso populista y negacionista de sus presidentes, Trump y Bolsonaro. Todavía ayer veíamos a Jai Bolsonaro insultar a la prensa por preguntarle por la mascarilla en un país que acaba de superar los 600.000 fallecidos.



El discurso populista está en contacto continuo con la realidad para poder reinterpretarla e insertarla en su comunicación. Nadie es más activo en este sentido que los grupos de corte populista. Lo hemos visto en los propios grupos en Estados Unidos, un constante refuerzo en redes sociales y en medios, tejiendo un cuidadoso discurso cuya finalidad es impactar en las mentes, reestructurarlas para que entiendan el mundo y sus problemas de forma próxima. 

Los grupos populistas saben del valor de la "propagación", pues es la palabra la que precede a la acción. Y la palabra es adscrita a los puntos de vista más fundamentalistas para asegurarse que el universo mental se cierra en aquellos a los que se ha llegado y han aceptado premisas y razonamientos básicos a partir de los que derivar las nuevas interpretaciones de los acontecimientos que se vayan produciendo y las crisis que vayan llegando. Para que eso funcione se necesita una base firme y general, un discurso de partida cerrado, sólido, que asiente los posteriores, los ajustados a las circunstancias. De afirmaciones grandilocuentes e irrebatibles se pasa a las aplicaciones de detalle que son dadas como explicaciones incontestables. Si creo en Dios, el virus no me enfermará. ¡Pero qué poco se airean las muertes de los negacionistas! Si es necesario, se recurrirá a la explicación conspiratoria.



El populismo necesita además de un claro frentismo, de una definición negativa del "otro", al que convierte en contrario de sí mismo. Un ejemplo lo hemos citado recientemente cuando se acuña el término "supremacismo feminista", como se está haciendo en España. En el discurso populista es el feminismo el que causa los problemas familiares y no el que los explica en su caso.

Un ejemplo claro del populismo lo encontramos en el deleznable discurso del párroco canario que ha responsabilizado a la madre de las niñas asesinadas por su padre. No solo es falso en los datos, y nauseabundamente machista sino una muestra de cómo el populismo se fundamenta en una suerte de "ley" o "principio" divino que le sirve para condenar a la mujer como responsable. Ella es la culpable por "adúltera" dice el infame párroco, que hasta las autoridades eclesiales han tenido que llamar al orden. El caso muestra a la perfección cómo este tipo de discursos aprovechan las circunstancias para "explicar" y "fortalecer" su propio discurso sobre el que se difunde su visión retrógrada del mundo.



Lo que está ocurriendo en Hungría es otro ejemplo de ese mismo populismo, esta vez sobre la homofobia. Hungría está creando un serio problema dentro de Europa, no solo por la gravedad de los discursos, sino por lo que supone —como en el caso de Trump y Bolsonaro— de referencia para otros lugares en los que se desarrollan discursos similares. Es una forma de minar la unidad Europea creando grandes diferencias que acaban creando la incompatibilidad de los modelos democráticos abiertos con los populistas cerrados. No es casual que se pregunten en la BBC sobre los parecidos de Hungría con la Rusia de Putin.



El populismo acaba desplazando la convivencia y la diversidad. Su idealización de un pasado que explica todo, que se aferra contra el cambio pone en peligro los cambios provocando su propio cambio que se presenta como rectificación de una "modernidad", madre de todo los problemas existentes. Como hemos señalado, esta estrategia funciona en aquellos a los que se convence de que el cambio es en sí mismo un problema. Con esto se sustrae la capacidad de decisión y, sobre todo, se plantean —como en USA y en Brasil— problemas derivados de la propia parálisis. En el fondo, Trump y Bolsonaro no han tomado medidas, solo un cómodo (y trágico) no hacer.

El mundo cambia. Lo que hay que hacer es no negarlo y, por el contrario, tratar de que ese cambio se ajustado a lo que necesitamos porque los problemas forman parte unos de la propia vida y otros de nuestra ceguera.


 

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