Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Recuerdo
cuando me enseñaban en el colegio que un "metro" era la distancia que
había entre dos marcas en una barra de platino iridiado que se guardaba en la
Oficina de Pesas y Medidas en París. Uno se tenía que imaginar una barra de
esas características y luego que todos los metros que había en el mundo habían
sido tomados sobre aquellas dos rayitas tan importantes, copiándolas y
trasladándolas. Gastábamos por entonces la broma del que iba a París, ponía los
dedos sobre cada una de las marcas regresaba a España tratando de mantener las
distancias para lo que llegara aquí fuera lo más parecido a un metro como el
que había en la capital francesa.
Aquel
lugar francés, templo de la precisión, custodio de las medidas sacras, se nos
antojaba como un lugar que debía ser vigilado y protegido porque si
desaparecían esas referencias, ¿qué iba a ser del mundo? ¿Qué caos podría
producirse en el mundo si de repente alguien se llevara de allí aquel objeto
exacto, que no podía ser verificado por nadie más que por sí mismo? Un metro
era aquello y aquello era un metro. No había nada antes. Con su
nacimiento nació el metro.
De vez
en cuando me lleva la memoria a aquella definición del metro que, según creo
—como casi todas— ha sido modificada por otras más técnicas y menos
comprensibles. Lo de la vara era de comprensión inmediata. Mayor precisión sería
dar los datos de la calle parisina y el piso en el que se encontraba la varita,
el "metro".
El
"metro" así entendido era muy superior a las medidas de
"pies", "pulgadas", "brazadas", etc. que
dependían evidentemente del pie, pulgares y tamaño de los brazos. Por ejemplo,
el Diccionario de la Lengua nos define "brazada" como "Cantidad
de cualquier cosa que se puede abarcar con los brazos de una sola vez." Es
decir, que el que tiene los brazos más amplios y más fuertes tiene una
capacidad mayor, sus brazadas son más cosas. Es tan sencillo como los pies o
las pulgadas.
Lo de
los pies me trae a la mente las discusiones en los recreos cuando había que
medir distancias. Eran los pies lo que se utilizaban. Pero no era lo mismo el
que tenía un 38 que el que se había desarrollado y andaba ya por el 42. Los
pies se complementaban con los dedos de la mano. "3 pies y 8 dedos",
podíamos medir, pero era inmediatamente contestado por otro con pies y manos
distintos.
Pues de
todas estas cosas en las que lo preciso se nos revela impreciso, me acuerdo
cuando veo a nuestros presentadores televisivos intentando dar sentido preciso
al término "allegados", que el gobierno ha incluido en las cuentas
del número de personas (físicas, por supuesto) con las que se puede compartir
mesa (la comida no es problema porque se puede enviar). Pese a todo, el otro
día en un programa televisivo discutían cómo había que servir los platos (no
compartir) y solo un chef preparando. A la presentadora que asistía a la
demostración en el plató se le escapó que no pondría marisco en su cena
navideña por motivos de seguridad (chuparse los dedos), lo que supongo que
habrá suscitado notas de protesta y pedidos de cese por parte de cofradías de
mariscadores o de empresas de alimentación y supermercados. Nada de platos
comunes y sírvase cada uno, ni hablar. Cada uno en su platito y nada de
compartir. Ese era el consejo que se nos daba desde el programa informativo
para evitar que la tercera ola mal contada nos traiga una pos navidad
complicada, una cuesta de enero coronavírica difícil de remontar.
La
necesidad de dilucidar quién en un "allegado" se ha convertido en
urgente porque hay que ir comprando. Para las grandes empresas del sector
alimentario, un "allegado" es alguien que se sentiría ofendido si se
le deja fuera de la cena o comida y se le impide llevar el postre, riesgos que
sobrevuelan el ambiente navideño.
Las
cadenas televisivas consultan el DRAE y luego consultan al público, es decir,
al primero que pasa por la calle y le preguntan. La coincidencia de la mayoría
es que así cada uno hará lo que le dé la gana, algo muy probable. Hay que
volver a casos anteriores durante la pandemia y recordar lo ocurrido cuando los
expertos empezaron a preocuparse por la salud de los niños y los padres
aprovecharon para hacer de las suyas y reunirse en parques mientras los niños
se aburrían. Hay que recordar lo ocurrido con las mascotas y sus paseos
agotadores, sus abandonos tras el encierro. De nuevo otro abuso, con tráfico de
perros incluido.
Es una
pena que los Ozores ya no trabajen porque seguro que sacaban una película este
año con el título de "Los allegados", con Esteso y Pajares, en los
papeles principales, junto a todos esos asiduos (y allegados) actores en su
cine popular. Seguro que les salía un guión redondo.
Este
país —frustración de expertos, nido de listos— necesita más sentido común, pero
¡ay! ¿dónde encontrarlo? Estamos empezando a ser país de leyes confusas y
trampas precisas. No es fácil rastrear el sentido común. En la clase política,
desde luego, no. Es más, bastaría que uno lo tuviera para que los demás dijeran
lo contrario, como es ya costumbre.
Si
encontráramos a alguien con un sentido común estable, a lo mejor había que
hacer como con la varita del "metro", encerrarlo cómodamente en una
oficina parisina y escucharle las respuestas sensatas ante las tonterías que
escuchamos cada día. Si consiguiéramos a alguien con un sentido común ejemplar,
se convertiría en una especie de oráculo. Quizá estoy siendo demasiado
optimista y lo que ocurriría es justo lo contrario, que nadie le consultara
porque sabemos aprovechar bien las imperfecciones del leguaje, la distancia
entre las palabras y las cosas, que nos diría Foucault, nuestra capacidad de
fabricar metáforas y ficciones y luego olvidarnos de ellas que diría Nietzsche
o que se nos quedaran las palabras como hojas muertas en la boca, como nos escribe
el Lord Chandos de Hofmannsthal.
Hemos
estrujado las palabras, las hemos retorcido hasta hacerlas decir lo que nos
interesa y conviene. Un "allegado" será, finalmente, una persona que
esté en nuestra mesa y no al contrario. El que esté allí, como la vara
parisina, será un "allegado" y no se hable más.
Descubrimos
que el lenguaje es maravillosamente impreciso, algo que gusta a los poetas y a
los vendedores de sueños, ya sean políticos, económicos o de belleza.
Descubrimos que solo por aproximación y acuerdo nos entendemos y que
si no queremos, ni nos aproximamos ni nos entendemos, que es la fase en la que
estamos. Unos días muy listos, otros muy tontos. Días de precisión y días
escépticos, posmodernos o de atajos hacia lo que queremos conseguir. Retorcemos
las palabras para sacarle el jugo que nos interesa unos días, pero otros nos
volvemos tontos semánticos, inútiles de entendederas, y no sabemos qué quieren decir palabras como
"allegados", "convivientes", etc. y necesitamos que nos lo
expliquen sin demasiada fortuna. Quizá para febrero, quizá cuando llegue la vacuna...
¿Recuerdan
la magistral "Placido", el filme de García Berlanga, con su campaña
navideña "Un pobre en vuestra mesa"? El problema navideño no es cuántos
puedo sentar a mi mesa, sino cuántos se van a quedar sin mesa, sin comida y sin
langostinos con los que chuparse los dedos y contagiarse; cuántos se van a
quedar por el camino en casas, uci y residencias. Mejor contagiarse con alguien de confianza que con un desconocido. Al final, si sobrevives, siempre te puedes echar unas risas con los colegas, perdón, con los allegados.
Aquí
pasamos del sufrimiento al consumismo con una velocidad pasmosa; pasamos del experto al analfabeto interesado en un santiamén, que es, según mi Nuevo Diccionario de Dudas Circunstanciales, "el tiempo que tarda uno en contagiarse si no se toman medidas eficaces".
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