jueves, 29 de octubre de 2020

El ocio como materia prima y el COVID19

 Joaquín Mª Aguirre (UCM)


Debo confesar mi continua perplejidad (¡y más allá!) ante los términos en los que se debate en este país. Intento encontrarle un sentido que no sea un sinsentido, que suele ser el callejón poco iluminado al que llegó y del que salgo con desánimo. Y así, día tras día.

Me sigue dejando perplejo la naturalidad —y el encono— con lo que se discute en la pandemia centrándolo en términos como "puentes", "veranos", "campaña de navidad", "temporada veraniega", "qué pasa con el puente de Todos los Santos", "el puente de la Constitución", "el finde" (de semana, año o de lo que sea), etc. etc. Me vienen siempre recuerdos de esas lecciones de vida que uno recibe en el transporte público, auténtico test en vena de la realidad.

Dos recuerdos: el primero de ello fue la escucha de dos compañeros que se encuentran a finales de septiembre, primer día camino de clase, y se preguntan con naturalidad dónde van "a pasar el finde". Por supuesto se trataba del "fin de año". Tarde en reaccionar, en comprender que, efectivamente, su horizonte era el navideño, siguiente escala vital, parada en su trayecto, que —como en los viajes— te despiertas, preguntas cuanto falta para la siguiente parada y continúas con la cabezadita.

El segundo recuerdo es mucho más frecuente, las conversaciones de los lunes, las que se cuentan que han hecho el fin de semana pasado y se preguntan por el siguiente.

La vida española (al menos la de muchos) es como el Juego de la Oca: "de fiesta en fiesta y tiro porque me toca", no rima, pero es claro. Por algún motivo, nosotros no contamos la vida según lo que hacemos sino cuánto nos falta para dejar de hacerlo, por un lado. Pero por otro, se tiene la sensación del bocadillo invertido, es decir, un trozo de pan entre dos lonchas de jamón. Las lonchas, por supuesto, son las fiestas y lo que hay en medio, en este caso, es el pan laboral, el pan de los estudios.

Hemos encontrado el extraño punto en el que el "ocio" se ha vuelto más importante que el "negocio" o, más realísticamente, hemos transformado el ocio en el verdadero negocio. En unos días somos fuerza laboral, y en otros pocos materia prima. Nos exprimen en el trabajo primero y lo que obtenemos sirve para ser exprimidos de nuevo. Ya no sabemos divertirnos, descansar, dedicarnos algún proyecto personal, etc. que no conlleve gasto y, por lo tanto, sea la forma de vida de otros, que vivirán de nuestro ocio. El asocial, el apátrida, el traidor, etc. es el que se sienta a leer un libro en el banco de un parque un tarde soleada de primavera. Si el libro, además, lo ha sacado de la biblioteca ¡peor!, lo heredó de su abuelo, eso le convierte en un peligro público. ¡Menos paseo y más consumir!

Aunque lo llevemos al absurdo, la realidad causa cierto sonrojo. No digo que no pase en otros sitios, pero la elevación a drama griego, ¡qué digo "griego"!, "cósmico" de nuestros días sin terrazas, sin cafelito de media mañana, de después de comer o cuando sea, no consigue motivarme lo más mínimo y, más bien me deprime.

Solo se discute del ocio. Solo se habla de fiestas, de "domingos y días de guardar", como se decía antes. ¿Somos conscientes del tipo de país que somos realmente? Puede que sea una distorsión mediática, que se empeñaba en mostrarnos el drama de una barra sin clientes, como si hubiéramos dejado solo a Sinatra con su vaso pequeño y botella medio vacía cantando "One more for the road" o a June Christy sin nadie a quien cantarle "Something Cool", canciones de dramas solitarios que acaban en sórdidos bares nocturnos.

El problema aquí, claro no es el de la "sordidez" ni el de la "soledad", como esas viejas canciones repletas de tópicos. Nuestro problema es que no solo son sórdidos, sino que los hemos convertidos en Lourdes, en Fátima, en lugares de peregrinación y ganancia de indulgencias para la otra vida, que deja de tener alicientes. ¡Se imaginan una eternidad sin "puentes" sin "findes", sin vacaciones en la playa ni ofertas de viaje y hotel! ¡Me quedo en el infierno!

Soy sociable como el que más y echo de menos a amigos y compañeros. Pero la trampa de la sociabilidad mediterránea no me impide diferenciar entre el trabajo y el ocio. Hemos llegado a ser potencia industrial y nos hemos ido quedando en el orgullo del turismo, que supone en vez de mirar al cielo para que llueva, como cuando éramos un país de agricultores, a mirar al cielo para que no llueva y al pronóstico del tiempo de cuatro días de anticipación para poder planificar nuestros viajecitos de ida y vuelta, nuestro voy a la costa, me tomo unas gambas, unas copas por la noche y vuelvo.

El turismo y todo lo que gira a su alrededor nos ha desequilibrado. En algún momento lo comparé en la crisis anterior con lo que los economistas llaman el "mal holandés", fenómeno que se produce cuando tienes demasiado de algo y esto hace que desaparezca la sana diversidad de la economía.

Nuestro problema es que vivimos contando los días entre festivos, para planificar una vida que nos parece normal, pero que es estimulada desde las autoridades y las patronales, desde los medios para mantener este desequilibrado modelo económico en marcha.

El drama de los bares es lamentable por las personas. Pero no escucho a nadie quejarse por el drama de las librerías, por ejemplo, que reflejan una pérdida cultural o de fábricas que cerraron en estos años de desindustrialización y ascenso de los servicios. En España tenemos un bar por cada 170 personas, creo haber leído. Para que eso funcione tenemos que estar pegados a una barra, atados a una mesa, caña tras caña, café tras café. Le llaman "cultura de bar" y se dignifica mediante nuestro sentido de la amistad o la forma de vida mediterránea. Pero es lo que es.

Me apenan los ingenieros, científicos, médicos, industriales, profesionales de muchos tipos, que han tenido que irse de España a países con otros modelos económicos disfrazados de culturales y convertidos en destinos. No han tenido tanto eco sus dramas migratorios a países donde se valore su trabajo y función. Nuestro modelo, por el contrario, es de empleo precario y estacional, donde te contratan cuando es temporada y te despiden cuando llega el otoño hasta navidades y así sucesivamente. Son sectores precarios, mal pagados, al que abocamos a nuestra juventud ya sea como clientes o como oferta de trabajo. Este modelo es perverso y crea una condena.

Las fuerzas que están detrás de este modelo luchan para evitar que se les escape. Los pueblos ya no piensan en qué fábrica sería interesante para crear puestos de trabajo, sino que piensan en crear una "buena fiesta" que, como la "tomatina" salte a las pantallas del mundo y les atraiga turista a lanzarse tomates. Un invento para atraer dinero al pueblo. Ingenioso, sí, pero también una maldición de cara al futuro porque elimina otras posibilidades. Aquí comentamos no hace mucho el caso de la ciudad española que había instalado unas esculturas chocantes, vamos a decirlo así, apara atraer turistas que se hicieran selfies en ellas. No se trata de fomentar el arte o la cultura, solo de crear un escenario llamativo para hacerse selfies y, de paso, tomarse unos cafés, unas cañas, unos montaditos o lo que toque. Pero los demás pueblos montan también sus extravagancias, sus "tomatinas", crean sus "pimientinas" sus "boniatinas" o lo que tengan para tratar de conseguir el éxito acumulativo, la llegada, más esperada que la de los extraterrestres, en los que también habría que ir pensando por si acaso es buen negocio, gastronomía para extraterrestres, visitas guiadas por nuestros monumentos.

Lamento el drama de bares y hoteles, de restaurantes y terrazas. Pero esa lamentación es más amplia por este folclórico destinos que nos atrapa por nuestra falta de miras, aspiraciones o sentido del equilibrio en el desarrollo. Somos la economía que más padece los estragos de la pandemia. No nos hemos cuestionado porqué. Y deberíamos hacerlo porque en cada crisis ocurre igual. Tenemos el récord de estragos, las cifras más altas de paro en Europa; somos los que menos invertimos en sectores como sanidad, investigación, educación... ¿Y nos extraña lo que nos ocurre?

El descenso de sueldos, de estándares de calidad en muchos sectores, el aumento de la precariedad, la tardanza angustiosa de la estabilidad, etc. obedecen a este modelo aparentemente amable y divertido, ¿a quién no le gusta un rato de charla y risas hasta altas horas de la madrugada? La pandemia ha dejado al descubierto la fragilidad y la peligrosidad de este modelo.

Los políticos irresponsables que interpretan el país en términos de puentes, desplazamientos, ocupación hotelera, etc. debería mejor en dedicar sus hipotéticos esfuerzos en proponer cambios de modelo económico para que nuestra dependencia exterior, nuestra debilidad, fuera menor. No se quedaran vacíos muchos espacios de España no turística que trata de atraer turistas en vez de fomentar proyecto, modernizar el campo y la agricultura, acoger sectores industriales limpios, digitalizarse, etc., que son la vías de empleo estable y no dependiente. El turismo es inexportable, viene o no viene. Queda muy bonito eso de "ser una potencia turística", pero ahora comprendemos que es el ídolo de barro y que más dura será la caída, por hacer referencia a dos títulos cinematográficos relacionados con el boxeo. Hemos caído, sí, en picado. Y lo malo es que queremos seguir haciendo lo mismo en vez de cambiar nuestro futuro de forma previsora, diversificando sectores, invirtiendo en modelos mixtos y no dependientes totales del turismo.

Me gustaría que aparecieran más artículos hablando de un futuro posible y distinto y menos cantos quejumbrosos por un modelo que, con pandemia o sin ella, está cambiando en origen, como habremos visto ya si queremos hacerlo. Sentados y quejándonos no se construye futuro, solo se repite el pasado. Menos quejas y más propuestas, más alternativas. Los males de este modelo los padecemos en la sociedad española hace mucho tiempo. El problema, claro está, no son las actividades en sí, sino la falta de alternativas y las carencias que esto supone. Ojalá todo pase pronto (que no creo, pero deseo), pero también que, además de pasar, permita el desarrollo económico y tecnológico, la inversión en otros sectores de futuro. Hay que evitar que recibamos turistas mientras otros muchos españoles están obligados a salir del país a buscar mejores trabajos, un situación a la que nadie alude. Son los contra turistas, los que salen del país por falta de oferta, de reconocimiento y de estabilidad. Hemos llenado los países más avanzados de médicos, científicos, investigadores, etc. Nadie se lamenta por ellos. Pero necesitamos médicos y personal sanitario, científicos, ingenieros, etc. Desgraciadamente la "epidemia" que les echó fuera de su país es mucho más antigua que esta del COVID-19 y sin vacuna. 

Ahora se nos dice que todo es seguro. Pero si lo es, ¿de donde salen los contagios? La reivindicación de algunos del "derecho a contagiarse" es un paso más en este despropósito en el que vivimos y la distorsión que nos produce. Son tiempos duros, pero lo son doblemente por nuestro modelo y las exigencias que plantea. Lamento las crisis, pero sin resolver el mal de fondo es complicado. Este país ha desmantelado sectores industriales y agrícolas enteros en nombre del futuro. Al final, a esas dramáticas transformaciones no se les dio más futuro que el turismo, que inventarse una fiesta, llenarse de bares y crear muchos puentes para desplazarnos. Sobre eso se ha creado una poderos industria y una parte importante de nuestra economía. También una poderosa resistencia. El futuro de las próximas generaciones no puede estar en elegir de qué lado de la barra del bar se sitúan. hay vida más allá del ocio, de la noche, de las vacaciones, de los puentes y de otras enormes tragedias que lamentamos.

Volviendo al principio, me da vergüenza que sea qué se va a hacer el próximo puente lo que debatan nuestros políticos y empresarios. Pero es muy revelador.

 

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