Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La posibilidad de vivir en el interior de una fantasía
propia en la que los demás representan los papeles que nosotros les asignamos
es un entretenimiento vital peligroso. La forma de sobrevivir a esta forma de fantasía
es hacerla realidad: convertirse en
artista, liberarla mediante la creación de personajes y tramas que nos
obedezcan totalmente. En la vida real, en cambio, solo da lugar a dos tipos de
personas, ambos peligrosos, los controladores de las vidas de otros y los que
se aíslan de la realidad negándola. Los primeros buscan la forma de controlar
el mundo de forma que su fantasía se cumpla y eso exige mucho poder, doblegar
muchas voluntades. Son los tiranos que obligan a representar los papeles a los
que están a su alrededor, los Calígula de turno. En el otro plano, el personal,
son los que se fabrican una burbuja privada, hermética, para que la crueldad
del mundo no resquebraje sus delirios placenteros. Ninguno acaba bien. Unos
sufren revoluciones; los otros decepciones permanentes, hundiéndose en su
propia miseria.
Pero, entre ambos casos extremos, está la necesidad de
combinar, de negociar nuestras propias historias con las de los demás, de
llegar a un resultado compartido sobre lo que ocurre en el mundo. El filósofo
inglés Alasdair MacIntyre escribió en su obra Tras la virtud (1984)*:
He dicho que el agente no es solo
un actor, sino también autor. Ahora debo subrayar que lo que el agente es capaz
de hacer y decir inteligiblemente como actor está profundamente afectado por el
hecho de que nunca somos más (y a veces menos) que coautores de nuestras
narraciones. Solo en la fantasía vivimos la historia que nos apetece. En la
vida, como pusieron de relieve Aristóteles y Engels, siempre estamos sometidos
a ciertas limitaciones. Entramos en un escenario que no hemos diseñado y
tomamos parte en una acción que no es de nuestra autoría. Cada uno de nosotros
es el personaje principal en su propio drama y tiene un papel subordinado en
los dramas de los demás, y cada drama limita a los demás. (263)
El hecho de que debamos negociar con la realidad, es decir,
con la opinión de los demás nuestras propias historias es innegable, bajo de
riesgo de convertirnos en Simón del desierto, en eremitas perdidos en algún
confín de la tierra, en lo alto de una columna aislados del suelo. Los llamados
de la realidad para imponerse son bastante más sugerentes que las tentaciones del
diablo disfrazado de mujer que tentaba a Simón. Podemos, es cierto, ignorarlos,
resistirnos en un ejercicio de concentración sublime. Como el niño que cierra
con fuerza los ojos, podemos repetirle a la realidad “¡vete, vete, vete!”. Pero
ella, tozuda, decide quedarse, y sigue ahí cuando los abrimos.
Durante años, el dibujante Peridis representó el “poder”
como una columna en la que se situaban los personajes políticos. La columna representaba
el aislamiento del gobernante en las alturas.
El famoso “síndrome de La Moncloa”, la desconexión de la realidad y el autismo
político de los presidentes que acababan convertidos en seres aislados, es uno
de esos efectos.
La reunión que ha celebrado el PSOE tras las elecciones
realizadas hace apenas una semana y las conclusiones a las que han llegado representan
algo más que un ejercicio de negación de la realidad. Son tan esperpénticas que
hasta el diario El País se ha llevado
—por segunda vez— las manos al editorial,
esta vez, con el significativo título de “¿Nadie es responsable?”. Señala el
diario en el editorial:
La gestión y la forma de gobernar
del presidente José Luis Rodríguez Zapatero ha colocado al Partido Socialista
al borde de la catástrofe. Pero si la respuesta por la que se inclinan sus
dirigentes es la fantasía autoexculpatoria escenificada ayer, entonces la
catástrofe será completa.**
A la distancia que la política española ha estado manteniendo
respecto a la realidad, se suma ahora una fantasía nueva, la de la permanencia simbólica
en el poder mediante la repetición de los discursos oficialistas invertidos. El
descubrimiento de que hacer oposición es realizar oficialismo negativo será la única gran aportación del todavía
ocupante de La Moncloa —de presidente hace tiempo que no ejerce— a la Teoría
Política. Hemos pasado de negar la crisis a echarle toda la culpa. La
vehemencia es la misma. Mientras sigan considerando que el oficio del político es
buscar formas de evadirse y evadirnos de la realidad, estamos todos apañados.
Nadie les pide que se flagelen en público, pero que no falten al respeto.
Al síndrome del aislamiento propio, se le añade ahora esta
invitación a sumarnos a la fantasía —casi un happening— por parte de un presidente que no vuelve a la realidad
ni a base de bofetadas electorales. Como partido que ha pasado ocho años en el
poder, se esperaba algo más de él. De seguir cultivando las mismas mañas y
manierismos políticos, sin contar ya con el soporte y atractivo del poder
municipal, autonómico y nacional más que en dosis mínimas, corre el riesgo de
ser devorado por sus propias fantasías, es decir, de estar los próximos cuatro
años hablando de lo bien que lo hicieron.
Se ha acusado a Mariano Rajoy de no decir qué pensaba hacer. La acusación para
la bicefalia socialista es la contraria: se han mantenido un discurso de
oposición el candidato y se han mantenido extrañas fantasías por parte del
habitante de Moncloa.
Los políticos españoles siguen sin entender el mensaje
social que les llega a través de sus propios votos. La renovación de la clase
política no es la de la derecha o la de la izquierda, es la de ambas, partiendo
del propio concepto de “clase” o “casta” que debe cambiar abriéndose a la
sociedad. La política tiene que dejar de ser el arte de la negación de la realidad
o del silencio interesado para convertirse en el arte de escuchar y actuar desde
lo escuchado. Hace falta más diálogo social, más fuentes que afloren de la vida
ciudadana, de lo cotidiano para que el político conviva con la realidad y no
solo con otros fantasiosos.
“Solo en la fantasía vivimos la historia que nos apetece”,
nos dice MacIntyre. Los políticos no pueden, por responsabilidad elemental, vivir
fantasías ni —mucho menos—arrastrarnos a ellas. Cuando un político se equivoca,
significa que ha arrastrado en su error a todo un país. Por eso la exigencia de
responsabilidad tiene, al menos, que partir del reconocimiento de que algo no
se ha hecho bien. O que no digan nada. El argumento de que las cosas se hacen
bien, pero se comunican mal —el segundo más utilizado— es todavía peor. Llaman
idiotas a los que no les entienden. ¡Como si fuera fácil!
* Alasdair MacIntyre (2004 2ª). Tras la virtud. Crítica, Barcelona.
** Editorial. “¿Nadie es
responsable?” El País 27/11/2011. http://www.elpais.com/articulo/opinion/Nadie/responsable/elpepiopi/20111127elpepiopi_2/Tes
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