viernes, 4 de diciembre de 2020

Allegados o la miseria del lenguaje

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)



Recuerdo cuando me enseñaban en el colegio que un "metro" era la distancia que había entre dos marcas en una barra de platino iridiado que se guardaba en la Oficina de Pesas y Medidas en París. Uno se tenía que imaginar una barra de esas características y luego que todos los metros que había en el mundo habían sido tomados sobre aquellas dos rayitas tan importantes, copiándolas y trasladándolas. Gastábamos por entonces la broma del que iba a París, ponía los dedos sobre cada una de las marcas regresaba a España tratando de mantener las distancias para lo que llegara aquí fuera lo más parecido a un metro como el que había en la capital francesa.

Aquel lugar francés, templo de la precisión, custodio de las medidas sacras, se nos antojaba como un lugar que debía ser vigilado y protegido porque si desaparecían esas referencias, ¿qué iba a ser del mundo? ¿Qué caos podría producirse en el mundo si de repente alguien se llevara de allí aquel objeto exacto, que no podía ser verificado por nadie más que por sí mismo? Un metro era aquello y aquello era un metro. No había nada antes. Con su nacimiento nació el metro.



De vez en cuando me lleva la memoria a aquella definición del metro que, según creo —como casi todas— ha sido modificada por otras más técnicas y menos comprensibles. Lo de la vara era de comprensión inmediata. Mayor precisión sería dar los datos de la calle parisina y el piso en el que se encontraba la varita, el "metro".

El "metro" así entendido era muy superior a las medidas de "pies", "pulgadas", "brazadas", etc. que dependían evidentemente del pie, pulgares y tamaño de los brazos. Por ejemplo, el Diccionario de la Lengua nos define "brazada" como "Cantidad de cualquier cosa que se puede abarcar con los brazos de una sola vez." Es decir, que el que tiene los brazos más amplios y más fuertes tiene una capacidad mayor, sus brazadas son más cosas. Es tan sencillo como los pies o las pulgadas.

Lo de los pies me trae a la mente las discusiones en los recreos cuando había que medir distancias. Eran los pies lo que se utilizaban. Pero no era lo mismo el que tenía un 38 que el que se había desarrollado y andaba ya por el 42. Los pies se complementaban con los dedos de la mano. "3 pies y 8 dedos", podíamos medir, pero era inmediatamente contestado por otro con pies y manos distintos.



Pues de todas estas cosas en las que lo preciso se nos revela impreciso, me acuerdo cuando veo a nuestros presentadores televisivos intentando dar sentido preciso al término "allegados", que el gobierno ha incluido en las cuentas del número de personas (físicas, por supuesto) con las que se puede compartir mesa (la comida no es problema porque se puede enviar). Pese a todo, el otro día en un programa televisivo discutían cómo había que servir los platos (no compartir) y solo un chef preparando. A la presentadora que asistía a la demostración en el plató se le escapó que no pondría marisco en su cena navideña por motivos de seguridad (chuparse los dedos), lo que supongo que habrá suscitado notas de protesta y pedidos de cese por parte de cofradías de mariscadores o de empresas de alimentación y supermercados. Nada de platos comunes y sírvase cada uno, ni hablar. Cada uno en su platito y nada de compartir. Ese era el consejo que se nos daba desde el programa informativo para evitar que la tercera ola mal contada nos traiga una pos navidad complicada, una cuesta de enero coronavírica difícil de remontar.



La necesidad de dilucidar quién en un "allegado" se ha convertido en urgente porque hay que ir comprando. Para las grandes empresas del sector alimentario, un "allegado" es alguien que se sentiría ofendido si se le deja fuera de la cena o comida y se le impide llevar el postre, riesgos que sobrevuelan el ambiente navideño.

Las cadenas televisivas consultan el DRAE y luego consultan al público, es decir, al primero que pasa por la calle y le preguntan. La coincidencia de la mayoría es que así cada uno hará lo que le dé la gana, algo muy probable. Hay que volver a casos anteriores durante la pandemia y recordar lo ocurrido cuando los expertos empezaron a preocuparse por la salud de los niños y los padres aprovecharon para hacer de las suyas y reunirse en parques mientras los niños se aburrían. Hay que recordar lo ocurrido con las mascotas y sus paseos agotadores, sus abandonos tras el encierro. De nuevo otro abuso, con tráfico de perros incluido.



Es una pena que los Ozores ya no trabajen porque seguro que sacaban una película este año con el título de "Los allegados", con Esteso y Pajares, en los papeles principales, junto a todos esos asiduos (y allegados) actores en su cine popular. Seguro que les salía un guión redondo.

Este país —frustración de expertos, nido de listos— necesita más sentido común, pero ¡ay! ¿dónde encontrarlo? Estamos empezando a ser país de leyes confusas y trampas precisas. No es fácil rastrear el sentido común. En la clase política, desde luego, no. Es más, bastaría que uno lo tuviera para que los demás dijeran lo contrario, como es ya costumbre.

Si encontráramos a alguien con un sentido común estable, a lo mejor había que hacer como con la varita del "metro", encerrarlo cómodamente en una oficina parisina y escucharle las respuestas sensatas ante las tonterías que escuchamos cada día. Si consiguiéramos a alguien con un sentido común ejemplar, se convertiría en una especie de oráculo. Quizá estoy siendo demasiado optimista y lo que ocurriría es justo lo contrario, que nadie le consultara porque sabemos aprovechar bien las imperfecciones del leguaje, la distancia entre las palabras y las cosas, que nos diría Foucault, nuestra capacidad de fabricar metáforas y ficciones y luego olvidarnos de ellas que diría Nietzsche o que se nos quedaran las palabras como hojas muertas en la boca, como nos escribe el Lord Chandos de Hofmannsthal.



Hemos estrujado las palabras, las hemos retorcido hasta hacerlas decir lo que nos interesa y conviene. Un "allegado" será, finalmente, una persona que esté en nuestra mesa y no al contrario. El que esté allí, como la vara parisina, será un "allegado" y no se hable más.

Descubrimos que el lenguaje es maravillosamente impreciso, algo que gusta a los poetas y a los vendedores de sueños, ya sean políticos, económicos o de belleza. Descubrimos que solo por aproximación y acuerdo nos entendemos y que si no queremos, ni nos aproximamos ni nos entendemos, que es la fase en la que estamos. Unos días muy listos, otros muy tontos. Días de precisión y días escépticos, posmodernos o de atajos hacia lo que queremos conseguir. Retorcemos las palabras para sacarle el jugo que nos interesa unos días, pero otros nos volvemos tontos semánticos, inútiles de entendederas, y no sabemos qué quieren decir palabras como "allegados", "convivientes", etc. y necesitamos que nos lo expliquen sin demasiada fortuna. Quizá para febrero, quizá cuando llegue la vacuna...



¿Recuerdan la magistral "Placido", el filme de García Berlanga, con su campaña navideña "Un pobre en vuestra mesa"? El problema navideño no es cuántos puedo sentar a mi mesa, sino cuántos se van a quedar sin mesa, sin comida y sin langostinos con los que chuparse los dedos y contagiarse; cuántos se van a quedar por el camino en casas, uci y residencias. Mejor contagiarse con alguien de confianza que con un desconocido. Al final, si sobrevives, siempre te puedes echar unas risas con los colegas, perdón, con los allegados.

Aquí pasamos del sufrimiento al consumismo con una velocidad pasmosa; pasamos del experto al analfabeto interesado en un santiamén, que es, según mi Nuevo Diccionario de Dudas Circunstanciales, "el tiempo que tarda uno en contagiarse si no se toman medidas eficaces".


Diario de Sevilla



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