Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
George
Friedman tiene el gusto por la predicción. Vive de ello y de asesorar a los
demás desde su empresa. Friedman hizo una serie de predicciones para los
próximos cien años y se vendieron bien. No porque la gente se las creyera, sino
porque hay que alentar las predicciones por si algún día a la gente le da por
dejar de hacerlas. En realidad, la gente que hace predicciones cambia el futuro
por enunciarlo, como al que le diagnostican erróneamente una enfermedad modifica
su forma de vida. Friedman anuncia guerras y conflictos venideros y la gente no
se los cree y hacen bien probablemente.
Friedman
lanzó sus profecías para los próximos cien años. El libro solo será recuperado
en el futuro si queda alguien vivo que lo haya leído y haya acertado en alguna
de ellas que no sea una obviedad. El autor considera que escribir sobre los
próximos cien años es muy fácil, aunque muchísima gente no esté de acuerdo con
sus vaticinios, y se arriesga esta vez las distancias cortas, una década, la
próxima, de la que llevamos ya un par de ellos. El libro es de 2011 y el tiempo
sigue corriendo.
Sin
embargo, lo importante de estas obras no es si aciertan o no. Lo importante son
dos cosas: es si alguien las cree y saber por qué han llegado a esas
conclusiones. Lo primero tiene interés porque el hecho de creer algo nos dirige
o aleja de ello. Si lo que nos cuentan nos parece factible y atractivo,
acrecentamos las posibilidades de que ocurra con nuestras acciones. Por el
contrario, si no nos gusta, intentamos alejarnos. A veces con mala suerte, como
Edipo, que por huir de su futuro profetizado se dio con él de frente. En este
caso, podemos prescindir de las predicciones en sí y resulta más interesante
saber por qué llega a ellas.
Cuando
llevas leídas unas poca páginas, sientes la tentación de arrojar el libro por
la ventana. Te harta su tono y su fondo, pero una vez vencido ese primer
impulso, descubres que es más interesante si te lo tomas como una radiografía
del deseo más que como una predicción. Los principios generales que guían la
obra son los motores que llevan a las predicciones, pues no hay predicción al
margen de una teoría de base.
Y la
teoría es la inevitabilidad del imperio americano y de su política maquiavélica
de supervivencia. George Friedman, de origen polaco, cree que la única forma
posible de supervivencia del mundo es que los Estados Unidos asuma lo inevitable
de su éxito evolutivo en la Historia. Los que hablan de declive del imperio se
equivocan; los más grandes desastres ocurrirían si así fuera. Los Estados
Unidos son únicos en la historia, nos dice, porque su posición no se ha
alcanzado por su deseo de predominio —ellos son de voluntad anti imperialista,
como buena ex colonia—, sino por su éxito histórico. Es lo que él llama el
"imperio imprevisto". Su poder no solo se debe a las armas, que son
esenciales para mantenerlo, sino al simple hecho de que todo lo que ocurre en
los Estados Unidos tiene repercusión mundial, afecta a todos. Para sostener esa
teoría del poder debe situar cualquier crisis en los Estados Unidos y analizar
a los demás como receptores de las consecuencias. En el caso de su análisis de
la crisis económica actual señala:
Suele afirmarse que desde la Gran Depresión
no se había producido una catástrofe económica comparable. En realidad, no es
cierto: desde la segunda guerra mundial ha habido al menos otras tres crisis
similares. Este dato es crucial en el momento de afrontar la próxima década, ya
que si la última crisis financiera solo pudiese compararse con la Gran
Depresión, sería difícil sostener mi argumento sobre el poder de Estados
Unidos. Ahora bien, si esta clase de crisis ha sido relativamente común desde
la segunda guerra mundial, entonces la más reciente no es tan importante como
parece y es más difícil sostener que el pánico vivido en 2008 constituye un
golpe colosal para Estados Unidos.
Lo cierto es que tales acontecimientos son
comunes. (75)
No es
fácil encontrar un enjuague teórico de tal calibre para justificar un
argumento. Nadie en su sano juicio podría negar el peso de la economía de los
Estados Unidos sobre el resto del planeta, para bien y para mal. Pero no se
trata de eso aquí, sino de la justificación de las acciones que se derivan de
ello.
Para
Friedman la gran preocupación —no sé si el gran problema— es que los Estados
Unidos pudieran perder sus "ideales republicanos" por tener que
ejercer sus "obligaciones imperiales". Los Estados Unidos tienen que
mantener los ideales de la libertad siendo maquiavélicos con el resto del
planeta y no pueden ni deben dejar de serlo. Esto es algo que debe asumir la
institución más poderosa de la Historia: la Presidencia de los Estados Unidos,
en su propia definición, una institución personal única, limitada
constitucionalmente para no ser tirana con su propio pueblo, pero liberada de
responsabilidad para ser injusta —en el nombre de la defensa de la República—
hacia el exterior.
El
interés principal de la obra pasa a ser su doble carácter maquiavélico. Lo es
en su modelo —Maquiavelo es frecuentemente invocado— y por el carácter
didáctico para el nuevo príncipe que el texto adquiere. En realidad, Friedman
no está tanto prediciendo el futuro como educando a los que tendrán que
enfrentarse a él. Así, su resumen es sencillo y la idea clara: un buen
presidente de los Estado Unidos es aquel capaz de asumir el sacrificio exterior
de los principios interiores. Señala:
Desde el punto de vista de Maquiavelo, la
ideología es trivial; lo único que importa es el carácter. La virtud del
presidente, su inteligencia, sus reflejos, su astucia, su severidad y la
capacidad de comprender las consecuencias de sus actos son lo que de verdad
importa. A la postre, su legado estará determinado por su instinto, que a su
vez es un reflejo de su carácter.
Los grandes presidentes nunca olvidan los
principios de la república, y procuran preservarlos y engrandecerlos —a largo
plazo— sin por ello desatender las necesidades del momento. Los malos
presidentes se limitan a hacer lo que conviene independientemente de los
principios. Sin embargo, los perores presidentes son los que observan los
principios independientemente de lo que exige la suerte del momento. Estados
Unidos no puede abrirse paso por el mundo esquivando el enfrentamiento con
naciones que tienen otros valores o con regímenes brutales, mientras se limita
a actuar siempre de manera noble. Como veremos, para perseguir unos fines
morales hay que sentarse a la mesa del diablo. (66-67)
La
preguntas y reflexiones sobre pasajes como este se acumulan a lo largo de la
obra. Son ese fondo que hace que el interés por la predicción se diluya en
beneficio precisamente de ese motor que la pone en marcha. La predicción deja de
serlo, pues lo que ocurre es hija de la voluntad, de ahí la necesidad del
análisis de la Presidencia y de sus requisitos de carácter.
La
distinción entre buenos presidentes —Lincoln, Reagan—, malos y peores se basa
en su capacidad de "sobreponerse" a sus náuseas morales en beneficio
de la eficacia histórica: mantener la república a salvo. Incluso de los deseos
de sus propios miembros, que pueden ser tentados a volverse idealistas y bajar
las defensas. Los casos de Lincoln (tan bien reflejado en la película de S.
Spielberg: el mejor hombre realizando malas acciones por un buen fin) o el del
"Irán-Contra", en la época de Ronald Reagan, son ejemplos de esos
valores necesarios para la presidencia y la república.
Hacia el exterior no hay amigos, solo aliados y estos siempre circunstanciales porque también son competidores, celosos del poder de los Estados Unidos y deseosos de ocupar su puesto o minarlo para restarle poder. Es un mundo político darwinista en el que los principios hay que ignorarlos para protegerlos. Solo alguien que viva el drama individualmente, un héroe trágico, en representación de la colectividad, sabrá llevar el peso del destino y su verdad, que el mundo se rige por reglas terroríficas que deben ser ignoradas por los que tienen el derecho a ser felices y creer en la fraternidad universal. El presidente debe ser realista para preservar la ilusión idealista de su pueblo, mantenerlo en su camino apartándole los obstáculos sin que se sienta culpable. El pueblo confía en Dios, aunque Dios no bendiga las acciones del presidente, que condenará su alma pero salvará a su país. El imperio imprevisto debe continuar.
El
problema de esta obra no es si acierta o no —problema baladí— sino si se cree
en sus principios y si desde ellos se realizan los análisis de las situaciones
presentes, pasadas o futuras y se toman las decisiones. Eso ya no es tan baladí.
Quizá
uno tenga que sentarse en la mesa del diablo, pero lo seguro es que de allí no
se levanta nadie sin pagar.
George
Friedman (2011). La próxima década.
Destino, Barcelona.
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