lunes, 22 de enero de 2018

La señora Graham entierra sus fantasmas

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La película de Steven Spielberg estrenada estos días, Los archivos del pentágono (The Post 2017), ha recibido buena crítica tanto por su contenido como por su oportunidad histórica. En tiempos de Donald Trump, las fakes news y la posverdad era necesario volver a realizar una precuela de "Todos los hombres del presidente", con cuyos genes enlaza. Y no podía ser de otra manera. Son aquellos dos momentos de la publicación de los documentos sobre Vietnam y el escándalo Watergate los que hicieron ganar el prestigio a la prensa y establecer una línea divisoria.
Un aspecto que no se resalta demasiado de la película es para mí, sin embargo, aquel en el que merece la pena ahondar: la separación de la clase política y los medios, creados alrededor de importantes familias. Políticos y dueños de periódicos configuraban una misma clase, como se atestigua en la película a través de las fiestas comunes.

Se clama por una prensa libre, sí, pero también se nos muestra una prensa prisionera de los lazos de amistades. Cuando alguien se pregunta cómo han estado mintiendo al pueblo norteamericano los políticos durante dos décadas, la respuesta está en gran medida en las fotografías de cenas y encuentros amigables entre los editores de los periódicos y los políticos que pueblan escritorios y estantes de sus despachos.
La lucha de la señora Kay Graham que es evaluada como una cuestión feminista es en realidad una lucha no solo contra los hombres que no la valoran, sino contra sus sentimientos por valorar a sus amistades, en especial a la responsable del informe, Robert McNamara (se denominaría "informe McNamara"). La señora Graham vive en un mundo masculino (y lo seguirá haciendo), pero tras su decisión de publicar habrá cortado los lazos con la aristocracia política con la que ha vivido y compartido tantos buenos momentos.
El privilegio de cenar en la Casa Blanca un par de veces a la semana es lo que se ha perdido en esta operación. No es casual que el guión comience con la sanción al Washington Post para no entrar a cubrir la boda de Patricia Nixon, algo que parece un gigantesco castigo por haber sido críticos anteriormente desde la sección de "Sociedad". En realidad, el Post deberá elegir entre cubrir bodas y vida social de la clase política norteamericana o pasar a ser lo que Steve Bannon en este "momento Trump" ha llamado el "partido de la oposición", es decir, la prensa crítica.


El pasado es siempre una reconstrucción desde los filtros del presente. Sacar a colación lo que ocurrió con The Washington Post en aquellos años solo tiene sentido como un contraste con lo que ocurre en el presente. Aunque la situación sea muy diferente, lo cierto es que no es menos grave. La solidaridad final con la que los medios acaban respondiendo, el amparo de la ley a los medios frente a los ataques del poder es algo de otro tiempo.
Lo que tenemos hoy no es una separación entre poder y medios, como la que se nos muestra para la independencia, sino una legión de medios creados exprofeso para llevar a ciertos candidatos a la Casa Blanca. Se combate a los medios con otros medios, la verdad con las fake news, la información con la desinformación.
Lo que nos cuenta la película de Spielberg es cierto como principio teórico, pero se encuentra muy alejado de la realidad que vivimos hoy. Los periódicos como The Washington Post o The New York Times pueden tener en sus manos la verdad que se filtra, pero su posición está mucho más debilitada en lo segundo más importante: la recepción pública. No sirve de mucho decir la verdad cuando a los otros no les importa la verdad.


¿Nos ha dejado de importar la verdad? La gran preocupación moral de los periodistas de la película es "nos han mentido durante décadas". Hoy parece que muchos aceptan que la mentira es un buen medio para alcanzar los fines que se plantean. El presidente Trump tiene su propio contador de mentiras diario, que se mueve cada vez que dice una. Ya es el presidente más embustero de la historia de los Estados Unidos. Pese a ello tiene un público que considera que es su portavoz o su paladín. ¿Les importa a ellos la verdad? Probablemente no.
La distancia entre los años 70 y hoy es grande. Y lo es mucho más en el aspecto mediático en el que prácticamente todo ha cambiado con la revolución digital y la redes de comunicación. Mientras los lógicos, filósofos y lingüistas se preocupan por la "verdad", el mundo de la comunicación la simplifica en un mundo de "like", en el que no se mide la verdad en sí sino la aceptación y eficacia. En un mundo de expertos, la verdad se ha cambiado por la mentira más votada o aceptable. No se trata de encontrarla en búsquedas frenéticas, como nos muestra la película de Spielberg, sino de fabricarla acorde a los gustos y demandas. ¿Qué quieren creer? es la pregunta que resuena en muchos despachos y centros. Es el maquiavelismo de la comunicación en un mundo hípercomunicado.


Un ejército de profesionales de la seducción social ofrece sus servicios para convencernos de aquello que sea lucrativo o beneficioso para quienes les financian. Podemos vender como lugares paradisiacos países en los que el hambre hace estragos o como edenes turísticos dictaduras crueles. Que la realidad no te estropee un buen folleto. Podemos crear campañas para animar burbujas especulativas de cualquier orden. Solo hay que pedirlo.
Hoy, ejércitos de hackers, bots automáticos, tuiteros, etc. crean campañas de opinión y de desinformación. Pueden acosar a cualquiera que les lleve la contraria. Idealistas de cualquier causa no dudan en usar fotos falsificadas o de otras situaciones anteriores para promover sus causas jaleados por la retaguardia que les alienta desde otros países.
El mundo descrito por Spielberg en su película ya no existe. La Fox News no tiene reparos en hacer apología del presidente mentiroso convirtiéndose ella misma en un medio tóxico marcado para el resto. Prefieren conservar el target de los votantes acérrimos de Trump antes que dejar manifestarse algún tipo de cercanía a la verdad. Tendrían mucha dificultad en que su ganado público se lo permitiera.


El caso de Trump es solo uno de los malos ejemplos al mundo en cuento a la prensa (también otros muchos). En Egipto, el presidente Abdel Fattah al-Sisi también considera que la prensa es un enemigo que se ha de controlar. Los cierres y bloqueos de medios son constantes. Con el aparato mediático del estado a su servicio, los amigos empresarios le compran los periódicos y canales de televisión que son adversos. Igualmente se controlan los medios mediante el desembarco de los afines en el sindicato de la prensa y los legisladores crean leyes restrictivas para los medios y los profesionales. Un ejército de vigilantes le atiende lo que ocurre en las redes sociales, tanto manifestándose a favor como criticando a los opositores democráticos.
Otro tanto ocurre en Turquía, donde Erdogan ha cerrado medios con la excusa del intento de golpe de estado. No solo ha purgado administración, ejércitos, universidades, etc. sino muy especialmente los medios. Otros países, incluso alguno europeo, avanzan hacia el control mediático con leyes restrictivas. En el centro de las miradas en este espacio mediático global está Rusia, otro país cuyo régimen ha reducido a la prensa a mínimos.


La película de Steven Spielberg es valiosa por lo que significa su mensaje en el ámbito estadounidense, pero también es importante para un mundo en el que los medios ya no están en manos de antiguas familias que llevaban el periodismo en los genes y deseaban ser referencia social. Hace bien Spielberg en mostrar que son muchas las lacras que sacuden a una profesión cuya función es esencial en una vida democrática.
Para ello, lo primero es romper los lazos con el poder o con cualquier fuerza que nos haga contenernos en la administración de las verdades que son necesarias para poder mantener una vida pública sana.
El hecho de no mantener lazos amigables con el mundo de la política es ampliable a cualquier otro campo. Ya que se habla del feminismo de la película, podría decirse otro tanto de un silencio interesado que la prensa ha mantenido precisamente por conservar lazos con los poderosos de la industria. Me refiero, evidentemente, al silencio frente al acoso sexual en la industria del cine y el espectáculo, que podría ser un equivalente a lo ocurrido durante décadas de tapar los escándalos de Hollywood.


La gente tenía derecho a saber qué ocurría en Vietnam y los medios hicieron bien en dar la batalla frente a la Casa Blanca, institución que había mentido sobre lo que ocurría allí y sobre el resultado de la guerra. Spielberg nos muestra sobre todo las dudas de Kay Graham, la dueña del periódico, por perder las amistades, por no querer manchar la memoria de aquellos amigos con los que habían mantenido relaciones muy próximas. Otros, los hombres de su Consejo, lo harán por el dinero que arriesgan.
Spielberg traslada el centro de la película precisamente a la toma de esa decisión que involucra además la memoria de su marido y su propia familia, rompiendo una tradición de alianza con la Casa Blanca basada en la amistad. Su reacción es la reevaluación de su propio pasado: ¿cómo pudieron engañarles aquellos buenos amigos? La respuesta es sencilla: les necesitaban precisamente para transmitir que la guerra iba bien.

La señora Graham enterró sus fantasmas para que The Washington Post pudiera ser un periódico alejado del poder. Con ello se distanció de la Casa Blanca y del propio pasado del periódico. Se abrió un nuevo camino hasta llegar al punto en el que nos enfrentamos. Mientras unos hablan del valor de la verdad, otros hablan del poder de la mentira. 
De nuevo habrá que elegir, como hubo que hacerlo entonces. 



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