Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
La
lectura de Voltaire sigue siendo ilustrativa en muchos aspectos. Sus Cartas filosóficas están llenas de
detalles que en su relectura aparecen con sorprendente frescura.
La
relectura de la Cartas filosóficas iba por los carriles previstos hasta llegar
a la carta undécima, llamada "Sobre la inserción de la viruela", un
instructivo texto que nos muestra que el conocimiento práctico antecede al
teórico y que las cosas pueden funcionar sin que sepamos cómo.
Cuando
leemos sobre la vacuna que hizo desaparecer del planeta una de las enfermedades
más terribles, tendemos a considerarlo como una forma de modernidad, un gran
avance científico. Y lo es. Pero ese descubrimiento se refiere más a la
comprensión que a la vacuna en sí, que existía en algunos pueblos antes de
tener ese nombre.
Voltaire
nos da una explicación de un hecho conocido desde antiguo, que ayudaba a evitar
los millones de muertes y los destrozos físicos de las personas que
sobrevivían. La viruela era una auténtica destrucción arrasando con ciudades
enteras, algo que se agravó sobre manera con el paso del campo a la ciudad en
el siglo XVIII en Europa, que es cuando Voltaire nos escribe esta carta. En
ella da cuenta de los remedios usados por los circasianos, a los que concede el
descubrimiento del método de inocular la enfermedad a los sanos, y de los
intereses que los llevaban a la práctica:
Las mujeres circasianas tienen, desde tiempo
inmemorial, la costumbre de dar la viruela a sus hijos, incluso a la edad de
seis meses, haciéndoles una incisión en el brazo, e insertando en esa incisión
una pústula que han retirado cuidadosamente del cuerpo de otro niño. Esta
pústula hace, en el brazo en que ha sido inferida, el efecto de la levadura en
un pedazo de pasta; fermenta en él y expande por la masa de la sangre las
cualidades de las que está dotada. Los botones del niño al que le ha sido dada
esta viruela artificial sirven para llevar la misma enfermedad a otros. Hay una
circulación así casi continua en Circasia; y cuando desdichadamente no hay
viruelas en el país, están tan fastidiados como lo están de otro modo en un mal
año.
Lo que ha introducido en Circasia esta
costumbre, que parece tan extraña a los otros pueblos, es empero una causa
común a toda la tierra: la ternura maternal y el interés.
Los circasianos son pobres y sus hijas son
hermosas; de tal modo que es de ellas de lo que hacen mayor tráfico. Proveen de
beldades los harenes del Gran Señor, del Sufí de Persia, y de los que son
bastante ricos como para comprar y mantener esta mercancía preciosa. Educan a
sus hijas con todo cuidado y gusto para que formen danzas llenas de lascivia y
blandura, para reavivar por todos los artificios más voluptuosos el gusto de
los amos desdeñosos a los que están destinadas; esas pobres criaturas repiten
todos los días su lección con su madre, como nuestras hijitas repiten su
catecismo, sin entender ni palabra.
Pues bien, sucedía a menudo que un padre y
una madre, tras haberse tomado muchas molestias para dar una buena educación a
sus hijas, se veían súbitamente frustrados en su esperanza. La viruela se
introducía en la familia; una hija moría de ella, otra perdía un ojo, una
tercera se recuperaba con una gran nariz, y la pobre gente se veía arruinada
sin remedio. Incluso a menudo, cuando la viruela se hacía epidémica, el
comercio se veía interrumpido por varios años, lo que causaba una notable
disminución en los serrallos de Persia y de Turquía.
Una nación comerciante está siempre muy
alerta a sus intereses y no desdeña ninguno de los conocimientos que pueden ser
útiles en su negocio. Los circasianos advirtieron que, de cada mil personas,
apenas se encontraba una que fuese atacada dos veces por una viruela bien
completa; que verdaderamente se suelen soportar dos o tres viruelas ligeras,
pero nunca dos que caen decididas y peligrosas; que, en una palabra, nunca se
tiene esta enfermedad verdaderamente dos veces en la vida. Advirtieron también
que, cuando la viruela es muy benigna y su erupción no tiene que atravesar más
que una piel delicada y fina, no deja ninguna impresión en la cara. De estas
observaciones naturales concluyeron que si un niño de seis meses o un año
tuviese la viruela benigna, no se moriría, no quedaría marcado y se vería libre
de esta enfermedad para el resto de sus días.
Había, pues, para conservar la vida y la
belleza de sus hijos, que darles la viruela a edad temprana; y eso es lo que se
hizo, insertando en el cuerpo de un niño un botón que se tomó de la viruela más
completa y juntamente más favorable que pudo hallarse. La experiencia no podía
dejar de tener éxito. Los turcos, que son gente sensata, adoptaron poco después
esta costumbre, y hoy no hay Bajá, en Constantinopla, que no dé la viruela a su
hijo y a su hija haciéndoles sajar.
Son
muchas las lecturas que se pueden hacer de este fragmento. La positiva, la
capacidad de vencer la viruela a través de la observación y el ingenio. Las
demás, se califican por sí solas: la explotación femenina para su venta a los
serrallos turcos. Circasia era una región del Cáucaso que en el siglo XVIII,
cuando Voltaire escribió las Cartas, tenía una población esencialmente
musulmana. Las guerras con una imperialista Rusia llevó al éxodo masivo hacia
Turquía, país con el que —como Voltaire muestra— mantenían lazos estrechos dado
el carácter suní de ambos.
El
hecho de que los circasianos, pueblo pobre, basaran su economía en la venta de
sus hijas a los harenes de Turquía y algún otro país nos dice bastante del
momento, de la forma de entender el mundo y, sobre todo, de la forma de
considerar a la mujer.
Voltaire
explica todo desde la perspectiva económica. Las familias han hecho una gran
inversión en la "educación" de las hijas para complacer a sus futuros
amos en Turquía. Todo ello se ve desperdiciado cuando una viruela las mata o
desfigura. La "mercancía", por decirlo en sus términos, se ha
deteriorado y resulta "inservible".
No se
trataba, pues, de un acto de salud pública sino de pura economía, de negocios, de
mantenimiento de los recursos.
Voltaire
recoge algunas teorías sobre el origen de esta práctica inoculatoria para
vencer a la viruela. "Hay ciertas personas que pretenden que los
circasianos tomaron antaño esta costumbre de los árabes; pero dejamos que este
punto de historia lo aclare algún sabio benedictino", señala tras
describir lo anterior. No le imposta demasiado, pero sí recoge lo realizado en
la época del rey Jorge I por la mujer del embajador inglés en Constantinopla,
Lady Wortley-Montagu, "una de las mujeres de Inglaterra que tienen más
espíritu y más fuerza en el espíritu". La embajadora quedó embarazada en
Turquía, por lo que al nacer su hijo temió que padeciera la viruela y decidió
hacer lo mismo que se hacía en su entorno. No desaprovecha Voltaire el
comentario: "Pese a que su capellán le dijo que esa experiencia no era
cristiana y que no podía resultar bien más que entre infieles, el hijo de la
señora Wortley se encontró de maravilla". El capellán, evidentemente,
estaba equivocado y tenía un sentido de lo religioso que establecía un
funcionamiento sectario de los organismos.
En
estos tiempos de antivacunas, en donde unos esgrimen que provoca autismo, otros
que Dios lo prohíbe y, más allá, que no se puede entrar en el paraíso con una
transfusión de sangre llegada de un "infiel", es bueno recordar estas
cosas que nos hacen ver cómo somos capaces de caminar hacia atrás, de cómo los
prejuicios y dogmas nos impiden ver y
aceptar muchas cosas.
Nos
cuenta Voltaire que al regreso de Turquía, la embajadora dio cuenta de todo a
la Princesa de Gales, que define como una "filósofa en el trono",
preocupada por la ciencia, las artes y el cuidado de sus súbditos. Ordenó
probarlo en "cuatro condenados a muerte", a los que dice Voltaire que
"les salvó doblemente la vida", una porque se libraron del patíbulo y
la otra porque se libraron de morir por la viruela. La princesa hizo que sus
hijos fueran inoculados con los restos de viruela e "Inglaterra siguió su
ejemplo", escribe.
La bandera circasiana |
El
ejemplo de Inglaterra, como es habitual, le sirve a Voltaire para criticar a
Francia, siempre ejemplo negativo frente a su vecino al otro lado del canal. Si
la embajadora francesa hubiera hecho lo mismo, dice, se habrían librado muchos de
morir o de quedar deformados. Turcos e ingleses se han librado porque sus
autoridades se preocupan, en un sentido o el otro. Peor todavía, Francia, a
través de su parlamento, prohibiría la inoculación de la viruela.
La
carta undécima se cierra con otra hipótesis sobre el origen:
Me entero de que desde hace cien años los
chinos tienen este uso; es un gran prejuicio el ejemplo de una nación que pasa
por ser la más sabia y más civilizada del universo. Cierto es que los chinos se
las arreglan de otra manera: no hacen incisión; hacen tomar la viruela por la
nariz, como el tabaco en polvo; esta forma es más agradable, pero viene a ser
lo mismo, y sirve igualmente para confirmar que, si se hubiera practicado la
inoculación en Francia, se hubiera salvado la vida a millares de personas
Cada
precedente es un reprocha a Francia. Los miles de muertos de la epidemia son
debidos a la ignorancia y a los prejuicios, especialmente a los religiosos,
como muestra el ejemplo del capellán que decía que eso solo funcionaba con los
musulmanes.
Hoy
estamos en tiempos de intransigencia, de nuevo en tiempos de dogmatismos y de
anticiencia. Eso vale para el presidente de los Estados Unidos y su negación
del cambio climático, los antivacunas o los piadosos
del Estado Islámico y otras facciones islamistas que se muestran contra las
transfusiones o los trasplantes entre gente de diferentes religiones.
Vivimos
en tiempos de conciencia de las agresiones contra las mujeres en un sociedad
patriarcal y machista. La descripción de la crianza de las hijas para ser
vendidas a los serrallos turcos parece ser aceptada entonces como una práctica
habitual. La viruela es vista como un deterioro de esa mercancía femenina
basada en la belleza imposibilitando su venta. No eran los circasianos los
únicos que suministraban mujeres a los harenes. Desgraciadamente, la venta de
las hijas era una práctica bastante frecuente en muchas culturas. Todavía sigue
en muchos lugares.
Me viene
a la memoria el final de Nana, la
novela de Émile Zola, con el contagio de la viruela y su cuerpo deformado
yaciente. En los últimos momentos de la protagonista, Zola no muestra el miedo
a la viruela y los debates médicos mucho tiempo después:
—Pobre muchacha… Voy a estrecharle la mano.
¿Qué tiene?
—La viruela —respondió Mignon.
El actor ya había dado un paso hacia el
patio, pero regresó y murmuró sencillamente, con un estremecimiento.
—¡Toma!
La viruela. Aquello no era gracioso. Fontan
había estado a punto de tenerla a los cinco años. Mignon contaba la historia de
unas sobrinas suyas que habían muerto de viruela. Fauchery sí que podía hablar,
pues aún llevaba las marcas, tres granos en el nacimiento de la nariz, que señaló,
y como Mignon le empujaba de nuevo con el pretexto de que nadie la había tenido
nunca dos veces, combatió esta teoría violenta, y citó casos tratando a los
médicos de brutos.
Los
últimos párrafos de la novela son para describir la destrucción que la viruela ha hecho del
bello rostro de Nana, la prostituta que todos se disputaban. En la cama reposa
un cuerpo destruido, un horror deformado al que se tenían que enfrentar a
menudo en todo el mundo. Zola lo resume como la " máscara
grotesca y horrible de la nada".
Ha
pasado mucho tiempo desde que Voltaire denunciara el dogmatismo, pero el
dogmatismo sigue presente y parece que creciendo. El dogmatismo da por cerrado
todo. Sin embargo el futuro debe ser cambio y el pasado el reconocimiento de
nuestras imperfecciones para mejorar. Solo así podemos progresar, con modestia
y con empeño.
Voltaire
había sobrevivido a la viruela en su infancia. Hoy nos dicen que está erradicada y solo se conservan, como uno de los materiales más peligroso, dos cepas. Esperemos que no tengamos nunca que acordarnos de ellas más que a través de las lecturas. Otros desafíos, en cambio, siguen ahí, como las noticias de las epidemias de ébola o los problemas con el VIH que hoy ocupan nuestras portadas.
Voltaire.
Cartas filosóficas (1734). Trad. de Fernando
Savater.
Émile
Zola. Nana (1880). Trad. de J.
Zambrano.
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