Joaquín Mª Aguirre
(UCM)
Los temores se cumplen: "GOP elites near panic over
dominance of Trump, Carson". Así titula The Washington Post el estado en
que se encuentra el Partido Republicano ante la perspectiva de la próxima
nominación de Donald Trump.
Ayer, uno de nuestros canales televisivos que nos abastecen
desde el exterior recogía una entrevista con un comentarista político que decía
vivir ele mismo edificio que Donald Trump y cruzarse con él. Decía no
reconocerlo en las imágenes de la campaña en las que su tranquilo y civilizado
vecino se transformaba en un energúmeno político dispuesto a soltar barbaridades
e improperios contra todo aquello que le haga ganar un par de votos.
Como advertimos en su momento, aquellos que decretaron el
fin de la carrera presidencial de Donald Trump —cuando en los inicios se
permitió dudar del heroísmo de John McCain por su detención en la guerra de
guerra de Vietnam— se han visto sobrepasados por los acontecimientos
posteriores. Cada nueva barbaridad ha dado nuevas y renovadas energías a Trump.
Y lo que es peor: más intención de voto republicano en las encuestas.
No es de extrañar, pues, ese estar al borde del pánico de la
dirección del Partido Republicano ante la perspectiva de un triunfo de Trump. Implicaría
—a su vista— la pérdida irremisible de la presidencia a manos de cualquiera que
se presentara, en este caso, presumiblemente Hillary Clinton.
Toda la tarea que los republicanos ha realizado en este
tiempo descalificando a los demócratas, a Barack Obama y a Hillary Clinton, desde
todos los frentes posibles, se iría al traste ante la incapacidad de atraer
indecisos o demócratas, y a perder, previsiblemente, parte del apoyo
republicano que no iría a las urnas a votar a Trump, como ya advirtió en España
hace unos días el alcalde republicano de Miami. Se ha removido tanto el fondo
del río que ya no ven nada.
La democracia la inventaron
los griegos y se desarrolla modernamente bajo los parámetros de la racionalidad.
Implica que la gente no solo tiene el derecho
a elegir, sino la obligación de
hacerlo bien. La democracia no se basa en el deseo, sino en la racionalidad del deber. Ese deber se ve
complicado por el concepto de interés.
Si el deber implica elegir lo mejor para el conjunto, el interés, en cambio,
guía hacia uno mismo, cuyos intereses pueden ser contrarios a los de los otros.
Entonces, el número decide. Es peligroso hacer democracias emocionales, empáticas, pero proliferan en nuestros sistema mediáticos que se vuelven envolventes y estridentes.
Es en ese delicado equilibrio entre una cosa y la otra
(entre el deber y el interés, entre los demás y yo) en donde se mueven la
teoría y la práctica política. Cuanto más solidaria y cohesionada está una
sociedad, es más fácil decantarnos hacia lo que es mejor para
"todos", una abstracción en la que nos incluimos. Por el contrario,
si una sociedad está fraccionada y el egoísmo impera, dejo de verme en los
otros y los veo, en cambio, como mi negación.
Donald Trump es una máquina perfecta de construir la
"otredad peligrosa", es decir, de convertir a los demás en enemigos,
haciendo que afloren esas tensiones entre lo individual y lo colectivo. Sus
discursos no apuntan hacia la convivencia, sino a la construcción de los otros
como obstáculo para mi felicidad.
Nuestros demagogos —asistidos por sociólogos, psicólogos,
comunicólogos, politólogos, etc.— han descubierto el viejo principio de unión
en el odio, del miedo al otro, del agravio, de la envidia, etc. Han puesto en
marcha una maquinaria emocional basada en la negación y el miedo, cuya
consecuencia práctica es el odio y la intransigencia. ¿Recuerdan los detenidos
por ataques racistas que decían haberse inspirado en las palabras de Trump?
En Europa tenemos unos cuantos ya en el poder. El principio
de diferencia es más rentable que el de identidad. Permite forjar enemigos en
los vecinos, los inmigrantes, etc. Cualquiera sobre el que proyectemos nuestra
capacidad de tener miedo acabará visto como un enemigo y permitirá construir
los discursos políticos sobre y contra ellos. Muy pocos hablan de lo que
piensan; se habla mucho en cambio de lo que piensan de los otros, sobre los que
está permanentemente el foco crítico.
No hay como un buen enemigo para conseguir votos. Y si no lo
hay, se inventa. En la medida en que es rentable, se sigue en ello sin tener en
cuenta los estragos sociales que los discursos del odio y la diferencia causan
en la sociedad misma, que queda convertida en un campo de batalla, desagarrada
y sin posibilidad de establecer un diálogo que permita salidas reales. Las
maquinarias político-mediáticas siguen reintroduciendo nuevos temas que actúan,
como el carbón en la caldera del agua, manteniéndola en ebullición. La
"cultura de la polémica" llamó a esto la lingüista norteamericana
Deborah Tannen. El problema es cuánta presión es capaz de soportar la caldera sociedad antes de una explosión.
Una parte de la sociedad norteamericana ve con preocupación
los síntomas de agravamiento de las dificultades para la convivencia. El
aumento de las tensiones raciales sería una de ellas, que ahora está salpicando
a universidades como Yale o Missouri, en cuyos campus la vida se empieza a deteriorar.
Son ejemplos de esa pérdida de sentido de la democracia como encuentro frente a una idea beligerante que erosiona el sistema
mismo, creando tanto apatía como radicalización, ambas enemigas de la
estabilidad.
Es preocupante que este modelo se esté implantando en muchos
espacios democráticos, incluido el nuestro. Es rentable para muchos llevar a
las sociedades al límite de la confrontación. Lo malo es que muchas veces se
mide mal la distancia y la fuerza y ya no es fácil retroceder o reconstruir. La
democracia no puede ser un estado beligerante, prebélico, siempre en el filo. Debe ser más bien un estado
de aspiración a la convivencia armónica, reduciendo conflictos mediante la
solución de los problemas sociales, y no al contrario. Por supuesto, la
democracia implica el debate y la discusión, pero con el fin de la resolución
más adecuada, no haciendo del conflicto una forma de producir enfrentamientos
sociales para beneficio propio. Pero esa es la diferencia entre los políticos
que buscan el poder y los que buscan mejorar su sociedad.
Donald Trump es un detector de problemas mal resueltos,
conflictos sin resolver, tensiones profundas. Las usa en su beneficio y puede
ser un buen vecino mientras no tenga otra aspiración. Negociante, comediante, provocador... pero ¿político?
Habrá que redefinir la política por lo que se hace y no por aquello a lo que se aspira. Hay muchos políticos que no lo son más que por ocupar un puesto o aspirar a él. Hacer política es otra cosa.
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