Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Hemos insistido muchas veces en esto y no eran necesarios los datos del INE*: casi 600.000 personas se van de España. No había más que mirar el mundo que nos rodea, pensar un poco y que te queden ganas de decirlo. La gente se va. Primero se irán los extranjeros jóvenes porque este ha dejado de ser el espacio en el que un país que apenas se reproduce acogía mano de obra barata; un país que por su propia falta de miras podía absorber trabajadores sin cualificación que podían incorporarse a la construcción, las cajas de los supermercados o a las barras de los bares y chiringuitos. Esa ha sido nuestra oferta y nuestra llamada real. Poseídos por ese igualitarismo a la baja de la pobre oferta, le ofrecíamos prácticamente lo mismo al doctor que al que llegaba sin estudios. Algunos se deban cuenta rápido y se quedaban el tiempo justo como para buscar en zonas con más pretensiones, con mejores aspiraciones como país.
No necesitamos estadísticas ni sociólogos que nos las expliquen. Nos basta con tener hijos en edad laboral para saber la dimensión del drama permanente de la desmotivación, de un sistema que la provoca y sostiene con precariedad, bajo perfil y becarios hasta los 35 años. Es la economía de la casa del primer cerdito; fachada sin cimientos.
España envejece. No hay dinero para hijos ni para casas en donde tenerlos. Nuestros políticos y empresarios, ayudados por unos sindicatos complacientes cuando les ha interesado —que ha sido casi siempre— son los responsables primeros de la falta de miras, de haber sido incapaces de soñar un país más allá de la especulación inmobiliaria y la hostelería, más de la disputa autonómica y laboral; un país donde los contratos tuvieran una duración superior a los tres años, un sueldo por encima de los mil euros que luego fueron seiscientos y ahora trescientos —¡y da gracias!, les dicen—, y en el que los pisos de las ministras del ramo tuvieran más de treinta metros cuadrados y… suma y sigue… Y lo hemos aplaudido.
Tenemos la peor clase política, la peor clase empresarial y la peor clase sindical de Europa. No escuchamos más que necedades y complacencias desde hace muchos años. No son fiables ni cuando les fue bien, porque es el modelo que se ha ido acumulando es el que ha traído esta situación penosa, que nos condena a sobrevivir de mala manera durante las próximas décadas. No lo digo yo. Lo están diciendo todas las instituciones que nos rodean y cuyos mensajes se aligeran o pierden cuando pasan por encima de los Pirineos o el Estrecho.
Nos hemos librado del sistema de alarmas que nos avisa cuando algo va mal desmantelando los medios de comunicación —complacientes y partidistas, sensacionalistas vendedores de éxitos y poco críticos—; hemos desmantelado el pensamiento de nuestras universidades, convirtiéndolas en centros de burocratismo mental en el que la gente se mata por unas migajas de financiación, unos sexenios y una plaza en propiedad, renunciando a decir al país que no lo está haciendo bien y que los mejores que pasan por sus aulas acaban en el paro o se van al extranjero porque España no los necesita porque no investiga ni innova; hemos desmantelado la cultura, embruteciendo a un país con una bazofia que escandaliza a los que llegan de fuera y pensaban encontrarse con un pueblo europeo culto y no con los índices de fracaso escolar y fracaso cultural que nos llevan a regodearnos en nuestra propia chabacanería expuesta a través de unos medios que abren sus informativos y portadas con goles y bodas de duquesas y tonadilleras.
Nos hemos librado del sistema de alarmas que nos avisa cuando algo va mal desmantelando los medios de comunicación —complacientes y partidistas, sensacionalistas vendedores de éxitos y poco críticos—; hemos desmantelado el pensamiento de nuestras universidades, convirtiéndolas en centros de burocratismo mental en el que la gente se mata por unas migajas de financiación, unos sexenios y una plaza en propiedad, renunciando a decir al país que no lo está haciendo bien y que los mejores que pasan por sus aulas acaban en el paro o se van al extranjero porque España no los necesita porque no investiga ni innova; hemos desmantelado la cultura, embruteciendo a un país con una bazofia que escandaliza a los que llegan de fuera y pensaban encontrarse con un pueblo europeo culto y no con los índices de fracaso escolar y fracaso cultural que nos llevan a regodearnos en nuestra propia chabacanería expuesta a través de unos medios que abren sus informativos y portadas con goles y bodas de duquesas y tonadilleras.
Sin embargo, decir esto o cosas muchos peores que pueden ser dichas, no se recibe bien, incomoda. Es pesimismo antipatriótico. ¡Cómo puede ir mal un país que es campeón del mundo de tantas cosas! Nos hemos metido en el terreno más engañoso, el de una economía aparente, ficticia, en la que se alienta un consumo constante amparado en el endeudamiento. ¡Se siente uno tan rico cuando se gasta lo que no tiene! ¡Se siente uno tan poderoso sabiendo que tu casa —tuya y de tu banco— sube cada día como la espuma y que con esa espuma te permiten seguir endeudándote porque en el futuro valdrá lo que tu cuento de la lechera te permita soñar!
Es duro descubrir que cada uno de esos pasos en tus sueños de la lechera han generado deudas y que tienes que pagarlas, como particular y como país. Porque España está a punto de recibir esa enseñanza que nos ha costado siglos entender y que todavía está con alfileres: que los países pagan; que lo que generamos entre todos, los pagamos entre todos. ¡El español por fin va a descubrir que cuando tira un papel al suelo alguien le cobra lo que cuesta! Por fin va a descubrir, esta vez dolorosamente, que además de ponerse la camiseta roja para celebrar, hay que ponerse otras camisetas menos agradables: las de endeudados nacionales, las de parados nacionales, las de desahuciados nacionales, las de los emigrantes nacionales. Son otras selecciones con las que también somos punteros.
Hay que recivilizar este país; cambiar muchas cosas, porque es demasiado tiempo el que se ha perdido, casi tres décadas, en las que se han tirado por la borda del crucero de lujo los sueños anteriores de un país de progreso, los sueños de mejora social conjunta, con ganas de participar en grandes proyectos que repercutieran en beneficio de todos. La España que hizo el esfuerzo para entrar en Europa, que se modernizó en apenas unos años y cuyos visitantes decían no reconocer por lo rápido del cambio, se durmió en la complacencia y en lo fácil. De ello somos responsables todos, como en toda democracia, aunque unos más que otros. Porque la responsabilidad del que tiene que proponer objetivos colectivos es mayor, como lo es también la de las voces de los que deben ser críticos y avisar de los desvíos. Hay que renovar la clase política y, sobre todo, recivilizar este país.
Recivilizar es volver a construir un tejido civil que vele en todas las instancias por el compromiso y la seriedad de las instituciones, que denuncie los desvíos e incumplimientos, que rechace la demagogia. No es una utopía, sino algo que algunos países han sabido hacer mediante la formación constante de sus ciudadanos, a los que tratan de ofrecer mejores servicios en la administración, mejor cultura desde los medios públicos, mejor educación en las escuelas. Somos, en cambio, el país celebrante, aquel que necesita de festivos y puentes para desarrollar su modelo económico, el país de las carreras y campeonatos, el eterno aspirante a organizar algo —una jornada mundial de la juventud, unos juegos olímpicos, una Expo…, lo que sea—, porque así se llenan bares y tiendas durante unos días en los que, entre cantos y chupitos, afonías y resacas, cumplimos el ritual patrio de la fiesta, nuestro auténtico motor.
Recivilizar es volver a construir un tejido civil que vele en todas las instancias por el compromiso y la seriedad de las instituciones, que denuncie los desvíos e incumplimientos, que rechace la demagogia. No es una utopía, sino algo que algunos países han sabido hacer mediante la formación constante de sus ciudadanos, a los que tratan de ofrecer mejores servicios en la administración, mejor cultura desde los medios públicos, mejor educación en las escuelas. Somos, en cambio, el país celebrante, aquel que necesita de festivos y puentes para desarrollar su modelo económico, el país de las carreras y campeonatos, el eterno aspirante a organizar algo —una jornada mundial de la juventud, unos juegos olímpicos, una Expo…, lo que sea—, porque así se llenan bares y tiendas durante unos días en los que, entre cantos y chupitos, afonías y resacas, cumplimos el ritual patrio de la fiesta, nuestro auténtico motor.
Se ha perdido mucho tiempo, pero hay que salir de este agujero que nos condena a vivir en esta situación durante años. No se trata de pintar un futuro negro. Ya tenemos un pasado y un presente negro. Se trata de comprenderlo por encima del bombardeo de los mensajes que nos dicen que esto se cura solo o que no estamos tan mal, que es cuestión de confianza, que es la crisis internacional, que esto lo arreglo yo cuando gane, etc. Mientras no asumamos que es tarea de todos, servirá de poco.
Recivilizar es que la sociedad civil, ahora inexistente, ahogada por los políticos, tome la responsabilidad del control social mediante los mecanismos a su alcance —foros, asociaciones, fundaciones, publicaciones, juntas, grupos de presión…— para conseguir proponer objetivos en beneficio de todos, asegurarse que llegan donde deben, y seguir su cumplimiento día a día, denunciándolo si no se hace. Es un trabajo extra para todos, pero es la única forma de tener un país conforme a nuestros sueños. Primero hay que soñarlo, luego hacerlo.
El plan de trabajo es sencillo: proponer ideas, luchar por llevarlas hasta donde se pueda y deba, y vigilar su cumplimiento, por un lado; por el otro, la crítica constante a lo que se considere que está mal. Cumpla y exija. No se calle ni mire para otro lado.
El plan de trabajo es sencillo: proponer ideas, luchar por llevarlas hasta donde se pueda y deba, y vigilar su cumplimiento, por un lado; por el otro, la crítica constante a lo que se considere que está mal. Cumpla y exija. No se calle ni mire para otro lado.
Para esto tienen que oírse voces nuevas, con ideas, libres de compromisos y demagogias. ¡Ya está bien de entrar con acné en los partidos y salir de ministro! Recivilizar es que se deje de escuchar a las cincuenta personas que hablan de cualquier cosa en este país y dar entrada a los miles que pueden realmente aportar algo. Hay que hacer fluir la cultura, la economía, la educación para que salgan del estancamiento en que se encuentra y que nos ha paralizado para beneficio de los que, ocurra lo que ocurra, siempre caen de pie, siempre están ahí, siempre tienen la palabra.
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