Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Necesitamos con urgencia una teoría de la discrepancia, aunque probablemente no nos sirva de mucho. Una teoría es un intento provisional de explicar algo, de intentar introducir el entendimiento, de satisfacer la curiosidad, de probar. Es un "a ver si lo he entendido", en términos coloquiales.
La
necesitamos urgentemente porque los niveles de discrepancia están llegando a
ser asfixiantes por omnipresentes. No soy nadie si no discrepo. "Discrepo luego
existo", parece ser su fórmula reduccionista y pragmática, algo que todo
el mundo puede entender. "Yo soy yo y mis discrepancias".
Le doy
vueltas al asunto mientras me preparo el primer café descafeinado de la mañana,
después de que los titulares de las 6 de suman en la preocupación ...
"Discrepancia entre los socios de gobierno", "Discrepancia entre
gobierno y oposición", por la parte nacional; mientras que fuera el mundo
se alinea igualmente: "el ochenta por ciento de los votantes de Trump
siguen discrepando del resultado electoral", lo que es discrepar de la
urnas, de los jueces, del Tribunal Supremo, del Colegio electoral... de la
realidad misma.
La
discrepancia se ha convertido en una forma de vida, en un estado equidistante
del ser respecto a otros seres, en una versión amarga del "Tú a Boston y
yo a California", en donde dos seres iguales van en direcciones opuestas
para no ser confundidos, el gran error en una sociedad de apariencias. La
discrepancia es la base de la definición, me digo. La propia vida funciona así
con la especiación, nos dicen los biólogos. Dos especies son distintas,
explican, cuando ya no pueden aparearse. Y aquí, "aparearse" no es
precisamente el término que se utilizada, aunque haya alguna aproximación semántica.
La discrepancia
constante, la discrepancia que busca el aplauso tiene algo de la reafirmación
adolescente, del llevar la contraria a todo para forjarse una identidad. Creo
que habría que recurrir a la Psicología de la Adolescencia para reinterpretar
estas afirmaciones por negación, este "antes muerto que en acuerdo", con
el que nos aburren cada día.
Cuanto
más pequeño es un partido, necesita una mayor discrepancia, de órdagos mayores.
La ausencia de responsabilidad es precisamente lo que provoca la irresponsabilidad
discrepante necesaria para marcar fronteras, como los perros marcan esquinas y
árboles.
Es mucho
más fácil discrepar, por supuesto, que llegar a acuerdos, que implica tener
ideas claras. Con acuerdos siempre puedes ser tildado de "traidor",
de "flojo", de "primo". Lo harán los que van detrás de ti o
a tu lado, como buitres, recogiendo tus concesiones y elevándolas a dimensiones
estelares de discrepancia. El universo se expande, nos dicen, las galaxias se
alejan unas de otras llenando creando el espacio. Nuestro universo político
discrepa a velocidades galácticas, alejándose unos de otros sin encontrar
agujeros de gusano por los que romper barreras y dar el salto espacio temporal.
Alguien,
algún teórico, asegura que el acuerdo es el principio del fin. El día en que
dices sí te has buscado la perdición. De nuevo, adolescencia inmadura de la
política, falta de responsabilidad y, sobre todo, de compromiso positivo. El
negativo, en cambio, es la promesa a las huestes de que nunca cederás, que tu
cruzada es infinita porque los peligros acechan.
Lo
preocupante es que ya todos están haciendo "populismo", sin ser
conscientes algunos. Se han dejado llevar por la discrepancia, que es el eterno
llevar la contraria y la percepción de los acuerdos como trampa saducea.
La base
de la democracia es aunar el mayor número de puntos en común, mientras que esta
democracia populista que vivimos se nutre de acumular desacuerdos. No se habla
con el otro más que para no acordar nada; se hace para confirmar el desacuerdo.
Joe Biden dice que hay que superar los desacuerdos, que va a gobernar para todos y sanar las heridas. No he dicho las "viejas heridas", como requiere el tópico porque no tienen nada de viejas, son recientes, actuales, actualizadas, "heridas 2.0", que dirían ahora. Lo viejo es el "hardware" mientras que el software retórico se renueva para parecer dinámico y enganchar al público.
Y aquí
comienza lo malo. Nadie discrepa en silencio, en lo alto de una montaña o en
mitad del desierto. No, la discrepancia es ruidosa por naturaleza; su función
precisamente es atraer la atraer la atención, seducir, encontrar adeptos a los
que hay que calentar para que aplaudan nuestro desencuentro. Es un movimiento
doble de repulsión y atracción. Cuanto más me enfrento al otro, más me uno a
los míos. De nuevo, el ejemplo del trumpismo es muy claro. Pero no hay que
cruzar el océano. Lo tenemos con igual claridad, aunque con variantes
distintas, entre nosotros.
Una
generación de políticos sin ideas, pero con enorme entrenamiento mediático, ha
descubierto que la gente les atiende más cuando se dedican a poner verde a sus
opositores, cuando los estigmatizan, cuando los convierten —como hicieron los
nazis— en "inhumanos". Mira por donde, los métodos totalitarios
empiezan a estar de moda. Pero, cuidado, aquí se pasa del estilo comunicativo a
comunicarse con navajas y pistolas, como ha mostrado la política
norteamericana. Cada vez se resuelven más cosas de forma callejera y la calle,
como se decía antes, es una escuela de malas costumbres.
Los noticiarios nos muestran calles iracundas por todo el mundo. Es el recorrido de la discrepancia de base, la conversión del planeta en la acera de la protesta. Las imágenes de las manifestaciones de ayer en Ucrania no muestra la pancarta absoluta, la discrepancia total: un dedo agresivo. No hace falta más. Acabará siendo el icono universal de la discrepancia y ya se ve por otras discrepancias.
Sigo
pensando que las sociedades democráticas modernas deben ser sociedades de
avances compartidos, de acuerdos sensatos. La política ya no es lo que era. No
busca gestionar las mejoras sociales, sino mantener el poder desde la creación
de barreras divisoras, de "votantes cautivos" y "cautivados"
por la retórica del enfrentamiento, de satanización del otro, del que
se discrepa por sistema. El "sí" requiere cierta competencia
intelectual; el "no" necesita solo de la ridiculización del otro, de
reducirlo a caricatura satánica. Se disfraza como ideología lo que no es más
que obstinación y falta de miras.
La discrepancia no es mala per se. Es mala cuando forma parte de una estrategia. La democracia es partir de discrepancia hacia acuerdos y no al contrario, romper acuerdos, convivencia para incendiar las relaciones sociales. La discrepancia positiva lleva a las mejoras; la discrepancia por sistema impide consolidar nada y tiene efectos de retroceso, genera violencia innecesaria, produce falta de metas... Poco progreso hay en ella. ¿De qué sirve aprobar una ley que ya se anuncia será cambiada cuando se cambie el poder? Se convierte en un argumento: hay que ganar para que no te cambien la ley que tú querías. Así se monta la estrategia de la discrepancia activa y permanente.
El
problema es que estamos creando demasiadas discrepancias sobre el tablero de
juego. La política cizañera avanza en todo el mundo. Lo hace intensificando las
discrepancias y pidiendo a la gente que se sume a ellas, que se dé un baño de
negatividad emocional. Esto ocurre en una vieja democracia en crisis, como la
norteamericana, pero también en jóvenes democracias, como la española. Allí
donde no es ni vieja ni joven ni es democracia se ha intensificado el
totalitarismo, fenómeno creciente, ahora y antes aplaudido por las masas discrepantes.
Hace falta "buena voluntad" para que haya paz en la tierra. Pero los señores de la guerra prefieren otra cosa. Atacó mi tercer café dándole vueltas a esa necesaria (aunque inútil) teoría de la discrepancia.
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