Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Los atentados
ocurridos ayer en París son una muestra de que la guerra contra el Estado Islámico
no es una guerra en un país o contra un país. No es la guerra de Siria o en Siria. Es un desafío al mundo desde una idea perversa que se materializa en aquellos lugares en los que
puede hacer daño. Frente a esta idea dañina, están los valores de la
convivencia y las libertades individuales que son las que niegan con cada acto
terrorista.
Cada
mente terrorista es un territorio ocupado, colonizado, un terreno militarizado
desde el que puede partir un ataque en cada momento hacia el mundo que tiene a
su alrededor, un mundo que entiende como intrínsecamente malo y que es
necesario destruir.
En la
medida en que se recorte su presencia local, se manifestará globalmente,
actuando allí donde se encuentre en las cabezas de los que entienden que la
muerte es el sacrificio que se les pide para alcanzar sus objetivos dobles: objetivos
personales, las promesas en las que
creen, y estratégicos, lo que quieran destruir. Matar a otros es el final de su camino en un proceso de
transformación personal que suponen les reportará algún beneficio en otra vida,
y lograrán crear su reino en la
tierra. Paradise now!
Los
atentados del avión de pasajeros ruso en Egipto, los de Beirut hace un par de
días y los de ayer en París son formas de manifestar esa voluntad de muerte
propia y ajena. Se han producido en un tiempo corto generando dolor y muerte.
No es
fácil controlar el yihadismo quintacolumnista. Están ahí, esperando,
simplemente. Es una realidad con la que hay que convivir y estar alerta.
También es una realidad que hay que impedir que se desarrolle por diversos
medios. Los remedios militares y policiales son los que se aplican cuando gran
parte del mal está ya hecho, diseminado.
Como
todo lo que se crea en la mente, hay que combatirlo también con ideas. La lucha
es aquí desigual porque las ideas de muerte que albergan tienen una época de
siembra y otra de recogida. La de siembra siempre parece poco importante, pero
es la decisiva. Sin semilla no hay cosecha. Estamos aprendiendo de dónde se
siembran para descubrir muchas veces que hemos juntado a los diseminadores del
fanatismo con sus receptores en cárceles en donde se ha producido la
radicalización.
Seguimos
sin saber cómo abordar el problema en su raíz. Sin ello, solo queda el atrincheramiento,
que es uno de los objetivos del terrorismo yihadista. Como en todo fenómeno
complejo, los beneficiados por estos
actos dementes son de diversa naturaleza, unos directos y otros indirectos. De
nuevo nos llegarán condolencias de países cómplices por omisión o por acción
directa, países que amparan el fundamentalismo pensando que lo podrán controlar
si no se oponen a él.
El
fenómeno del yihadismo no es equiparable a otras formas de terrorismo locales
anteriores, ligadas a espacios o hechos concretos. Es un fenómeno global y
gradual, irisado. Mientras que en Occidente la idea de nación o estado es
relevante en nuestras categorizaciones de la realidad, el primer paso en la
transformación yihadista es la deslocalización: el trascender la idea nacionalista o de pueblo, por contra de como ocurrió durante los procesos de descolonización.
Este
terrorismo no está ligado a un espacio nacional
sino a una idea. De hecho ese espacio no existe todavía: es el califato, forma posible, terrenal, de la aspiración a una totalidad futura. La
novedad del Estado Islámico es precisamente su definición de "estado",
en contra de las anteriores formas de lucha como "frentes de liberación".
No se trata tanto de recuperar o liberar como de construir. No es un espacio lo que se reivindica, sino la
posibilidad de vivir de una manera en un
espacio que comienza en las zonas más débiles, Irak y Siria, por los
conflictos.
Ha
llamado la atención la propaganda doble, la del terror —con todo tipo de
ejecuciones— y otra de la felicidad con imágenes paradisíacas en las que se
muestra un mundo posible para el que lucha por él. Los que se suman a este
reclutamiento de la idea lo hacen desde posturas ya existentes, de corte
salafista, pero a las que se les ofrece una oportunidad de encarnación de la
idea en una realidad tangible, un Estado.
Lo más
extraño es que, desde el punto de vista político, ese Estado Islámico no se podrá realizar físicamente, traducir a "normalidad",
más que provisionalmente allí donde ocupen el territorio y hasta que se retiren
de él.
Como
siempre ocurre con las estrategias terroristas, hacer daño tiene una doble
función, llevar la muerte lo más cerca posible de los enemigos y hacer que la
presión de la opinión pública sobre los gobiernos aumente. Cada golpe de terror
es una forma de propaganda que se celebra como una gran victoria, como una
posibilidad de vencer al diablo, de que Dios está de tu lado.
La
monstruosidad intrínseca del Estado Islámico, su barbarie allí donde ha llegado
en su ocupación, es de tal calibre que nadie en su sano juicio entenderá que
pueda dejarse crecer en ningún
espacio, por remoto que pueda estar o por ciegos que nos interese vivir. Tal
barbarie es intolerable ante cualquier conciencia, incluidas la gran mayoría de
las musulmanas que las rechazan de plano.
La
cuestión es cómo contrarrestar esa ideologización fanática del islamismo allí y
aquí. El hecho de que nos formulemos un problema no significa que podamos
resolverlo. Pero es importante entender la naturaleza del problema para tratar
de evitar incurrir en errores que lo agraven. Y en eso Occidente tiene mucho
que aprender.
Lo
primero que tiene que entender es que las viejas estrategias sobre amigos y
enemigos han cambiado históricamente y que puede estar amparando a los que no combaten la
radicalización, sino que la usan para sus propios fines.
En
segundo lugar, se debería cambiar radicalmente la comunicación, que es
contraproducente en muchos casos y es reconducida por los yihadistas como
confirmación de sus mensajes. Esto no es sencillo pero sí muy necesario porque
las comunicaciones son globales y los
islamistas son maestros en el arte de la relectura sesgada. Cada mensaje es
filtrado y convertido en un agravio al conjunto de la sociedad musulmana. Los
medios tienen sus voces especializadas en esta tarea de intoxicación, que es
permanente. Las nuevas tecnologías han creado el predicador global que unifica
vía satélite o internet los mensajes llegando más allá de sus fronteras. Esto
lleva décadas funcionando y tiene bien localizados sus canales. Son la
principal fuente de adoctrinamiento, captación y estructuración.
El
escenario global ha dado fuerza a lo que antes estaba aislado y localizado.
Hoy, como muchos señalan, es una mezcla de barbarie y tecnología, que sabe usar
al inculto y al ingeniero, al fanático al que se utiliza como carne de cañón
vendiéndole lo grandioso del martirio, y al fino y refinado estratega que se
mantiene en la sombra diseñando el caos.
En tercer
lugar, es importante identificar realmente a los que buscan la modernización del mundo árabe frente a
los fanáticos, no para convertirlos en la vanguardia de Occidente, sino para
que puedan ser los líderes de sus pueblos y los saquen de esa mezcla de incultura,
frustración y desigualdad que es lo que está sirviendo de caldo de cultivo para
este proceso.
Los
mecanismos de propaganda de Oriente medio siguen interpretando esto como una conspiración
occidental: es Occidente el que hace
estrellarse los aviones contra la torres gemelas o quien mata a sus ciudadanos
en las calles para echar la culpa al mundo árabe-islámico. Esto, que nos
parece ridículo e infame, es considerado una verdad incuestionable por millones
de personas que siguen viviendo en una burbuja conspiratoria de la Historia. El
único y verdadero obstáculo son unos gobernantes, respaldados por Occidente
muchas veces, que los mantienen en el atraso manipulable, en el abandono.
La
única forma de que se reduzca (es difícil que desaparezca) todo esto es la
verdadera reforma social y religiosa a través de una educación que saque de la
ignorancia y permita entrar en la convivencia. Por eso se frenan las reformas y
se controla la educación, a las que la elites acceden si dificultad pero vedada
a todos los demás, en manos de predicadores de barrio.
No es
casual que esta barbarie surja con esta fuerza después de los intentos de la
"Primavera árabe" de dar salida a movimientos democráticos,
básicamente de los jóvenes, que plantearon sus reivindicaciones en términos de libertades
y progreso y no de fanatismo y reacción. Esta es la "otra primavera
árabe", su antimateria. Los
deseos de democratización han acelerado las fuerzas de la reacción con más
intensidad para frenarla, porque han identificado en la democracia, querida
durante décadas, el germen de la desobediencia que los líderes —políticos, militares
o religiosos— pretenden alejar. Cuando les interesa se vuelven
"religiosos" en su intento de controlar a las poblaciones.
Los
atentados de París son un aviso más para las grandes potencias para que esto se
tome en serio y se dejen de estrategias separadas y rivalidades en la zona. De
no hacerlo, el monstruo seguirá engordando con las debilidades ajenas, con las
dudas y los miedos. Los muertos del Sinaí, de Beirut, de Paris..., por citar
solo las últimas víctimas, son un recordatorio de que los yihadistas no tienen mucho
que perder, pero nosotros sí. Perdemos libertades y seguridad, también
solidaridad pues el miedo tiende a cerrar puertas. Es hacer un favor al
yihadismo cerrar nuestras puertas, dejar de ayudar. Pero habrá que hacerlo de
otra manera.
Hay que
aceptar de una vez dónde está el progreso que nos salve a todos, a ellos y a nosotros,
de esta barbarie. Hay que encontrar soluciones reales.
Nuestra
solidaridad con París, con Francia y con las familias de los fallecidos. Los
aficionados franceses que han salido cantando La Marsellesa, han sacado fuerza
de unos ideales republicanos que esa canción representa, unos ideales que
llegaron a muchos lugares del mundo, pero que en otros son simple música. Es
con el fanatismo con lo que hay que acabar en su origen, como idea y como práctica,
llenando de valores de libertad, igualdad y fraternidad universales. Valores
reales que frenen el dogma y su
imposición, que se va asentando como una marea negra matando todo lo que cubre.
Y hoy el
fanatismo crece donde se prohíbe el pensamiento diverso, donde avanza la censura
y la represión, etc. No hacen falta más cárceles —es allí donde ha nacido el
fanatismo—, sino más bibliotecas, más arte, más becas, más diálogo, más prensa
libre y crítica... más futuro, en resumen. Hace falta que surja gente capaz de
ser escuchada más allá de los clérigos, por más que los haya sensatos; hacen
falta intelectuales valientes que publiquen en sus países y no tengan que
hacerlo en otros idiomas, fuera de sus fronteras... Hace falta ver el futuro y
caminar firmes hacia él.
Mi solidaridad y condolencia a todos.
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