Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los cajeros automáticos tienen la fea costumbre de tragarse nuestras tarjetas de vez en cuando. Por algún extraño motivo —y digo “extraño” porque nadie te da ninguna explicación—, su boca decide no devolverla y, como no es cuestión de discutir con una máquina, intentas llamar a esos números que te aparecen en la pantalla.
El cajero está situado junto al parque infantil de un centro comercial y treinta o cuarenta niños saltan y juegan histéricos —“felices” diría alguien a quien no se le hubieran tragado la tarjeta hace unos minutos— impidiendo que escuche bien el largo proceso de oferta de números para marcar según sea mi caso.
Apenas escucho nada y tampoco puedo marcar ningún número porque el teléfono es de pantalla táctil y se oscurece para el ahorro de energía. La otra opción que me dan es “diga el número…”, pero me contesta con un “lo siento, no le hemos entendido. Repita, por favor”, dado el enorme ruido producido por los niños, que se escapan del parquecito y vienen a corretear a mi alrededor trayéndome su alegría. El cajero está situado junto a los baños de la planta, por lo que los grupos de adolescentes llegan hasta allí gritando con prisas y salen gritando sin ella, eufóricos por haber rehabilitado sus vejigas. Tras gritar varias veces el número que vale para todo caso que no sea cubierto por las cifras anteriores, finalmente me atiende un ser humano.
O, al menos, eso creo yo. El denominado “Test de Turing” —por Alan Turing, el gran matemático— viene a decir que podemos afirmar de una máquina que es “inteligente” cuando no podemos distinguirla de un ser humano en nuestra conversación con ella. Esa es la versión positiva, pero nunca se formula la contraria: privamos a una persona de inteligencia cuando no podamos distinguirla de una máquina.
Y es aquí donde intervienen los famosos “protocolos”. Un protocolo, por simplificarlo un poco, es una serie de acciones encadenadas que como no cumplas te echan. Te pueden echar por muchas otras cosas, pero, por esta, es seguro. Sí, porque invierten un montón de dinero en diseñarlo para que no se pierda dinero. El protocolo es lo contrario de la educación. La buena educación trata de convertir a las personas en más flexibles ante las circunstancias; hablamos de soluciones creativas, de innovación, etc. Pues el protocolo no “educa”, “programa”. Hace con las personas lo mismo que con las máquinas, las reduce a un “interfaz”, porque han descubierto que a los clientes no les gusta estar dirigiéndose a una máquina todo el tiempo.
Nada da más pena que estar hablando con una persona inteligente a la que se ha reducido a repetir un protocolo. Sabes que está puesta ahí, convertida en una prolongación de una maquinaria, enchufada a un sistema que le exige que no diga nada más allá de lo que se le señala en el protocolo correspondiente.
No voy a reproducir aquí la absurda conversación que mantengo con la persona que está al otro lado. Tratas de introducir cada dos palabras “sé que no es culpa suya” para evitar que se sienta más ridícula de lo que se debe sentir; sabes que nadie le ha pedido que crea en lo que hace, sino simplemente que dé esas contestaciones. El caos infantil y adolescente de un viernes por la tarde en un centro comercial contrasta con la rigidez de un sistema que convierte a las personas en prolongaciones de las máquinas. Cuando crezcan, muchas acabarán así, repitiendo instrucciones al otro lado de un teléfono, un mostrador o un dispensario médico.
Habrá chocado más de una vez con los “protocolos”. Son la respuesta de la ingeniería laboral para evitar que las personas se sientan como tales. Funcionando con protocolos, solo es necesario que sea inteligente el que los diseña, que, por cierto, suele ser un especialista bien pagado por lo que ahorra al sistema.
Hemos inundado nuestra sociedad de protocolos y hemos convertido las relaciones en absurdas. El protocolo no es más que una forma de destino estadístico que, extendido a todos los terrenos, convierte al conjunto de la sociedad en una máquina. Se ha convertido en sinónimo de "eficacia" y de "modernidad". Lo peor del protocolo es su extensión a ámbitos en los que es realmente una humillación para quien está de un lado y un insulto para el que está al otro. Pero les da igual. No es su problema.
La idea de “eficacia” que lo guía, solo en algunos casos es real y se trata más bien de una forma de ahorro para las empresas y de control sobre su propio personal. Un mundo gobernado por protocolos no es necesariamente un lugar más “eficaz”, pero sí un lugar más deshumanizado. Puede que algunos piensen que quiere decir lo mismo o que no les importe la diferencia.
Hay un punto entre el desorden y el orden absolutos. Convertir a las personas en prolongaciones de máquinas reales o lógicas, no es bueno para nadie. Provoca desesperación en quien pregunta y humillación en quien lo tiene que practicar, que se siente limitado y controlado. Al hecho de tener que dar respuestas programadas, se suma el de la grabación de la conversación, auténtica vigilancia sobre sus actuaciones. Tus supervisores informarán sobre si sigues el protocolo o no. Orwell y Huxley no están lejos.
Me he chocado muchas veces con la expresión “¡es lo que dice el protocolo!”. Lo peor del protocolo es que no puede ser cuestionado y debe ser aceptado aunque se tenga el convencimiento de que se está actuando mal, injustamente o que causará daño. El protocolo solo lo puede cambiar el que lo ha diseñado. Mientras tanto, debe seguir aplicándose.
Es precisamente esa ausencia de responsabilidad, que se transfiere toda al protocolo, lo que asusta; ese desprenderse de las decisiones y lo que implica, lo que me parece más peligroso. Una vez más, renunciamos a lo que somos en nombre de no se sabe muy bien qué. O quizá sí. Hemos descubierto que no queremos personas libres, sino eficaces y sumisas. Las máquinas no necesitan de la libertad. Convertir el sistema social y a las personas en máquinas tiene el riesgo, nunca asumido, de que esa mentalidad se transfiera a otros órdenes de la vida. El mensaje es “necesitamos a dos que piensen, tres que vigilen y millones que obedezcan”: diseñadores, vigilantes y ejecutores. Transfieran este esquema a millones de empresas e instituciones públicas o privadas. Tendrán un hormiguero.
No todo lo que ocurre en la vida puede meterse en los protocolos. Pero eso a los que imponen los protocolos no les importa. Peor para la vida.
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