Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Los
libros se amontonan sobre la mesita en el pasillo. Son el resultado de la
limpieza de los despachos de los que se jubilan o de los que han fallecido y
los siguientes ocupantes consideran poco útiles. Te llaman: "estoy
vaciando el despacho; pásate por aquí a ver si te interesa algo". Vas y
vuelves cargado de libros. Son el resultado de años de trabajo, libros
acumulados en el día a día de las investigaciones.
El
hecho más dramático es el rechazo de las bibliotecas. No quieren libros. No
tienen espacio, les resulta incómodo tener que moverlos, para lo que necesitan
más personal, algo que, como en otros campos, no tienen.
Veo
cómo se acumulan a la espera de que alguien se fije en ellos. Algunos
desaparecen pronto. Otros, en cambio, siguen allí a la espera de que alguien se
los lleve y les dé un destino mejor que el acabar reciclados algún día. Una vez
a la semana viene un trapero que se lleva todo el papel que haya: trabajos
encargados a los alumnos, viejos ejemplares de tesis o de trabajos de graduación.
Se los lleva con el compromiso de destruirlos.
Hace
años podías llevar libros a clase y repartirlos a los alumnos. Pero el nivel de
lectura ha descendido tanto que no leen mucho más allá de lo que el teléfono
les permite. Algún documento en formato pdf todo lo más. Lo que puedan leer en
las tablets y los ordenadores portátiles.
Me
cuenta una profesora que se ha hecho cargo de dos trasteros llenos de
libros. Son la acumulación de libros de un estudiante extranjero que estuvo
aquí unos años para realizar su tesis doctoral. Regresó a su país y no se pudo
llevar los libros que había ido almacenando en su investigación. Aquí quedaron,
a la espera de que alguien se ocupara de ellos.
Nadie
quiere los libros. Suena demasiado material, como si fuera una cuestión de
espacio, que también lo es. Pero este problema espacial no debe ocultar lo que
hay detrás: un brutal descenso de la lectura, algo que abarca ya a dos
generaciones. Estamos en otro mundo, no es el de los libros y la lectura.
Los
hábitos de lectura se han modificado profundamente en la Sociedad de la
Información. La entrada de las video llamadas por la pandemia ha permitido
comprobar que apenas se veían bibliotecas, algo que llegó a ser un bien
preciado durante generaciones anteriores. Las bibliotecas familiares han ido
desapareciendo y con ellas el amor por
los libros, una expresión que hoy nos resulta cursi, irreal,
fantasmagórica.
Se
mantiene algo en los niños por una cuestión de las ilustraciones, colores y
tamaño. Después llega el teléfono y todo desaparece, Entre en el transporte público
y lo entenderá en pocos segundos. El número de personas que leen libros es
mínimo. El teléfono absorbe la atención de todos durante los trayectos. La
gente camina con el teléfono en la mano; camina viendo series de televisión o
simplemente a la espera de que le llegue algún mensaje.
No
tenemos ningún Marshall McLuhan a la vista que nos diga cómo el teléfono, el
medio, es ahora otro mensaje. Tampoco que nos explique cómo está afectando a
nuestra forma de consumir información y de modelar las mentes primero y la
sociedad después. No hay nadie que nos explique cómo el medio actúa como filtro
condicionando la recepción, lectura y la interpretación.
Pero
aunque carezcamos de las investigaciones y las explicaciones, no podemos negar
los efectos, fácilmente observables: una profunda incultura que nace del
desprecio a todo lo que provenga del "pasado" en una sociedad que
solo valora la inmediatez. En este entorno solo tiene sentido la trivialidad,
cuyo consumo está garantizado en una nueva forma de hedonismo informativo. Los
avances en la configuración de la opinión, la creación de perfiles
personalizados, etc. han construido un sociedad mediática en la que se nos
suministra aquello que nos satisface. Los buscadores nos tientan con los recursos
que han aprendido de nuestras acciones. Es el reino de la seducción, no del
esfuerzo.
Basta echar un vistazo a lo que los medios nos ofrecen para comprobar ese ascenso generalizado de la trivialidad, que busca formas gratificantes de transformación para evitarnos cualquier tipo de esfuerzo. La transformación de las obras del pasado en "novelas gráficas", por ejemplo, alcanza ya a la Filosofía o la Ciencia, que necesita de lenguajes accesibles para intentar llegar a unas audiencias que se han acomodado a los nuevos medios. La incapacidad de llegar a la concentración que el libro requiere, la ilegibilidad por la pérdida o empobrecimiento del lenguaje (algo que saben bien maestros, profesores y editores), etc. hace que el texto se disocie y se transforme en fórmulas que permitan acceder a las nuevas "versiones". Se mantiene el soporte (es mejor en el formato del libro), pero se recurre a otros lenguajes más asequibles por los nuevos "consumidores".
La
proliferación de películas y novelas sobre los propios libros, es un síntoma
claro, de la misma forma que la idealización romántica del campesino era el
síntoma evidente de la llegada de la era industrial. Hoy hay lectores
mitificados como parte de universos en los que los libros son ya algo
misterioso y no un elemento de la vida cotidiana. Es el canto del cisne.
Hoy comprendemos que la Sociedad del Libro no es la Sociedad de la Información. El libro posibilitó la transmisión de lo valioso, del legado, y permitió crear a su alrededor todo un universo cultural a través del que se canalizaba. Hoy el centro es otro y deja fuera gran parte del legado, un concepto incompatible con el consumo constante de información volátil que requiere toda la atención disponible. Los teóricos hablan de una "economía de la atención", de la disputa competitiva, de auténtico mercado, por conseguir que nos fijemos, primero, y que nos enganchemos después a la tendencia que se nos ofrece, una línea a la que colgarnos.
Se está
creando una enorme y cada vez más ancha franja cultural, la que separa ambos
mundos. ¿Es el libro y lo que lleva una causa perdida? Me temo que sí. Aquellos
que deberían situarlo en el centro, no como objeto fetiche, sino como portador
de una cultura previa, fallan empujados hacia las normas del mercado de la
información, que no es el de la cultura necesariamente. Los estamentos, como
las universidades y el sistema educativo, ya no lucha por la cultura y se
contenta con ofrecer lo que tiene más atractivo para el que es incapaz de saber
lo que le falta. El objetivo de la conversión en expertos, es decir, en
centrarse en una determinada línea, ya sea investigadora o laboral, evita que
tengamos una visión más amplia del mundo, que es lo que trata de hacer la
cultura. Pero eso no interesa ya a nadie, empezando por las propias autoridades
educativas que buscan formas de reducir la complejidad a esquemas más fáciles
que les eviten problemas.
Con la
desaparición de las bibliotecas familiares desaparece la familiaridad con el
libro y con lo que representa, un legado. Los mecanismos de producción editorial,
igualmente, han aceptado las transformaciones sociales y las secundan. ¿Por qué
luchar por una sociedad más culta, por dar salida a lo mejor, antiguo y
moderno, cuando se trata solo de vender? Hay románticos empeños en editar
clásicos sin royalties, editoriales pequeñas que satisfacen la demanda de
libros, especialmente, decimonónicos, que es cuando se gestó la novela moderna.
Algo es algo.
Tras la
desaparición de la biblioteca familiar desaparece la estudiantil, la que uno se
hacía durante los estudios. Se trabaja con artículo, fotocopias y pdf ante la
resistencia a la lectura. Todo ello desintegra la idea de unidad que el libro
ofrecía y nos condena al fragmento.
La
resistencia de las bibliotecas a tener más libros es otro factor de presión. Si
vamos a las salas de lectura nos encontraremos que la gran mayoría están
leyendo sus ordenadores.
Tampoco
ha prosperado mucho la idea del ebook. Es la gente mayor la que más los usa por
motivos evidentes de falta de espacio y por la alta disponibilidad de clásicos
gratuitos en la red. Los que no quieren leer "lo último", entretienen
su tiempo con los ebooks con sus ejemplares descargados. La posibilidad de
ampliar la letra en los dispositivos es otro factor que ayuda a su implantación
entre los mayores. Consideran rentable la inversión en la compra.
El
libro es un dispositivo de lectura, una forma de almacenar información. Tiene una
gran duración y no necesita de otra energía que la de su lector para extraer
los contenidos. Es simple, un gran invento que cambió la historia de la
Humanidad. Hoy lo vemos como una molestia, algo a lo que hay que limpiar el
polvo o mover cuando uno se traslada o jubila. La estabilidad del soporte daba
estabilidad a la información que llevaba, que no se "borraba" tras
leerse.
El libro y la lectura representaron durante mucho tiempo una forma de construcción de la identidad y de la individualidad. La imagen del lector y de las lectoras en soledad, concentrados en su lectura, es hoy peligrosa en un mundo de conexión permanente, de sociabilidad virtual en la que abandonar el grupo se percibe como un drama personal y social. Estamos en la era de la conexión permanente y de la información efímera. Nadie busca la soledad ni la presión mediática le permite aislarse.
Veo los libros amontonados esperando que alguien los considere interesantes y se lleve alguno. Pero mayor es la tristeza que provoca el desprecio cultural que supone, la cancelación del legado, un abismo cultural. Hoy solo consumimos lo que producimos o lo que producimos es para ser consumido. No hay un ideal formativo claro, solo un enorme pragmatismo utilitarista. ¿Para qué te sirve leer ese libro? De la respuesta dada dependen muchas cosas.
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