Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Me
sigue dejando perplejo la naturalidad —y el encono— con lo que se discute en la
pandemia centrándolo en términos como "puentes", "veranos",
"campaña de navidad", "temporada veraniega", "qué pasa
con el puente de Todos los Santos", "el puente de la
Constitución", "el finde" (de semana, año o de lo que sea), etc.
etc. Me vienen siempre recuerdos de esas lecciones de vida que uno recibe en el
transporte público, auténtico test en vena de la realidad.
Dos
recuerdos: el primero de ello fue la escucha de dos compañeros que se
encuentran a finales de septiembre, primer día camino de clase, y se preguntan con
naturalidad dónde van "a pasar el finde". Por supuesto se trataba del
"fin de año". Tarde en reaccionar, en comprender que, efectivamente,
su horizonte era el navideño, siguiente escala vital, parada en su trayecto,
que —como en los viajes— te despiertas, preguntas cuanto falta para la
siguiente parada y continúas con la cabezadita.
El
segundo recuerdo es mucho más frecuente, las conversaciones de los lunes, las
que se cuentan que han hecho el fin de semana pasado y se preguntan por el
siguiente.
La vida
española (al menos la de muchos) es como el Juego de la Oca: "de fiesta en
fiesta y tiro porque me toca", no rima, pero es claro. Por algún motivo,
nosotros no contamos la vida según lo que hacemos sino cuánto nos falta para
dejar de hacerlo, por un lado. Pero por otro, se tiene la sensación del
bocadillo invertido, es decir, un trozo de pan entre dos lonchas de jamón. Las
lonchas, por supuesto, son las fiestas y lo que hay en medio, en este caso, es
el pan laboral, el pan de los estudios.
Hemos
encontrado el extraño punto en el que el "ocio" se ha vuelto más
importante que el "negocio" o, más realísticamente, hemos
transformado el ocio en el verdadero negocio. En unos días somos fuerza
laboral, y en otros pocos materia prima. Nos exprimen en el trabajo primero y
lo que obtenemos sirve para ser exprimidos de nuevo. Ya no sabemos divertirnos,
descansar, dedicarnos algún proyecto personal, etc. que no conlleve gasto y,
por lo tanto, sea la forma de vida de otros, que vivirán de nuestro ocio. El
asocial, el apátrida, el traidor, etc. es el que se sienta a leer un libro en
el banco de un parque un tarde soleada de primavera. Si el libro, además, lo ha
sacado de la biblioteca ¡peor!, lo heredó de su abuelo, eso le convierte en un
peligro público. ¡Menos paseo y más consumir!
Aunque
lo llevemos al absurdo, la realidad causa cierto sonrojo. No digo que no pase
en otros sitios, pero la elevación a drama griego, ¡qué digo
"griego"!, "cósmico" de nuestros días sin terrazas, sin
cafelito de media mañana, de después de comer o cuando sea, no consigue
motivarme lo más mínimo y, más bien me deprime.
Solo se
discute del ocio. Solo se habla de fiestas, de "domingos y días de
guardar", como se decía antes. ¿Somos conscientes del tipo de país que
somos realmente? Puede que sea una distorsión mediática, que se empeñaba en
mostrarnos el drama de una barra sin clientes, como si hubiéramos dejado solo a
Sinatra con su vaso pequeño y botella medio vacía cantando "One more for
the road" o a June Christy sin nadie a quien cantarle "Something
Cool", canciones de dramas solitarios que acaban en sórdidos bares
nocturnos.
El
problema aquí, claro no es el de la "sordidez" ni el de la "soledad",
como esas viejas canciones repletas de tópicos. Nuestro problema es que no solo
son sórdidos, sino que los hemos convertidos en Lourdes, en Fátima, en lugares
de peregrinación y ganancia de indulgencias para la otra vida, que deja de
tener alicientes. ¡Se imaginan una eternidad sin "puentes" sin
"findes", sin vacaciones en la playa ni ofertas de viaje y hotel! ¡Me
quedo en el infierno!
Soy
sociable como el que más y echo de menos a amigos y compañeros. Pero la trampa
de la sociabilidad mediterránea no me impide diferenciar entre el trabajo y el
ocio. Hemos llegado a ser potencia industrial y nos hemos ido quedando en el
orgullo del turismo, que supone en vez de mirar al cielo para que llueva, como
cuando éramos un país de agricultores, a mirar al cielo para que no llueva y al
pronóstico del tiempo de cuatro días de anticipación para poder planificar
nuestros viajecitos de ida y vuelta, nuestro voy a la costa, me tomo unas
gambas, unas copas por la noche y vuelvo.
El
turismo y todo lo que gira a su alrededor nos ha desequilibrado. En algún
momento lo comparé en la crisis anterior con lo que los economistas llaman el
"mal holandés", fenómeno que se produce cuando tienes demasiado de
algo y esto hace que desaparezca la sana diversidad de la economía.
Nuestro
problema es que vivimos contando los días entre festivos,
para planificar una vida que nos parece normal, pero que es estimulada desde
las autoridades y las patronales, desde los medios para mantener este desequilibrado
modelo económico en marcha.
El drama de los bares es lamentable por las personas. Pero no escucho a nadie quejarse por el drama de las librerías, por ejemplo, que reflejan una pérdida cultural o de fábricas que cerraron en estos años de desindustrialización y ascenso de los servicios. En España tenemos un bar por cada 170 personas, creo haber leído. Para que eso funcione tenemos que estar pegados a una barra, atados a una mesa, caña tras caña, café tras café. Le llaman "cultura de bar" y se dignifica mediante nuestro sentido de la amistad o la forma de vida mediterránea. Pero es lo que es.
Me apenan los ingenieros, científicos, médicos, industriales, profesionales de muchos tipos, que han tenido que irse de España a países con otros modelos económicos disfrazados de culturales y convertidos en destinos. No han tenido tanto eco sus dramas migratorios a países donde se valore su trabajo y función. Nuestro modelo, por el contrario, es de empleo precario y estacional, donde te contratan cuando es temporada y te despiden cuando llega el otoño hasta navidades y así sucesivamente. Son sectores precarios, mal pagados, al que abocamos a nuestra juventud ya sea como clientes o como oferta de trabajo. Este modelo es perverso y crea una condena.Las
fuerzas que están detrás de este modelo luchan para evitar que se les escape.
Los pueblos ya no piensan en qué fábrica sería interesante para crear puestos
de trabajo, sino que piensan en crear una "buena fiesta" que, como la
"tomatina" salte a las pantallas del mundo y les atraiga turista a
lanzarse tomates. Un invento para atraer dinero al pueblo. Ingenioso, sí, pero
también una maldición de cara al futuro porque elimina otras posibilidades.
Aquí comentamos no hace mucho el caso de la ciudad española que había instalado
unas esculturas chocantes, vamos a decirlo así, apara atraer turistas que se
hicieran selfies en ellas. No se trata de fomentar el arte o la cultura, solo
de crear un escenario llamativo para hacerse selfies y, de paso, tomarse unos
cafés, unas cañas, unos montaditos o lo que toque. Pero los demás pueblos
montan también sus extravagancias, sus "tomatinas", crean sus
"pimientinas" sus "boniatinas" o lo que tengan para tratar
de conseguir el éxito acumulativo, la llegada, más esperada que la de los
extraterrestres, en los que también habría que ir pensando por si acaso es buen
negocio, gastronomía para extraterrestres, visitas guiadas por nuestros
monumentos.
El
descenso de sueldos, de estándares de calidad en muchos sectores, el aumento de
la precariedad, la tardanza angustiosa de la estabilidad, etc. obedecen a este
modelo aparentemente amable y divertido, ¿a quién no le gusta un rato de charla
y risas hasta altas horas de la madrugada? La pandemia ha dejado al descubierto
la fragilidad y la peligrosidad de este modelo.
Los
políticos irresponsables que interpretan el país en términos de puentes,
desplazamientos, ocupación hotelera, etc. debería mejor en dedicar sus
hipotéticos esfuerzos en proponer cambios de modelo económico para que nuestra
dependencia exterior, nuestra debilidad, fuera menor. No se quedaran vacíos
muchos espacios de España no turística que trata de atraer turistas en vez de
fomentar proyecto, modernizar el campo y la agricultura, acoger sectores
industriales limpios, digitalizarse, etc., que son la vías de empleo estable y
no dependiente. El turismo es inexportable, viene o no viene. Queda muy bonito
eso de "ser una potencia turística", pero ahora comprendemos que es el ídolo de barro y que más dura será la caída, por hacer
referencia a dos títulos cinematográficos relacionados con el boxeo. Hemos
caído, sí, en picado. Y lo malo es que queremos seguir haciendo lo mismo en vez
de cambiar nuestro futuro de forma previsora, diversificando sectores,
invirtiendo en modelos mixtos y no dependientes totales del turismo.
Me gustaría que aparecieran más artículos hablando de un futuro posible y distinto y menos cantos quejumbrosos por un modelo que, con pandemia o sin ella, está cambiando en origen, como habremos visto ya si queremos hacerlo. Sentados y quejándonos no se construye futuro, solo se repite el pasado. Menos quejas y más propuestas, más alternativas. Los males de este modelo los padecemos en la sociedad española hace mucho tiempo. El problema, claro está, no son las actividades en sí, sino la falta de alternativas y las carencias que esto supone. Ojalá todo pase pronto (que no creo, pero deseo), pero también que, además de pasar, permita el desarrollo económico y tecnológico, la inversión en otros sectores de futuro. Hay que evitar que recibamos turistas mientras otros muchos españoles están obligados a salir del país a buscar mejores trabajos, un situación a la que nadie alude. Son los contra turistas, los que salen del país por falta de oferta, de reconocimiento y de estabilidad. Hemos llenado los países más avanzados de médicos, científicos, investigadores, etc. Nadie se lamenta por ellos. Pero necesitamos médicos y personal sanitario, científicos, ingenieros, etc. Desgraciadamente la "epidemia" que les echó fuera de su país es mucho más antigua que esta del COVID-19 y sin vacuna.
Ahora se nos dice que todo es seguro. Pero si lo es, ¿de donde salen los contagios? La reivindicación de algunos del "derecho a contagiarse" es un paso más en este despropósito en el que vivimos y la distorsión que nos produce. Son tiempos duros, pero lo son doblemente por nuestro modelo y las exigencias que plantea. Lamento las crisis, pero sin resolver el mal de fondo es complicado. Este país ha desmantelado sectores industriales y agrícolas enteros en nombre del futuro. Al final, a esas dramáticas transformaciones no se les dio más futuro que el turismo, que inventarse una fiesta, llenarse de bares y crear muchos puentes para desplazarnos. Sobre eso se ha creado una poderos industria y una parte importante de nuestra economía. También una poderosa resistencia. El futuro de las próximas generaciones no puede estar en elegir de qué lado de la barra del bar se sitúan. hay vida más allá del ocio, de la noche, de las vacaciones, de los puentes y de otras enormes tragedias que lamentamos.
Volviendo al principio, me da vergüenza que sea qué se va a hacer el próximo puente lo que debatan nuestros políticos y empresarios. Pero es muy revelador.
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