domingo, 18 de octubre de 2020

Los paraísos perdidos y el futuro por perder

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)


Muchas de las batallas que hoy se libran en el mundo lo hacen en la esfera comunicativa, son batallas informativas. Eso vale tanto para la presidencia de los Estados Unidos como para convencer a los españoles de sus distintas localidades para que no salgan a la calle, se reúnan lo menos posible, se pongan mascarillas y otras cuestiones relacionadas con el coronavirus.

Lo malo de este tipo de batallas es que podemos llegar a no saber con claridad quiénes son los contendientes, aunque sepamos siempre quién es el blanco: nosotros, destinatarios naturales de todas estas campañas.

Estamos en una sociedad mediática y hay espacio para muchas batallas informativas sobre múltiples asuntos. Desde los medios, se reclama nuestra atención sobre múltiples asuntos, unas veces más claros, directamente, mientras que en otras ocasiones se recurre a fórmulas indirectas.

Tal como ocurrió en meses anteriores, la estrategia comunicativa para hacer que la gente siga las directrices para evitar la expansión incontrolada del COVID-19 necesita de un giro. Es una característica de la atención la necesidad de cambios periódicos para evitar que dejen de tener eficacia los mensajes que se nos envían. La eficacia comunicativa pasa por la especificidad de los públicos y por la variedad de las formas de los mensajes, por los cambios que aseguren la atención que puede provocar una reacción determinada.

El cambio de tono se produjo en mitad de la escalada, cuando la gente empezó a saturarse con los mensajes de prevención y hubo que empezar a recurrir a nuevos agentes comunicadores. Se empezó a utilizar a personas próximas, reconocidas, frente al debilitamiento de los comunicadores institucionales y la preocupación por un sector, los jóvenes, que se había perdido por el gran énfasis informativo puesto en la muerte de las residencia de tercera edad. Hubo que buscar interlocutores próximos y un lenguaje directo hacia la juventud que les hiciera ver que la cosa iba también con ellos. Se logró a medias. Con la llegada de la desescalada, el tono cambió y el mensaje también: todo era ya seguro. Tanto los agentes institucionales como los sectoriales empezaron a lanzar mensajes directos e indirectos sobre la seguridad. Reclamaban "corredores seguros", proclamaban que su autonomía y todo lo que había en ella era tan segura como las más seguras, en una irresponsable campaña que lanzó a la gente a la calle convencida que no había riesgos. En apenas unas semanas se perdió lo que se había avanzado con meses de sacrificios económicos, humanos y de paciencia, con pérdidas económicas y otras imposibles de evaluar, como las de la Enseñanza.

Ahora estamos en esto que llamamos incorrectamente segunda ola y que es exclusiva responsabilidad nuestra, de nuestras acciones y omisiones, de nuestro comportamiento y de nuestro aburrimiento. Ahora la batalla es perceptible entre los intereses sectoriales, los políticos, los sociales y los sanitarios. Es una batalla compleja que se dirime en los medios, en el parlamento, en los hospitales y hasta en las calles, con protestas de quienes quieren que se les quiten las restricciones a sus locales, ya sean de ocio o de restauración, de cultura o de deporte, tiendas de aforo limitado, etc. Todos necesitan de las masas, de la ocupación de sus negocios y, de nuevo, todos juran ser "seguros" y cumplir con las normas de seguridad, algo que no siempre ocurre. El "insigne" ejemplo de lo ocurrido en el teatro Real de Madrid, las actividades apretadas tras el cierre de los bares en la trastienda, las fiestas privadas, la llegada de estudiantes a las ciudades universitarias con escándalo atemorizado de los vecinos en ciudades como Granada o Salamanca, lo ocurrido en la Universidad del País Valenciano y que ha obligado a suprimir las clases presenciales, etc.

Los medios se encuentran presionados en esta guerra entre sus compromisos políticos (los tienen, pese a sus declaraciones de independencia) y económicos (los tienen a través de la publicidad y el accionariado). Muchas veces sobre ellos recaen ambas presiones.

Con todo, la gran responsabilidad es de cada uno de nosotros. No son los locales los que transmiten directamente; son solo el espacio del encuentro, que deben tener sus propias reglas, pero son la mayoría de las veces el incumplimiento individual y grupal el que provoca los contagios en una clara ceguera suicida para las personas y para los entornos económicos. Es una certeza que si todos cumpliéramos con las normas, de las personas a los negocios cara al público, no estaríamos en el estado actual. Pero es más fácil sancionar a un comercio que una fiesta de amigos en un domicilio, donde la vigilancia está limitada a las denuncias de los vecinos, en el más escandaloso de los casos.

Con todo, son las reuniones particulares, las fiestas familiares y de pandas de amigos o compañeros de estudios, los mayores espacios de contagio. Si a esto se le suma las carencias institucionales de medios, tanto de personal sanitario como de rastreos, de test rápidos, etc. el problema está servido.

La portada del diario ABC nos mete en la UCI directamente: "Las cicatrices del Covid: «Muchos saben que el virus mata, pero no se habla tanto de las secuelas»". RTVE iba por el mismo camino ayer dándonos reportajes de las UCI y de las personas que fallecen allí. Igualmente, nos mostraban las secuelas en pacientes jóvenes y no tan jóvenes, gente que ha quedado sin fuerzas o con una garganta que les impide hablar, personas que ha perdidos algún sentido, generalmente el gusto. Es un nuevo cambio en la estrategia comunicativa: tratar de acercar las secuelas y que el miedo prenda en la gente ya que la responsabilidad no lo hace.

La gran batalla se da con la juventud. No son siempre los responsables de todos los contagios, pero sí una parte importante y, sobre todo visible. El escándalo de las ciudades universitarias nos muestra un lado grave de nuestro estado social, la irresponsabilidad, que forma parte de nuestro medio ambiente social como uno de los mayores problemas. Desde el punto de vista comunicativo, se plantea un problema: su desconexión de los medios tradicionales, que son los que se están usando con poco efectos: los jóvenes no ven noticias, no ven nuestros noticiarios ni los programas. Son el reino de la auto programación, de la fragmentación informativa, casi atomización. Sus canales son otros menos programables para hacer llegar mensajes. Estos llegan a sus familias, pero parece que sirve de poco una vez que se tiene un pie en la calle. Los que son responsables, lo son. Los demás... La vida social es parte esencial de su mundo porque los sectores son generacionales. Si se les cierran los espacios de socialización, sencillamente los cambian, con lo cual el problema no solo no se soluciona, sino que se agrava. ¿No recordamos el origen del botellón, una alternativa barata por sacarlos de otros espacios? Al descender el poder adquisitivo de los jóvenes, estos fueron sacados de los espacios habituales y se organizaron en las calles, comprando la bebida en los supermercados y organizándose ellos mismos la distribución con esos coches que les suministran el alcohol cuando se les gasta. La "mano invisible" funciona reorganizando el mercado para que no se "pierda" el capital y siga circulando.

Nuestro sistema económico funciona en gran medida creando capas que van desde el turismo de lujo hasta el llamado turismo de exceso y el botellón, la alternativa  barata al restaurante o al pub. Lo malo es que se ha convertido en una alternativa estable que ha creado su mercado, por un lado y sus hábitos sociales, por otro. Y muchos no están dispuestos a renunciar a él. Desde fuera es trivial, pero tanto como lo es el cafelito de media mañana con los compañeros de la oficina. No es fácil desprenderse de los más cotidiano. Y una gran parte de nuestro sistema gira sobre este tipo de actividad. Es la alternativa social y alcohólica que da salida al comercio, a la producción de vinos y alcoholes, de refrescos y aperitivos.

Los primeros días del confinamiento por la pandemia, el papel higiénico y la botellas de cerveza, con los aperitivos, fue de lo que se hizo acopio. Las campañas publicitarias pronto mostraron que era necesario —tenemos algunas campañas publicitarias de cerveceras en este sentido— que había que apoyar a los bares, el lugar del consumo, y no solo a la bebida. No bastaba con consumir en casa, había que salir a los bares a beber allí ante el peligro del sector.

Es solo un ejemplo de los mensajes en diferentes sentidos que buscan combatir por su cuenta los problemas sectoriales en contra de los consejos sanitarios que buscan reducir la movilidad y la celebración sociales. No se puede combatir una epidemia reuniéndose en bares, campos de fútbol, teatros, museos, cines, etc. para mantener un país que se ha construido sobre la vida social y el turismo y no sobre la producción y la exportación industrial, un sector que se ha ido reduciendo.

La pandemia está durando más de lo que se pensaba (y lo que durará) y el coste en vidas es elevado. Se produce, además, un efecto negativo sobre el turismo, que se espanta ante las cifras españolas, por más que se le asegure que "todo es seguro". De nuevo aparecen hoy las noticias sobre "corredores turísticos seguros", con los que determinados espacios tratan de salvarse de la quema general. Es difícil lograrlo pues solo se reducen las cifras negativas con dos factores, reducción de la movilidad y mayor conciencia social, algo que entra en contradicción con las llamadas a la movilidad para aumentar el consumo. Es una pescadilla contradictoria que se muerde con saña su propia cola.

Estamos desaprovechando, entre quejido y quejido, entre lamento y lamento, entre protesta y protesta, la oportunidad de transformar nuestra economía, por doloroso que esto sea. Hay que pasar de un sector a otro, ir a actividades menos sensibles a lo que parece ser un signo del futuro que nos espera en un planeta que está llevado al límite. Los conspiracionistas obvian que es en gran medida nuestra actividad lo que provoca nuestra debilidad ante estos fenómenos —y otros relacionados con el cambio climático— que se irán multiplicando en el futuro. Quizá todo esto es el final de un ciclo y el futuro ya no va a ser una "normalidad" como la de antes. Tenemos por delante la ocasión de rectificar. Reproducir el mismo modelo es un suicidio. Pero parece que tenemos limitada la visión por los intereses de un modelo "terraza" y "vacacional" de vida, basado en el ocio y en la llegada de personas que pueden dejar de llegar mientras nosotros seguimos lamentándonos por ello, sin hacer nada por cambiarlo.

Las ampliaciones del teletrabajo, de la educación a distancia, de una cultura más digital, de menos grandes acontecimientos y mayor mesura en los viajes, etc. parecen más seguros que el mundo feliz que hemos diseñado desindustrializándonos, convirtiéndonos en un paraíso de pago para los que vengan a dejarse tiempo y dinero en nuestras costas, en nuestro abandonado interior. Tenemos de dejar de pensar en términos de "turismo" todo. Hay que empezar a reindustrializar España o el futuro que nos espera es bastante oscuro. Ya teníamos mensajes claros de una economía débil, precaria y creadora de profundas desigualdades. Sobre todo de sanción a una juventud a la que se forma en las aulas y se deforma en las calles, en los trabajos, etc. a base de botellones, de empleos precarios, de contratos temporales enlazados, de becas que tapan el drama, donde los mejor formados acaban en otros países que se aprovechan de nuestra educación para no tener que hacerlo ellos. Perdemos lo mejor; los que se quedan tienen muy poco donde elegir. Seguimos siendo el país con un paro que duplica el de los peores países. Y nos hemos acostumbrado a ello, entre otra cosa porque a muchos de los sectores que ahora se quejan les viene bien tener un empleo temporal y barato.

Nuestro problema no es nuevo. La pandemia lo ha dejado en evidencia. Pero seguimos sin querer verlo, mientras se agitan ante nuestros ojos ofertas de vacaciones a buen precio, ofertas increíbles, en paraísos semivacíos. Las secuelas del COVID19 no van a ser una exclusiva de los pacientes: también la economía las va a tener. Los demás países, los que nos envían turistas, toman nota de la situación de lo más aconsejable para sus propios futuros. Si no movemos ficha, corremos el riesgo de quedarnos como un resquicio de un pasado lejano. Es hora de tomar conciencia primero y medidas después. 

Desgraciadamente, tenemos al frente a la peor clase política en muchos años, incapaces de liderar una transformación necesaria de España, un cambio de rumbo hacia un futuro posible, mejor que este presente que dura ya demasiados años y se arrastra desde las crisis anteriores, que no convierte en el farolillo rojo de Europa, campeones en los peores datos. La sociedad española en su conjunto necesita reflexionar sobre esta situación y las perspectivas de futuro. Desgraciadamente estamos a otra cosa.

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