martes, 11 de octubre de 2011

F de fraude, C de crisis: las lecciones de Orson Welles

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ayer comenzamos la programación del Cineforum de la Facultad y me pareció bien hacerlo con una película de Orson Welles, “F for Fake” (Fraude, 1975). Dentro de la carrera de Welles, Fraude es una obra atípica pero, ¿qué no es atípico en Welles? Es un lúcido semidocumental sobre el arte y la falsificación del arte, cuyas preguntas son inquietantes en todos los niveles. No en vano hizo las delicias de los semiólogos de la década.
Parte del gran escándalo que supuso en los años setenta el descubrimiento de que una parte considerable de las adquisiciones de pintores modernos (Modigliani, Matisse, Renoir, Picasso…) podían deberse al pincel de un pícaro húngaro, superviviente —como judío y homosexual— de los nazis, residente en nuestra isla de Ibiza.
La historia de Elmyr D’Hory, el gran falsificador del siglo XX, según se le consagró, va más allá de lo que pintara. Él mismo era una falsificación, una colección dudosa de nombres, pasaportes e historias oscilantes entre la nobleza y la clase media baja. Su biógrafo, Clifford Irving, falsificó su historia haciendo buena la idea de Roland Barthes de la imposibilidad teórica de cualquier biografía. Pero la biografía dio consistencia al personaje, tal como la firma daba consistencia y valor a los cuadros. 

Elmyr D'Hory (aproximadamente)

Los dos se embarcaron posteriormente en otro fraude conjunto falsificando un manuscrito atribuido al recluido, enloquecido e impenetrable Howard Hughes, esa es al menos la conclusión de Welles. Irving negoció contratos millonarios sobre la base de que tenía la exclusiva de los encuentros con Hughes, el enigmático, el millonario excéntrico y misántropo, recluido en un ático de Las Vegas durante años y al que algunos juraban haber visto convertido en un mendigo de largas uñas y pelo enmarañado. ¿Quién —se pregunta Welles— pudo haber falsificado aquel manuscrito que Irving pretendía vender sino el gran falsificador, el propio D’Hory? El Hughes de Irving no era más que un papel manuscrito y una voz telefónica. El millonario negó haberle visto nunca.
Welles se presenta ante el público como un mago ilusionista cuya función, como la de todo arte, es convencer de la realidad de la mentira. Él ironiza sobre cómo falsificó una invasión extraterrestre con su versión radiofónica de La guerra de los mundos. En su función de presentador de la ceremonia universal del fraude no puede dejar de reconocer la ironía de un mundo en el que se paga una obra de arte falsa con un cheque falsificado.

Clifford Ieving
Para aumentar el valor de su personaje, Irving cuenta cómo recorrió los museos pidiendo a los expertos que autentificarán los cuadros pintados por D’Hory con el estilo de los maestros reconocidos: Matisse, Picasso, Modigliani… Irving relata cómo al poco tiempo los expertos regresaban convencidos de que aquellos cuadros pintados en la casa ibicenca por D’Hory habían salido de la mano de los grandes pintores del siglo. 
La conclusión a la que llega Orson Welles, a la que llegaron Irving y D’Hory, es que un falsificador no debe nunca huir de los expertos, como a primera vista todos pensaríamos, sino, por el contrario, debe buscar directamente su aprobación, ya que es el experto el que da el valor y garantiza con su nombre la autenticidad de las cosas. Cuando todos comienzan a temer haber sido engañados, descubren que tienen mucho que perder, su reputación, y así nadie levantará la liebre. Nadie está interesado en descubrir la verdad: los expertos se quedan sin reputación, los museos pierden lo invertido pues el valor de los cuadros queda reducido a la nada, tal como el pícaro D’Hory hace enviándolos ante las cámaras al fuego de su chimenea para demostrar que salen de sus pinceles y no de los maestros.

No sé porqué, me pasé toda la película pensando en la crisis financiera, en las hipotecas basura, en la titulización, y demás falsos modigliani con los que los pícaros y expertos nos han lanzado a la ruina económica. Welles, desde el principio de los 70, nos advierte que el fraude surge precisamente de los expertos y que son los expertos los que han creado el “mercado del arte”. De la misma forma que los productos financieros, los falsos picassos, renoirs, modiglianis basaban su valor en el juicio de los expertos, que fueron los auténticos interesados en aceptar que eran verdaderos y valiosos porque los vendían después a los clientes ávidos de invertir en valores seguros. Gracias a las tasaciones y a las comisiones, el mercado se fue inflando y las paredes de los museos llenándose de cuadros falsos que todo el mundo admiraba y que rivalizaban por conseguir a cualquier precio. El mercado creo sus expertos y los expertos crearon el mercado. D’Hory creaba los cuadros-basura, los cuadros que llevarían a los museos a la bancarrota al hundirse el valor de lo que cuelgan en sus paredes y que se llevó todo su capital en las compras.
Hay un momento en el film en el que Welles pregunta al marchante llamado François por qué, si tenía la certeza de que los cuadros que D’Hory le suministraba eran falsos, no lo denunció. El marchante dice con absoluto cinismo que porque ganaría igualmente mucho dinero vendiéndolo aunque fuera falso. La estafa no importa. Se llama beneficio: la diferencia positiva entre lo que te estafan y tú estafas. El último, paga. Es el mismo procedimiento que se ha seguido en esta mal llamada “crisis financiera”, que ya comentamos que era de orden “fiduciario”. Esta vez los causantes, los que avalaron a los D’Hory, los Irving de turno, son la larga lista de expertos que concedieron valor a lo que no lo tenía, seguros de que ellos ganarían siempre por ser intermediarios, llevándose los ahorros de sus clientes. El árbol de la codicia no cambia sus raíces, solo sus hojas cada primavera. De burbuja en burbuja, avanzamos.


La película de Welles no es solo un magnífico —probablemente uno de los más grandes— filme sobre el arte, sino una lúcida reflexión sobre la forma de vender ilusiones y de cómo la codicia es la mayor ceguera. Convierte en inmoral al que vende y en idiota al que compra. Welles no puede ocultar su risa por navegar entre tanto pícaro. El arte sin firma, la catedral de Chartres, es lo que suscita la reflexión final de Welles sobre el verdadero valor.
Por un extraño juego del destino, sin premeditación alguna, programé esa película ayer, día 10 de octubre. Esta mañana, uno de los asistentes a la película me hizo la siguiente pregunta a través de internet: ¿la pusiste porque es la fecha del fallecimiento de Welles, el 10 de octubre de 1985? No. La puse porque, probablemente, el mago Welles esté riéndose en algún rincón de mi cerebro. No tengo otra explicación. Y no quiero engañar a nadie.



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