Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Me dicen que en la Plaza de Tahrir esperan que de un momento a otro regresen los camellos. Ya saben: cuando en los inicios de la revolución egipcia estaban apiñados y resistiendo en la Plaza de Tahrir, un grupo de camellos y burros montados por sus respectivos animales de dos patas, látigos y fustas en manos, se lanzaron contra los manifestantes que utilizaron las únicas razones que con tales animales se podían usar, la pedrada. Los animales y sus monturas, tras varias pasadas, se perdieron de vista. El episodio pasó a ser denominado la “batalla del camello”.
Los irritados residentes en la Plaza de Tahrir, con el sentido del humor que caracteriza a los egipcios que lo tienen, piensan que —al poner a cero el marcador de la revolución— ahora toca de nuevo la batalla del camello o de cualquier otro animal al que no sea necesario preguntarle si quiere ir a la plaza o no.
En efecto, la revolución ha llegado al punto de partida dentro de la estrategia de dar suficiente cuerda al pez y luego ir recogiendo. Los militares egipcios han permitido que el sedal corriera lo suficiente como para que el pez no se soltara del anzuelo. Lo que han logrado con ello es precisamente dejar al pescador en evidencia y a los demás también, como explicábamos ayer en el artículo y hoy confirman la idea algunos medios de allí y de aquí. No solo ha quedado en evidencia el Ejército en su intención de no dejar el poder, sino que además ha conseguido enganchar en el otro anzuelo a los Hermanos, cuya estrategia se acabará volviendo contra ellos porque, en su cálculo estratégico, han cometido el error de pensar que van a controlar a los militares en el momento en que se produzcan unas elecciones y las ganen.
Nos encontramos con dos zorros, de distintos colores, pero zorros al fin y al cabo. Cada uno de ellos intenta ganar y no perder. Sin embargo, por el simple hecho de aliarse, ambos han perdido. La estrategia de los Hermanos queda en evidencia: avanzar en el terreno que los militares les dejan libre y sacar ventaja a sus auténtico rivales, los grupos laicos o "seculares". Cuando les interese —si les interesa—, sacarán al pueblo (a “su” pueblo, a la calle), como han hecho ayer, en una contramanifestación paralela a la de Tahrir.
Que los Hermanos Musulmanes salgan a defender los manejos militares y jaleen la llegada de un ex primer ministro de Mubarak, nombrado por la cúpula militar (¿qué ha cambiado?), es volver a las horas previas a la caída de Mubarak, con un nuevo “Suleimán” en liza. Es un "replay".
Pero las maniobras de la SCAF ya no convencen a nadie, ni siquiera a los Hermanos, que actúan a sabiendas de lo que hacen. Lo que ganen a corto plazo lo perderán a medio y largo. Con el movimiento que han realizado han quedado invalidados para muchas otras cosas y quedarán, cuando se produzcan acontecimientos, vinculados a sus consecuencias. La estrategia de la astucia, que siempre han empleado, tienen un límite: cuando hay que jugar a cara descubierta. Tuvieron la opción democrática delante, demostrar al mundo que era posible. Sin embargo, han hecho lo contrario dilapidando el terreno que pudieran haber ganado presentándose como opción moderada y compatible con la democracia. Han demostrado que no, al menos los que están en su cúpula, la vieja generación. Por eso es muy importante observar los movimientos de escisión que este tipo acciones suele provocar. Se les plantaron los jóvenes y es probable que este movimiento vaya a más cuando se les pida apoyar más despropósitos y haya fractura civil importante. ¡Paradoja esta de compartir mesa con tus recientes carceleros!
Los partidos islámicos tendrán que demostrar a sus propios pueblos —no a Occidente— que son compatibles con la democracia, la libertad y el progreso que ellos demandan para salir de esa mezcla de medievalismo melancólico bajo el que se disfrazan ante la falta de alternativas para convivir con fórmulas políticas alejadas del autoritarismo que practican interna y externamente.
Son las nuevas generaciones las que tienen que tratar de avanzar en el aparato conceptual que les permita encontrar su sitio en el mundo, jugar el papel que desean ante la miseria que han provocado en sus pueblos los dictadores, que se relevan unos a otros, y los predicadores de miseria. Son ellos, los jóvenes, los que deben dar el salto y los que desean darlo porque, lejos de las infamias que muchos les adjudican para desacreditarlos —hasta que son extranjeros llegados para hundirles— son personas que aman profundamente a sus países y cuya paciencia ante lo que ven y padecen, ante el espectáculo de ignorancia y corrupción, el fondo sobre el que se ha asentado el poder para controlar, intimidar y manipular durante décadas a la población, manteniendo niveles infames de pobreza y analfabetismo, ha estallado.
Los militares de la SCAF siguen pensando que son ellos los que deben controlar Egipto. Aunque no lo hagan a la luz, quieren seguir haciéndolo en la sombra. La mayoría del pueblo quiere gobiernos civiles, que los militares se retiren a los cuarteles y se alejen de los hilos controladores. Tuvieron su oportunidad de hacerlo. No lo han hecho y ha quedado en evidencia que son otros intereses los que están cubriendo, probablemente la corrupción de la propia cúpula militar, que es la misma que con Mubarak. Se ha desmantelado —¿sacrificado?— a la cúpula política, al menos a una parte, pero la militar, el auténtico pilar del régimen está intacta y con pocas ganas de acabar con los viejos conocidos que les esperan en la cárcel.
Sí, estamos ante una repetición de la revolución y de las causas que las motivaron: autoritarismo, violencia y manipulación electoral. Se han planteado, como hizo Mubarak, que los egipcios tengan que elegir entre él o el caos, la parálisis económica y la falta de seguridad. Los dictadores suelen ser poco imaginativos a la hora de proponer soluciones a los problemas que ellos mismos crean.
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