Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Pongamos que hablo de un país en el que se celebran elecciones. Échele imaginación y piense en uno; en el que se le ocurra, da igual. Y que lee usted un editorial del periódico puntero en el que el medio se plantea y pregunta lo siguiente:
Como en convocatorias anteriores, lo de anoche no era exactamente un debate, sino una calculada representación en la que los dos principales partidos permitieron estar presente a un periodista. En el futuro habría que preguntarse si tiene sentido que las reglas se acomoden a los intereses propagandísticos de los partidos y no al deber informativo de los medios.*
La respuesta a la pregunta de por qué se hace el debate es sencilla y tiene tres partes: 1) sería un escándalo democrático no hacerlo; 2) es un negocio; y 3) el que va perdiendo, da igual quien sea, tiene que intentarlo. Vayamos con cada una de las partes.
La queja por lo frustrante de los planteamientos de los debates se repite elección tras elección. No existe un verdadero debate, sino una confluencia espacio-temporal, cronotópica, de los dos candidatos principales, excluido cualquier otro posible candidato. No hay debate que no genere esta sensación de que no es esto. Quizá haya que empezar por el principio, aunque sea inútil,
Lo característico de la democracia es el reconocimiento de la polifonía social y el deseo de armonización de esas voces. No se trata de saber quién grita más. Un diálogo de sordos es lo menos parecido a un debate y, menos todavía, a un debate democrático. Un debate democrático no es necesariamente un conjunto de reproches y descalificaciones, ni un ponerse a explicar lo que piensa el otro —algo muy propio de la retórica política española—, sino un poner sobre la mesa los problemas para su análisis y posible soluciones. La democracia no es la transformación de la guerra en política, como algunos han señalado, si no la construcción política de la paz. hablamos de "diálogo civilizado" por algo.
Lo característico de la democracia es el reconocimiento de la polifonía social y el deseo de armonización de esas voces. No se trata de saber quién grita más. Un diálogo de sordos es lo menos parecido a un debate y, menos todavía, a un debate democrático. Un debate democrático no es necesariamente un conjunto de reproches y descalificaciones, ni un ponerse a explicar lo que piensa el otro —algo muy propio de la retórica política española—, sino un poner sobre la mesa los problemas para su análisis y posible soluciones. La democracia no es la transformación de la guerra en política, como algunos han señalado, si no la construcción política de la paz. hablamos de "diálogo civilizado" por algo.
Cuanto más genéricos son los planteamientos electorales, más importantes se hacen los debates para aclarar los puntos que el ciudadano debe conocer. Sin embargo, suele ocurrir lo contrario. Expertos en fugas, los políticos españoles dominan el arte de la cortina de humo y del mareo retórico de la perdiz. Ni moderador ni presentador, el periodista o periodistas presentes deben cumplir la función de ser portavoces de los intereses de la opinión pública, de la ciudadanía, poner sobre la mesa lo que está en la mente de los que siguen el debate. Sin embargo, maniatado por las reglas pactadas, su función es otra: servir el espectáculo.
Esto nos lleva al segundo punto. El coste que hemos conocido del debate —demos por buena la cantidad— supera el medio millón de euros. Esto es una auténtica inmoralidad; el espectáculo se transforma en escándalo. Lo es como derroche de dinero en un país con una situación como la nuestra, pero también independientemente de cualquier otra circunstancia. En este sentido, los propios medios son responsables de convertirlo en un espectáculo en el que el seguimiento no se hace ya en función de su interés político sino de la generación de audiencia con las que amortizar la publicidad necesaria para pagar esos costes. Se pagará en función de las audiencias generadas. Se trata pues de equilibrar ingresos y gastos y, si es posible, ganar. la inclusión de dos árbitros de baloncesto para medir los tiempos de intervención me parece, más allá de la anécdota, un síntoma de esta conversión delirante en espectáculo de la política.** Hay demasiado gasto en la política y demasiados recortes fuera de ella. El que parte y reparte, decimos. Hay que buscar espacios en los que debatir no salga tan caro, espacios neutrales y distribuidos por los medios gratuitos con los que se ponga a disposición de todos el acto, que es de lo que se trata. Hay que volver a la sencillez, si es que alguna vez la tuvo.
El interés del debate viene, pues, de su unicidad, de su rareza o excentricidad democrática y mediática. Las fórmulas anteriores de varios debates concentrados en diferentes temas acaban segmentado las audiencias y aburriendo. El espectáculo único asegura la concentración, aunque sea a costa de esos repartos insuficientes de tiempos para conocer algo esencial, nuestro futuro. Los debates no deberían ser espectáculos sino normalidad democrática. Habría que alejar de ellos toda tentación espectacular y reconducirlos a escenarios cotidianos. Sin embargo, aquí entran los intereses de los propios medios que se quejan, pero prefieren este formato que les permite generar expectativas en sus audiencias magnificando algo que después desinflan por su vulgaridad. Pero ya se ha terminado. Llega el desencanto, la queja.
El tercer punto. Cuanta más distancia en intención de voto existe entre los candidatos, mayor es el interés del que va perdiendo y menor el del que va ganando. Esta forma de enfocar tiene esa lógica contagiada de debate como espectáculo forzado o forzoso en la que, año tras año, los políticos se lanzan esos reproches de patio de escuela sobre si van a tener el valor de enfrentarse en un cara a cara. El que gana se vuelve difuso y el que pierde agresivo; el que gana no habla de lo suyo y el que pierde trata de interpretar lo del que calla, que se limita a decir explique lo suyo.
La ciudadanía tiene derecho a saber qué piensan sus candidatos, qué van a hacer, etc. La democracia es, sobre todo, información, exposición para que los demás podamos decidir sobre lo que queremos para nuestro futuro. Por eso, la mala información, la información distorsionada es mala para todos.
La urgencia de los debates está en relación directa con el desconocimiento de los actores políticos. Es sorprendente que en un sistema en el que los tenemos todos los días, a todas horas, delante de nosotros, podamos decir que los desconocemos. La causa es la falta absoluta de naturalidad política y su conversión en espectáculo calculado, medido, convertido en “imagen”. Esa obsesión por el control es una variante más de la más general que se produce por el análisis de los factores que afectan a la decisión y sobre cómo influir en ella. Mercados, audiencias, electorados…, todos son vistos como masas en movimiento sujetas a estímulos, sobre las que se puede actuar y de las que se trata de prever sus comportamientos ya sea como inversores, espectadores o votantes. Es el mismo modelo que se repite.
Los tres aspectos deben ser tenidos en cuenta. No se debería hablar de “el debate” como algo único, sino que debería ser frecuente; no debería convertirse en espectáculo y ser, por el contrario, una forma institucionalizada y natural, sin fanfarrias; y, finalmente, no debería considerarse como una forma agresiva de rascar décimas al que va por delante en las encuestas, sino una exposición real del futuro para resolver los problemas del presente.
Si se ganara en esos tres ámbitos y se lograra una normalización de los debates electorales ganaríamos todos. No parece lo más probable. Nos hemos acostumbrado demasiado a convertir la política en fachada ante la ciudadanía, en fotos en escalinatas, en encuentros de los que no sale nada pero tranquiliza ver que nos reunimos… Y así seguimos, de foro en foto y de foto en foro, contemplando los decorados de una ciudad mediática en la que viven unos seres que cuanto más vemos menos conocemos, que nos hablan de una realidad que no reconocemos —por oscura o luminosa, según les convenga— en lo que tenemos delante.
Debate, debate, debate… Palabras, palabras, palabras…
* "Argumentos paralelos". El País /0/11/2011 http://www.elpais.com/articulo/opinion/Argumentos/paralelos/elpepiopi/20111108elpepiopi_3/Tes
** "Dos árbitros de baloncesto medirán los tiempos del debate electoral". 3/11/2011 La Voz de Galicia http://www.lavozdegalicia.es/espana/2011/11/03/00031320324115733946390.htm
Como siempre didáctico Joaquín. Anoche me negué a ser partícipe del que supuse sería uno más de los burdos espectáculos a los que nos tienen acostumbrados estos personajillos, a los que torpemente nos seguimos empeñando en que sean nuestros representantes en lo que debería de ser nuestro gobierno, que bajo mi punto de vista no es tal. ¿Qué nos podrían decir en una sola noche estos "señores", que no nos hayan demostrado ya en su dilatada carrera de arruinadores del reino? ¿Acaso se han encontrado al genio de la lampara y nos lo venían a decir cogidos de la mano? Creo que para presentarse a un cargo público, deberían de pasar una oposición y por supuesto una vez aprobada y en el supuesto que fuesen elegidos, sueldo de funcionario. Tanto amor a la patria no debe de tener más recompensa que la satisfacción personal y el reconocimiento general del trabajo bien hecho. Y el que no supere la prueba, pues a ganarse la vida como todo hijo de vecino.
ResponderEliminarCorto ya que me estoy pasando.
Como siempre gracias Joaquín. Un abrazo.