martes, 11 de octubre de 2011

La ilusión personalista

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Mientras asistía en la Casa Árabe de Madrid a la presentación de uno de los candidatos a las elecciones egipcias, El Cairo era de nuevo un escenario de violencia. Esa es la noticia con la que me encontré al volver a casa. Con veintiséis muertos.
Lo engañoso de la “primavera árabe” es pensar que son procesos cerrados. “¿Cuándo terminan las revoluciones?” fue el título de una ya muy antigua entrada de este blog y la pregunta se mantiene sobre el tapete.
La ilusión personalista consiste en pensar que al desaparecer las personas arrastran tras de sí lo que han representado, que desaparecen sus huellas y marcas. Cuando se piensa en la revolución egipcia se debe ver como un largo proceso de negociación que comienza poniendo sobre la mesa unas simples promesas y que, ante la presión y firmeza del pueblo egipcio, se tuvo que ir elevando la oferta para conseguir que se dieran por satisfechos. Ante esta política negociadora, algunos, pocos, estaban contentos con las primeras promesas y se retiraron, pero la gran mayoría se mantuvo. Se ofrecieron después cambios en el gobierno y otros pocos lo aceptaron y volvieron a sus casas, pero la mayoría permaneció en sus puestos, sin retirarse de las calles. Finalmente, ante la presión, pusieron lo que la gente pedía mayoritariamente, al presidente Mubarak, quien se retiró con la familia a un lugar de vacaciones. 

La gente celebró las vacaciones del Rais, pero siguió protestando y reclamaron esta vez su enjuiciamiento. Las presiones crecían junto el descontento al ver que no estaban cambiando tantas cosas como esperaban. Querían elecciones y una modificación de las leyes que habían sostenido a Mubarak. Y de nuevo pusieron sobre la mesa algunos cambios más para contentar a la gente, que seguía firme en sus reivindicaciones pero con divisiones cada vez mayores sobre el momento en que había que regresar a casa y dar por concluida la revolución. Para unos era bastante; otros querían más.
Todo esto, este goteo de ofertas, significa que el valor del “régimen de Mubarak” es superior a “Mubarak”, que su sistema decidió sacrificar la “reina” para seguir la partida. Mubarak no era el “rey”, solo la cabeza visible del poder y el centro de las iras. Si Mubarak hubiera podido salvarse, lo habría hecho. El contraste con el caso de Gadafi es palpable. Gadafi era superior a su sistema porque él y su familia lo controlaban todo. Por eso llevaron al país a la guerra. Mubarak, por el contrario, a pesar de su gran poder, era la pieza sacrificable, el que podía ser cambiado para que todo siguiera igual. Ya había dado de sí todo lo que podía dar.


En una visita anterior a Egipto, recuerdo haber comentado que si Mubarak se proponía de nuevo como candidato —que era el debate general en Egipto desde un año antes de que cayera—, no sería un signo de su poder, sino de su debilidad frente a un régimen, crecido a su sombra, que le exigiría que siguiera, que continuara al frente, como garantía de continuidad del gigantesco tinglado. Las dictaduras largas suelen convertirse en complejos entramados en los que los beneficiarios en la sombra crecen mientras que los que están en expuestos a la luz sufren los ataques. Tras Mubarak estaba todo ese entramado empresarial y militar que se beneficiaba de la arbitrariedad que las dictaduras permiten. Todo ese conjunto de relaciones económicas se ha sostenido desde los años cincuenta —la dictadura de Mubarak son solo los últimos treinta  años— sobre el control del Ejército en donde, como suele ser habitual en estos casos, se producen sus propias tramas de poder, que acaban configurando las cúpulas. Los más antiguos son los más poderosos y eso significa participación en el beneficio, no estar simplemente sesteando en sus cuarteles. Reclaman su parte del pastel. Es ingenuo pensar que en un sistema caracterizado por la corrupción, el que sostenía al Estado era ajeno a ella. Podemos considerarlos cualquier cosa menos imbéciles.

La revolución egipcia ha sido generacional y no podía ser de otra forma. Han sido los jóvenes los que, por no haber entrado todavía en las esferas de la corrupción, han podido salir a la calle a reclamar un futuro que les estaban robando. Las complejas circunstancias de la política en cada país se complican cuando se trata de dictaduras que han durado sesenta años y que, además, ya tenían una tradición anterior de corrupción vinculada con los colonialismos. Basta leer los retratos del premio Nobel egipcio Naguib Mahfuz para comprender la línea de continuidad que ha atenazado al pueblo egipcio desde tiempos muy anteriores al golpe de estado de los “militares libres”, en los cincuenta. Ellos precisamente se levantaron contra la corrupción y la falta de autonomía. Les impulsó su juventud, la misma que fue devorada por el tiempo y absorbida por las estructuras corruptas que lanzan sus anzuelos para pescar nuevo adeptos que perpetúen a los auténticos dictadores en la sombra.
No es de extrañar que los jóvenes egipcios, que la sociedad egipcia en su conjunto, se sienta perpleja ante los sucesos que se vienen sucediendo desde el momento en el que los que eran más poderosos que Mubarak decidieron mandarlo de vacaciones. No creo que en Egipto se hayan realizado nunca unas elecciones libres, sin trampas, sin presiones, sin muertos. Los que temen que el pueblo recupere su voz y, con ella, la posibilidad de decir, por una vez en la historia, lo que piensan y sienten más allá de la resistencia heroica en el centro de unas plazas.

Mientras sigan ocurriendo hechos como los de la embajada de Israel o los del domingo en las calles de El Cairo, los egipcios saben que todavía no se ha terminado su revolución, que solo terminará el día en que puedan ir a votar sin presiones, sin incidentes. La inoperancia del sistema para mantener el orden en Egipto es el resultado lógico de la inoperancia del sistema de Mubarak. Mantener el orden no significa el mantenimiento de una normativa que está llevando ante tribunales militares a los que osan criticar al ejército. Utilizar la censura y las detenciones frente a las críticas por su labor no es más que la evidencia de que el sistema de Mubarak sigue presente en las mentalidades y en la formas de actuar. Entre juicios militares, censura y toques de queda, el avance se paraliza.
Pero el pesimismo que se percibe en muchos egipcios —ya antes de los últimos incidentes— no debe ser el camino. La misma fuerza que llevó a las plazas es la que debe mantener unidos a todos hasta que caiga el último voto dentro de la última urna. Egipto necesita formas en las que poder canalizar esa energía poderosa que tiene, que ha demostrado. Por eso es acuciante el relevo generacional, que los que se han dado cuenta y se han levantado comiencen a expresar sus sentimientos y razones y no limitarse a esperar a que la generación que convivió y contemporizó con la dictadura siga donde está, controlando el destino de todos los egipcios mediante el mantenimiento del régimen haciendo creer que ha cambiado algo. El cambio se demuestra con el cambio. Son las actitudes y los hechos los que lo demuestran. Y eso se ve poco, a tenor de los resultados.

El gobierno responsabiliza a los enemigos de Egipto de lo sucedido. Es como no decir nada. Alguien quema iglesias; alguien lanza cócteles molotov y alguien arremete con los carros de combate contra los manifestantes. No son sueños ni realidad virtual; son hechos. No sé quién está realmente detrás de las revueltas de El Cairo y otros lugares de Egipto. Sí sé quién o quiénes pueden obtener un beneficio, por acción u omisión. Hay, efectivamente, beneficiarios nacionales e internacionales si en Egipto no hay estabilidad ni democracia o que exista una forma tutelada en donde los que controlaban la dictadura sigan controlando la democracia. Como bien saben los egipcios, porque Mubarak se lo enseñó, es muy fácil tener elecciones, un parlamento y un dictador.
En Egipto ha habido una revolución en las mentes de casi todo el pueblo; pero no ha habido la necesaria revolución institucional, la que garantiza que una y otra llegarán a un mismo puerto. El objetivo es conseguir que la libertad que quieren se concrete en instituciones, leyes y personas. Para ello tendrán que cambiar instituciones, leyes y personas. No hay otra. La cuestión es el ritmo y quién lo impone.
Mubarak no se fue. Lo hicieron desaparecer del mapa. Los que consiguieron convencer u ordenar al dictador que saliera del escenario son más poderosos o más astutos que él. No lo hicieron porque lo pidiera el pueblo; lo hicieron porque temían perder el control del poder. Mubarak era el conejo que, esta vez, se hizo desaparecer dentro de la chistera.



Terminé la noche chateando con alumnos egipcios: No queremos esto; dicen que somos los musulmanes los que les quemamos iglesias y no es verdad; todos tenemos vecinos, amigos cristianos, hay muchas parejas de coptos y musulmanes... Me consta que una gran mayoría piensa así, que quieren una sociedad que demuestre y dé ejemplo de convivencia. Pero no será fácil. Por eso es importante que las personas que así lo sienten traten de recordarlo y creen los escenarios posibles para mostrar a todos que desean vivir en paz y no que les abran zanjas donde no debe haberlas. En la política no basta con tener convicciones; hay que mostrarlas.



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