Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Lo
ocurrido hace unos días en la Comunidad de Madrid con la decisión del TSJM es
una muestra de este tipo de procedimientos que si ya es complicado entre
partidos, lo es mucho más cuando se trata de administraciones, creando una
erosión en lo que debería estar por encima de esta luchas precisamente como
salvaguarda de la propia Justicia y, si se quiere, de la política misma que
queda enredada en los conflictos que deberían resolverse de otra forma por el
bien del propio sistema. El recurso a la Justicia no es más que la constatación
de la falta de diálogo, de la incapacidad política de llegar a acuerdos en un
espacio "sordo", el de la bronca permanente, cuyo rendimiento
político les debe ser gratificante ya que actúa como una especie estímulo en
unos que obliga a los que pierden a aprovechar la siguiente ocasión en un
círculo interminable.
El ejemplo
de los problemas planteados por la politización partidista del Tribunal Supremo
en los Estados Unidos debería ser suficiente para comprobar los peligros de la
conexión política con los órganos de la Justicia. Eso incluye a la Fiscalía,
cuyo problema en España por el nombramiento realizado por el Gobierno, seguirá
estando de fondo en todas las decisiones que tome hasta que se inviertan las
tornas.
La política
es absorbente y expansiva, con tendencia a colonizar todos los poderes que
deberían tener sus propios ámbitos, poniéndolos a su servicio. La situación
española es preocupante. Parece que se han roto las reglas del comportamiento
político con dos consecuencias claras, el traslado de una visión partidista a
la vida cotidiana, intensificando la radicalidad, por un lado; por otro, se
produce un movimiento de desapego a la política e instituciones que se ven
—precisamente por ese sentido partidista— como meros espacios de conflictos y
no de acuerdos.
La
llegada de la "nueva política" ha sido algo más que caras nuevas. Ha
traído un estilo peleón y mediático, de constante ataque al contrario, de una
gresca continua casi imposible de detener sencillamente porque no saben hacer
otra cosa. Este estilo de batalla permanente actúa como filtro de un tipo de
personas que son las que ascienden por la cadena hasta llegar a los puestos
principales. Las virtudes que se requieren son muy diferentes a las que un
modelo basado en el diálogo y el construir conjunto para alcanzar un ideal
armónico social en el que las mejoras sean comunes y las posibilidades de
mejorar abiertas hacia el futuro. Lo que tenemos ahora es un tremendismo
político, basado en la denigración y la promesa, no en los hechos. Es un
escenario comunicativo con choques parciales en las calles —otra característica
de la "nueva política"—, donde se traslada la ira acumulada y que se
convierte, a su vez, en mensaje para el resto. La culminación de esta
estrategia es la personalización del "escrache", el acoso a las
personas, a sus casas y familias. Hoy lo tenemos por la derecha y la izquierda,
convertido en forma "justificada" de feedback en el sistema. No es
más que una forma de violencia ritualizada, indigna de llevar en la política en
una sociedad democrática o que quiere serlo.
La trasformación
de las democracias en sociedades radicalizadas con tendencia a la violencia la
estamos viendo cada día en muchos escenarios. La ciudadanía padece crisis
económicas o sociales y estas son utilizadas en la lucha como una forma de
actuación. En vez de resolver problemas, se intensifican pues es la ira lo que
se busca como sentimiento primario en la política. Se trata de convertir al
otro en objeto de odio. De nuevo, el ejemplo de lo que Trump ha hecho en los
Estados Unidos es claro al respecto. Trump es un incitador constante al odio,
lo que le vale para mantener una base estable que no se ve afectada por sus
malas decisiones políticas que, en el fondo no le importan, pues el odio pasa a
ser más importante que otras circunstancias. Ese odio estalla en disturbios, en
ataques con armas, atropellos, etc. generando una espiral de violencia que
debería estar alejada de una sociedad "sana".
Las
sociedades democráticas deberían ser, por el contrario, sociedades de
convivencia. Esta solo se consigue con un fondo solidario que evita que el voto
se convierta en un aspecto egoísta y busque las mejores soluciones para todos.
Es sorprendente la palabrería del populismo, que aspira a hacerse con una idea
común, cuando lo que hace es absorber los símbolos de la comunidad para
convertirlos en partidista. De nuevo, Trump es un ejemplo claro, con su
absorción posesiva de la idea de "América", que parece incluyente pero
es en realidad lo contrario, absolutamente excluyente. Cuanto más "americano"
se presenta, menos americanos reales caben en su definición, considerando a los
demás como "traidores", "anti americanos", "extranjeros",
"parásitos", etc. Este fenómeno se puede apreciar precisamente en
cómo maneja el voto latino y cómo una parte de ellos justifican su "norteamericanidad"
rechazando a los que son tan inmigrantes como lo han sido ellos y sus familias.
Los
populismos europeos han importado también el elemento racista, como ocurre en
Alemania con la extrema derecha y sus neonazis, con sus conexiones con los
supremacistas blancos. Lo mismo puede decirse del racismo sembrado en Italia
por la Liga Norte, cuyo separatismo no solo es desprecio al "sur"
italiano, sino a la inmigración, contra la que ha lanzado a su electorado. La
Liga de Salvini muestra esa combinación de separatismo y racismo, peligrosa
combinación, que no exclusiva de Italia.
Desgraciadamente,
esta radicalidad que acaba subvirtiendo las bases democráticas de la sociedad y
sus instituciones acaba involucrando a los tribunales, una pieza esencial del
sistema.
En La
Vanguardia leemos respecto a la preocupación de los magistrados por esta
creciente presión sobre los tribunales:
El Tribunal Supremo se ha convertido en el foco de la batalla política. Las trifulcas entre adversarios políticos acaban dirimiéndose en los tribunales. Los grandes dilemas que afectan al Estado pasan por el Alto Tribunal, al que se le reclama cada vez con más intensidad que sea el árbitro de todos los partidos: Catalunya, la monarquía, la gestión del Gobierno y los choques entre distintas formaciones políticas son algunos de los asuntos que le toca afrontar. Esta situación está provocando inquietud entre miembros del órgano, que aunque asumen su papel con naturalidad al ser el máximo tribunal y el responsable de revisar los asuntos de aforados nacionales, no dejan de expresar cierta resignación. “Se está utilizando la justicia para atacar al contrincante”, se lamentan algunos.
[...]
Estas fuentes entienden que esta
sobreexposición da un mensaje equivocado a la ciudadanía sobre qué se puede
reclamar penalmente. Cuando llega al tribunal un asunto relacionado con algún
aforado, la polémica está servida.
Algunas fuentes del tribunal lamentan que antes de que la Sala adopte una decisión, ya se le sitúa desde un punto de vista partidista. Les parece que da igual los argumentos jurídicos en los que están basadas las resoluciones, por muy razonadas que estén, porque los criterios ya los tienen fijados antes de conocerlas. Los argumentos de un tribunal para admitir una querella o archivarla creen que ya dan igual. “Existe la sensación de que la justicia se ha convertido en un espacio más del pulso electoral”.*
Es algo
más que una "sensación" es una realidad fruto de esta estrategia de
rechazo del diálogo. Y el diálogo es la base de la democracia; el diálogo para
el acuerdo, añadiríamos. La única forma de que una sociedad no sufra los
bamboleos de los cambios de gobierno, que pueda avanzar en una dirección estable
es que se superen los conflictos mediante acuerdos que tiendan al bien común.
De otra forma, el tiempo no se ve como una consolidación de la sociedad sino
como un tiempo de espera, el de la revancha, el de desmontar lo hecho anteriormente
desde el interés particular de quien ocupa el poder. Si este poder no se usa
para que los ciudadanos en su conjunto perciban una mejora del conjunto, el
poder se ve como una agresión y las instituciones como una coartada,
erosionándose las instituciones.
El artículo de Carlota Guindal se cierra con una larga lista de cuestiones política pendientes de resolución ante los jueces. Son el resultado de un fracaso político que una democracia como la española no debería mostrar, ya que solo significa incapacidad de utilizar las vías de la política entendida de una forma constructiva. Sin duda, retrocedemos.
Cada vez hay más interesados en el caos y cada vez hay más ignorantes que contribuyen a él sin darse cuenta de sus consecuencias o que parece no importarles si así aumenta su presencia en el poder. Pero ese poder es cada día más complicado de ejercer porque precisamente ha perdido el respeto de los ciudadanos y ha erosionado las instituciones sometiéndolas a acoso y desgaste.
Hoy, día 12 de octubre, debería ser un día para celebrar nuestra comunidad, nuestro estar juntos. Sin embargo, no es lo que vemos. El 12 de octubre es solo un puente frustrado por la pandemia. La transformación de nuestras fiestas importantes en "puentes" es un indicador de su vaciado de sentido, de su trivialización. Lo mismo ocurre con la Constitución. Cada vez, sí, hay más cuestionamientos y cada vez más división.
La
preocupación de los jueces por su instrumentalización política es algo que
debería preocuparnos a todos pues a todos nos afecta. Si los políticos repensaran cuál es su función
real, la que muchos ciudadanos esperamos que cumplan, cambiarían de rumbo y
actitud. Pero no es ese el sendero elegido. Es más rentable el conflicto,
requiere de menos inteligencia, pues es un retroceso en lo político al uso de
la fuerza y del grito en vez del diálogo y la ilusión común por avanzar del
conjunto.
Hemos
perdido las ocasiones de unirnos y buscamos, en cambio, las de dividirnos, algo
que aprovechan los que saben que en un país roto es más fácil aparentar ser
algo, tener poder. Nuestra situación actual es bastante calamitosa pues el
poder se está haciendo añicos en divisiones cada vez más pequeñas, fruto de los
desacuerdos. Es más fácil hacer un nuevo partido que ponerse de acuerdo con el
resto de los miembros. Deberíamos reflexionar de esta manera de esparcir
divisiones y conflictos y arrastrarnos a ellos.
Lejos
de arreglar problemas, se trata de crear nuevos de los que convertirse en
adalid, con los que atraer la atención, un bien escaso en un mundo de ruidos,
de gritos callejeros e insultos.
Los políticos no acuden a los jueces buscando justicia, sino repercusión. Es más fácil hacer demagogia que mantener una sociedad armónica, comprometida con el resto y con el futuro. De esta manera, el presente solo es un gallinero ruidoso y empantanado.
* Carlota Guindal "Inquietud en el
Supremo por el intento de politización del tribunal" La Vanguardia
12/10/2020
https://www.lavanguardia.com/politica/20201012/483995205157/supremo-tribunal-politizacion-audiencia-nacional-justicia-jueces-juez.html
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