miércoles, 17 de julio de 2019

Voltaire y la viruela o es bueno recordar

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La lectura de Voltaire sigue siendo ilustrativa en muchos aspectos. Sus Cartas filosóficas están llenas de detalles que en su relectura aparecen con sorprendente frescura. 
La relectura de la Cartas filosóficas iba por los carriles previstos hasta llegar a la carta undécima, llamada "Sobre la inserción de la viruela", un instructivo texto que nos muestra que el conocimiento práctico antecede al teórico y que las cosas pueden funcionar sin que sepamos cómo.
Cuando leemos sobre la vacuna que hizo desaparecer del planeta una de las enfermedades más terribles, tendemos a considerarlo como una forma de modernidad, un gran avance científico. Y lo es. Pero ese descubrimiento se refiere más a la comprensión que a la vacuna en sí, que existía en algunos pueblos antes de tener ese nombre.


Voltaire nos da una explicación de un hecho conocido desde antiguo, que ayudaba a evitar los millones de muertes y los destrozos físicos de las personas que sobrevivían. La viruela era una auténtica destrucción arrasando con ciudades enteras, algo que se agravó sobre manera con el paso del campo a la ciudad en el siglo XVIII en Europa, que es cuando Voltaire nos escribe esta carta. En ella da cuenta de los remedios usados por los circasianos, a los que concede el descubrimiento del método de inocular la enfermedad a los sanos, y de los intereses que los llevaban a la práctica:

Las mujeres circasianas tienen, desde tiempo inmemorial, la costumbre de dar la viruela a sus hijos, incluso a la edad de seis meses, haciéndoles una incisión en el brazo, e insertando en esa incisión una pústula que han retirado cuidadosamente del cuerpo de otro niño. Esta pústula hace, en el brazo en que ha sido inferida, el efecto de la levadura en un pedazo de pasta; fermenta en él y expande por la masa de la sangre las cualidades de las que está dotada. Los botones del niño al que le ha sido dada esta viruela artificial sirven para llevar la misma enfermedad a otros. Hay una circulación así casi continua en Circasia; y cuando desdichadamente no hay viruelas en el país, están tan fastidiados como lo están de otro modo en un mal año.   
Lo que ha introducido en Circasia esta costumbre, que parece tan extraña a los otros pueblos, es empero una causa común a toda la tierra: la ternura maternal y el interés.   
Los circasianos son pobres y sus hijas son hermosas; de tal modo que es de ellas de lo que hacen mayor tráfico. Proveen de beldades los harenes del Gran Señor, del Sufí de Persia, y de los que son bastante ricos como para comprar y mantener esta mercancía preciosa. Educan a sus hijas con todo cuidado y gusto para que formen danzas llenas de lascivia y blandura, para reavivar por todos los artificios más voluptuosos el gusto de los amos desdeñosos a los que están destinadas; esas pobres criaturas repiten todos los días su lección con su madre, como nuestras hijitas repiten su catecismo, sin entender ni palabra.
Pues bien, sucedía a menudo que un padre y una madre, tras haberse tomado muchas molestias para dar una buena educación a sus hijas, se veían súbitamente frustrados en su esperanza. La viruela se introducía en la familia; una hija moría de ella, otra perdía un ojo, una tercera se recuperaba con una gran nariz, y la pobre gente se veía arruinada sin remedio. Incluso a menudo, cuando la viruela se hacía epidémica, el comercio se veía interrumpido por varios años, lo que causaba una notable disminución en los serrallos de Persia y de Turquía.   
Una nación comerciante está siempre muy alerta a sus intereses y no desdeña ninguno de los conocimientos que pueden ser útiles en su negocio. Los circasianos advirtieron que, de cada mil personas, apenas se encontraba una que fuese atacada dos veces por una viruela bien completa; que verdaderamente se suelen soportar dos o tres viruelas ligeras, pero nunca dos que caen decididas y peligrosas; que, en una palabra, nunca se tiene esta enfermedad verdaderamente dos veces en la vida. Advirtieron también que, cuando la viruela es muy benigna y su erupción no tiene que atravesar más que una piel delicada y fina, no deja ninguna impresión en la cara. De estas observaciones naturales concluyeron que si un niño de seis meses o un año tuviese la viruela benigna, no se moriría, no quedaría marcado y se vería libre de esta enfermedad para el resto de sus días.   
Había, pues, para conservar la vida y la belleza de sus hijos, que darles la viruela a edad temprana; y eso es lo que se hizo, insertando en el cuerpo de un niño un botón que se tomó de la viruela más completa y juntamente más favorable que pudo hallarse. La experiencia no podía dejar de tener éxito. Los turcos, que son gente sensata, adoptaron poco después esta costumbre, y hoy no hay Bajá, en Constantinopla, que no dé la viruela a su hijo y a su hija haciéndoles sajar.



Son muchas las lecturas que se pueden hacer de este fragmento. La positiva, la capacidad de vencer la viruela a través de la observación y el ingenio. Las demás, se califican por sí solas: la explotación femenina para su venta a los serrallos turcos. Circasia era una región del Cáucaso que en el siglo XVIII, cuando Voltaire escribió las Cartas, tenía una población esencialmente musulmana. Las guerras con una imperialista Rusia llevó al éxodo masivo hacia Turquía, país con el que —como Voltaire muestra— mantenían lazos estrechos dado el carácter suní de ambos.
El hecho de que los circasianos, pueblo pobre, basaran su economía en la venta de sus hijas a los harenes de Turquía y algún otro país nos dice bastante del momento, de la forma de entender el mundo y, sobre todo, de la forma de considerar a la mujer.
Voltaire explica todo desde la perspectiva económica. Las familias han hecho una gran inversión en la "educación" de las hijas para complacer a sus futuros amos en Turquía. Todo ello se ve desperdiciado cuando una viruela las mata o desfigura. La "mercancía", por decirlo en sus términos, se ha deteriorado y resulta "inservible".
No se trataba, pues, de un acto de salud pública sino de pura economía, de negocios, de mantenimiento de los recursos.

Voltaire recoge algunas teorías sobre el origen de esta práctica inoculatoria para vencer a la viruela. "Hay ciertas personas que pretenden que los circasianos tomaron antaño esta costumbre de los árabes; pero dejamos que este punto de historia lo aclare algún sabio benedictino", señala tras describir lo anterior. No le imposta demasiado, pero sí recoge lo realizado en la época del rey Jorge I por la mujer del embajador inglés en Constantinopla, Lady Wortley-Montagu, "una de las mujeres de Inglaterra que tienen más espíritu y más fuerza en el espíritu". La embajadora quedó embarazada en Turquía, por lo que al nacer su hijo temió que padeciera la viruela y decidió hacer lo mismo que se hacía en su entorno. No desaprovecha Voltaire el comentario: "Pese a que su capellán le dijo que esa experiencia no era cristiana y que no podía resultar bien más que entre infieles, el hijo de la señora Wortley se encontró de maravilla". El capellán, evidentemente, estaba equivocado y tenía un sentido de lo religioso que establecía un funcionamiento sectario de los organismos.
En estos tiempos de antivacunas, en donde unos esgrimen que provoca autismo, otros que Dios lo prohíbe y, más allá, que no se puede entrar en el paraíso con una transfusión de sangre llegada de un "infiel", es bueno recordar estas cosas que nos hacen ver cómo somos capaces de caminar hacia atrás, de cómo los prejuicios y dogmas nos impiden ver  y aceptar muchas cosas.
Nos cuenta Voltaire que al regreso de Turquía, la embajadora dio cuenta de todo a la Princesa de Gales, que define como una "filósofa en el trono", preocupada por la ciencia, las artes y el cuidado de sus súbditos. Ordenó probarlo en "cuatro condenados a muerte", a los que dice Voltaire que "les salvó doblemente la vida", una porque se libraron del patíbulo y la otra porque se libraron de morir por la viruela. La princesa hizo que sus hijos fueran inoculados con los restos de viruela e "Inglaterra siguió su ejemplo", escribe.

La bandera circasiana

El ejemplo de Inglaterra, como es habitual, le sirve a Voltaire para criticar a Francia, siempre ejemplo negativo frente a su vecino al otro lado del canal. Si la embajadora francesa hubiera hecho lo mismo, dice, se habrían librado muchos de morir o de quedar deformados. Turcos e ingleses se han librado porque sus autoridades se preocupan, en un sentido o el otro. Peor todavía, Francia, a través de su parlamento, prohibiría la inoculación de la viruela.
La carta undécima se cierra con otra hipótesis sobre el origen:

Me entero de que desde hace cien años los chinos tienen este uso; es un gran prejuicio el ejemplo de una nación que pasa por ser la más sabia y más civilizada del universo. Cierto es que los chinos se las arreglan de otra manera: no hacen incisión; hacen tomar la viruela por la nariz, como el tabaco en polvo; esta forma es más agradable, pero viene a ser lo mismo, y sirve igualmente para confirmar que, si se hubiera practicado la inoculación en Francia, se hubiera salvado la vida a millares de personas

Cada precedente es un reprocha a Francia. Los miles de muertos de la epidemia son debidos a la ignorancia y a los prejuicios, especialmente a los religiosos, como muestra el ejemplo del capellán que decía que eso solo funcionaba con los musulmanes.
Hoy estamos en tiempos de intransigencia, de nuevo en tiempos de dogmatismos y de anticiencia. Eso vale para el presidente de los Estados Unidos y su negación del cambio climático, los antivacunas o los piadosos del Estado Islámico y otras facciones islamistas que se muestran contra las transfusiones o los trasplantes entre gente de diferentes religiones.


Vivimos en tiempos de conciencia de las agresiones contra las mujeres en un sociedad patriarcal y machista. La descripción de la crianza de las hijas para ser vendidas a los serrallos turcos parece ser aceptada entonces como una práctica habitual. La viruela es vista como un deterioro de esa mercancía femenina basada en la belleza imposibilitando su venta. No eran los circasianos los únicos que suministraban mujeres a los harenes. Desgraciadamente, la venta de las hijas era una práctica bastante frecuente en muchas culturas. Todavía sigue en muchos lugares.
Me viene a la memoria el final de Nana, la novela de Émile Zola, con el contagio de la viruela y su cuerpo deformado yaciente. En los últimos momentos de la protagonista, Zola no muestra el miedo a la viruela y los debates médicos mucho tiempo después:

—Pobre muchacha… Voy a estrecharle la mano. ¿Qué tiene?   
—La viruela —respondió Mignon.   
El actor ya había dado un paso hacia el patio, pero regresó y murmuró sencillamente, con un estremecimiento.
 —¡Toma!   
La viruela. Aquello no era gracioso. Fontan había estado a punto de tenerla a los cinco años. Mignon contaba la historia de unas sobrinas suyas que habían muerto de viruela. Fauchery sí que podía hablar, pues aún llevaba las marcas, tres granos en el nacimiento de la nariz, que señaló, y como Mignon le empujaba de nuevo con el pretexto de que nadie la había tenido nunca dos veces, combatió esta teoría violenta, y citó casos tratando a los médicos de brutos.



Los últimos párrafos de la novela son para describir la destrucción que la viruela ha hecho del bello rostro de Nana, la prostituta que todos se disputaban. En la cama reposa un cuerpo destruido, un horror deformado al que se tenían que enfrentar a menudo en todo el mundo. Zola lo resume como la " máscara grotesca y horrible de la nada".
Ha pasado mucho tiempo desde que Voltaire denunciara el dogmatismo, pero el dogmatismo sigue presente y parece que creciendo. El dogmatismo da por cerrado todo. Sin embargo el futuro debe ser cambio y el pasado el reconocimiento de nuestras imperfecciones para mejorar. Solo así podemos progresar, con modestia y con empeño.
Voltaire había sobrevivido a la viruela en su infancia. Hoy nos dicen que está erradicada y solo se conservan, como uno de los materiales más peligroso, dos cepas. Esperemos que no tengamos nunca que acordarnos de ellas más que a través de las lecturas. Otros desafíos, en cambio, siguen ahí, como las noticias de las epidemias de ébola o los problemas con el VIH que hoy ocupan nuestras portadas.


Voltaire. Cartas filosóficas (1734). Trad. de Fernando Savater.
Émile Zola. Nana (1880). Trad. de J. Zambrano.

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