Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
En su
obra "Introducción a una política del hombre", el sociólogo Edgar
Morin escribe en el apartado titulado como "La cuestión democrática":
También la democracia debe ser una pregunta
antes de poder proporcionar una respuesta para la política planetaria.
Se trata de no deslizarse, según la fórmula
de Raymond Aron, de la aspiración democrática a la ilusión democrática. Si la
aspiración democrática expresa la aspiración a la igualdad, en un marco de
libertad y responsabilidad para todos, la ilusión democrática sería la
supresión de todo sistema de autoridad o de poder, o la creencia de que podría
existir una responsabilidad de todos en la práctica de la cosa pública que
fuese efectivamente igualitaria. Toda sociedad evolucionada es una sociedad
diferenciada y estructurada, una sociedad que implica por tanto la existencia
de un centro neurálgico de decisión, de una jerarquización. «A medida que se hace más democrática en lo exterior, la sociedad
reacciona ante la supresión de las desigualdades sociales de naturaleza
jurídica y política organizando una jerarquía interna», dice con razón Hannah
Arendt. No tener en cuenta el problema del límite jerárquico, es decir, el
límite antidemocrático inevitable o necesario en toda democracia, nos conduce,
bien a sumergirnos en un sueño fetal en el que la sociedad no sería sino una
yuxtaposición de células humanas no diferenciadas, bien a lanzarnos a un sueño
futuro en el que las máquinas serían las encargadas de desempeñar las funciones
políticas clásicas. Es preciso realizar prospecciones relativas a este sueño en
nuestra reflexión política fundamental. No obstante, en el medio plazo, el problema
consiste en buscar y reconocer el límite de la democracia, o, digámoslo de otra
manera, el problema estriba en detectar las contradicciones propias de una
política democrática.* (108-109)
El
fragmento es denso en ideas y problemas planteados, con esa síntesis final de
la necesidad de detección de las contradicciones características de la
democracia, de esa necesidad doble de ser igualitaria y estar jerarquizada.
Muchos
ciudadanos, en diversas partes del mundo, parecen plantearse, como una pregunta
viva, en las calles, las contradicciones de esa democracia insuficiente en la
que viven. A la aspiración y la ilusión democráticas, que Morin recoge de Aron,
parece unirse la "alucinación" democrática, estado en el que es la apariencia
de democracia lo que se muestra ante una pérdida de la capacidad decisoria de
los pueblos. ¿El carácter anti igualitario de las jerarquías implican
necesariamente que actúen en contra de los intereses generales?
Puede
ser cierta la necesidad de una jerarquía, de un orden para hacer que las
democracias funcionen y no se vuelvan caóticas. Pero el problema no es el de la
"organización" sino el de la pérdida de los fines correctos por parte de las jerarquías.
Lo que se cuestiona hoy mayoritariamente en las calles de medio mundo no es la
democracia ni la necesidad del poder, sino el mal uso, el abuso representativo.
Las
protestas de medio mundo son contra un poder que deja de responder a los
intereses ciudadanos, se corrompe y responde autoritariamente ante las
denuncias. Es el escenario clásico de las dictaduras, pero que ahora se ha
trasladado a las democracias. Hemos visto las protestas de la Primavera árabe
contra sus dictadores; ahora las vemos trasladadas a países con sistemas
democráticos. Y las acusaciones, con todos los matices y salvedades, son las mismas: corrupción y autoritarismo. En
unos casos se pondrá más énfasis en un punto que en otro, pero el resultado es la
protesta ciudadana. Las excusas de que la violencia de las protestas no es democrática no anula el hecho de que sean reales sus causas. Es muy preocupante que las democracias respondan con la violencia o con propuestas de recortes de
libertades con la excusa de garantizar el "orden". Las diferencias entre dictaduras y democracias pueden ser muy grandes,
pero es la deriva lo preocupante, la falta de una respuesta coherente y a tono
con la democracia por parte de los poderes. La protesta no es una moda; es un estado creciente de respuesta a la peligrosa degradación democrática, a su estancamiento formal.
Los
gritos en las calles ya no son para pedir democracia, sino una "democracia
real". Con los sistemas democráticos consolidados, lo que los ciudadanos
piden es que las personas a las que eligen velen realmente por sus intereses, con
lealtad, algo que no siempre se produce, como hemos podido ver en el origen
económico de esta crisis mundial. Es la idea simple del "99%" ignorado en beneficio
del 1% de privilegiados; resulta de la simple contemplación de las cifras que
muestran el crecimiento de las diferencias sociales y por tanto de los
privilegiados, que ven aumentado su poder.
La
corrupción siempre ha existido en cualquier sistema o país, pero las protestas
actuales reflejan, junto al rechazo a los múltiples casos que salpican a los
gobiernos en todos los niveles, la preocupación por la formación y sentido de
las elites políticas. Puede que las jerarquías sean necesarias, como señalaba
Morin, pero lo que no es inevitable es que sean corruptas o ignoren la voluntad
de quienes los eligieron.
Ya sea
por corrupción o por ineficacia, el mundo parece reclamar otro tipo de
dirigentes. Parece que el modelo clásico ha entrado en crisis y que el carisma
o la confianza diseñada mediáticamente ya no son suficientes para calmar la
protestas. Ya no todos son "problemas de comunicación". Hay que
ahondar, como reclamaba Morin, en las contradicciones.
La
gente está pidiendo otras cosas, probablemente muy sencillas: que se gobierne con
su mandato y por el bien común, pensando siempre en la mayoría y no en los
intereses de unos pocos.
La política ha cambiado, aunque muchos dirigentes no
se hayan dado cuenta.
* Edgar
Morin (2002): Introducción a una política
del hombre. Gedisa, Barcelona.
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