Joaquín Mª Aguirre (UCM)
El
diario El País retrató ayer, de mano de Íñigo Domínguez, uno de esos retratos
crueles en los que se refleja la distancia entre el pasado, el presente y,
desgraciadamente, el futuro que cabe imaginar a cada lector del texto. El
artículo en cuestión se titula "Lecciones en sepia", con la siguiente
entrada: "Los tres padres vivos de la Constitución dieron lecciones
magistrales, con el inconveniente de poner en evidencia un nivel político que
está a años luz de los que tenían delante". Pocas veces ha habido ocasión
tan clara y directa de contraste y, como suele decirse, que se nos caiga en
alma a los píes.
Una de
las "tendencias" de muchos políticos actuales es el castigo de la
llamada "transición" que se culminó canalizando la realidad española
del momento concretándose, como ocurre en otras sociedades estables, en unas
constitución que nos permitiera vivir juntos y desarrollarnos juntos. La
finalidad de cualquier acción política sensata es unir, cohesionar más y mejor
a la sociedad en la que se da. Por el contrario, el suicidio de una sociedad es
avanzar en lo que enfrenta y disgrega. Tenemos ejemplos claros alrededor del
mundo, en sociedades avanzadas —como ocurre con la terrible división social
creada por Donald Trump— o llevadas al extremo violento en sociedades sin
tradición democrática, seccionadas en dos, negándose el pan y la sal los unos a
los otros. Para ejemplos de este segundo tipo, basta con ir a la primera página
de cualquier periódico o sentarse ante un noticiario televisivo.
Desde
hace tiempo, la política española entró en la senda de la división y renunció a
lo más elemental, que se gobierna para todos y que las mayorías no son patentes
de corso. Se gobierna para todos y, por ello, hay que pensar en que puede
ocurrir como está ocurriendo en Alemania, que aquellos que tienen opiniones
distintas y contrarias se tengan que sentar en una mesa a negociar un gobierno
por el bien de todos los alemanes. Alemania, además, dio el ejemplo de ser un
país que no solo supero su pasado sino que ha tenido que enfrentarse a una
reunificación de su territorio dividido, por lo que dio otro ejemplo de
sensatez adaptándose y venciendo los retos que la Historia le ponía delante.
No deja
de ser paradójico que la política española haya derivado hacia un absurdo frentismo
que implica la negación y estigmatización del otro, convertido en caricatura
risible, en objeto de chiste. Tenemos el agravante de que nuestra estructura
autonómica, bajo mandatos de distinto signo, se utilice para el
enfrentamiento y la erosión de las instituciones superiores. Las autonomías de
un signo se dedican a la erosión de un gobierno central de signo contrario o los
gobiernos centrales distinguen entre los de su cuerda y los contrarios. En
resumen, se aprovechan las instituciones para desunir a la propia ciudadanía.
No hace falta recordar la crisis más violenta producida en España con el
secesionismo catalán y lo que eso ha producido dentro de la propia sociedad
catalana, dividida prácticamente por la mitad y llevada a un punto impredecible
en sus consecuencias.
En el 78 se produjo un movimiento generalizado hacia el "centro", con un centro izquierda y un centro derecha, algo que Europa había procurado para su propia existencia a sabiendas de que a mayor radicalismo, mayor desunión. Hasta los comunistas pasaban a ser "eurocomunistas" para adaptarse a los nuevos aires de una construcción moderada y no enfrentada hasta la ruptura. Hoy, en cambio, vivimos tiempos "populistas" o de copia de las maneras populistas para poder subsistir en un ecosistema mediático basado en el grito y en llamar la atención. Hasta el más mediocre sabe gritar.
El
artículo de Íñigo Domínguez describe las impresiones resultantes de poner
juntos a los políticos que fueron capaces de hacer una constitución y aquellos que no saben muy bien qué hacer con
ella, los que buscaron acuerdos por encima de sus ideas y los que, carentes de
ideas, se recrean en el desacuerdo.
La sala donde ha tenido lugar la comisión
para revisar la Constitución tiene colores ocres, ambiente antiguo y luz de
trasatlántico, hasta un carillón que da las horas. En el fondo, los retratos en
sepia de los siete padres de la Constitución, y los únicos tres vivos pasaron
como abuelos sabios por el hogar familiar a contar sus secretos a los nietos.
Herrero de Miñón, con sombrero y maletín, parecía que acababa de bajarse del
tranvía de otra época. Pero qué época, y qué personajes. Dieron lecciones
magistrales y, en efecto, en demasiadas ocasiones los diputados actuales
parecían chiquillos, perdidos en sus risibles politiqueos del día o a años luz
de estatura. Cuando dejaba de hablar alguno de los ponentes se caía el alma a
los pies al comprobar la caída de nivel. Los discursos de Adriana Lastra, del
PSOE, podían haber servido igual para inaugurar un pantano y apenas hizo
preguntas.*
La
decadencia de nuestra clase política es evidente. No es la única. Es un
fenómeno bastante generalizado, pero que arreglen ellos el suyo y nosotros nos
dediquemos al nuestro. Un mundo mediatizado valora más la extravagancia que la
sensatez. Piense en Trump, culminación de este tipo de extravaganza.
Los "padres
de la constitución" no eran simples
diputados con ganas de salir en una foto. Eran profesionales del Derecho
(catedráticos muchos de ellos), con largas trayectorias y experiencia políticas
que iban de la cárcel a las aulas. Muchos se habían fogueado en instituciones internacionales
donde habían recibido lecciones y apoyo de un Olof Palme, un Willy Brandt, de un Helmut Kohl, por
poner nombres suficientemente conocidos. Tenían la mayor parte de
ellos trayectorias profesionales previas a su entrada en la política, que
habían compaginado por vocación. Y todos sabían que estaban condenados a entenderse en lo
básico. Lo hicieron. Hoy son incapaces, porque siempre es más rentable el
desacuerdo que el acuerdo.
Debería
crearse una gran asociación ciudadana que se llamara "Keep Calm y siéntense",
por ejemplo, que llamara al entendimiento político en los grandes temas
nacionales. Los ciudadanos saldríamos ganando en tranquilidad, dejaríamos
muchas angustias fuera y valoraríamos mejor a la clase política. Lo importante
no son ellos, sino nosotros. "Los diputados actuales parecían chiquillos,
perdidos en sus risibles politiqueos del día o a años luz de estatura",
escribía Domínguez de los políticos que por allí rondaban.
Hay una
parte del texto de fina ironía:
Llamaba la atención que incluso escuchaban a
todos con atención, y es que eran los únicos sin móvil. Contaron batallitas,
paradojas que chirrían en los esquemas de hoy, se cargaron tranquilamente el
Senado como una triste concesión a los políticos para colocar a sus acólitos y
dieron repasos históricos y de política comparada hasta con el federalismo en
India. Con ellos parecía posible hablar y entenderse. No dio la impresión de
que nadie les hiciera sombra, solo la pelota.*
"Hablar
y entenderse" es una buena definición de lo que debería ser la forma de
actuar en la política de los países cuya aspiración es la estabilidad y el
progreso. No se "habla" porque es más rentable "gritar",
algo más propio del mitin, acto para el que es posible entrenarse como hace
cualquier actor. Pero la sabiduría que es necesario utilizar en el diálogo, en
la negociación, no la aparente del actor, sino la del guionista.
Me
gusta la observación, casi stendhaliana, de Domínguez cuando se fija en que eran
los únicos sin teléfono móvil. Eso dice mucho pues el teléfono es una forma
doble de estar y no estar. El cuerpo se deja como huella en las fotos, pero la
mente —la atención— está en cualquier otro lado o en ningún sitio, pues tengo
la sospecha que muchos miran el móvil de forma hipnótica para hacer creer que
son seres conectados con el mundo, aunque estén lejos de la realidad.
*
"Lecciones en sepia" El País 10/01/2018
https://politica.elpais.com/politica/2018/01/10/actualidad/1515607731_508398.html
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