Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Hay una
diferencia entre velocidad y prisa. Vivimos en un mundo de urgencias, de
límites descendentes en todo que se compensan con las velocidades. Esta prisa
es enfermiza y ha cambiado nuestro sentido del tiempo, de la vida, del trabajo.
La velocidad se puede medir, pues es una magnitud; la prisa es psicológica, una
urgencia que se le añade a la tarea o a la situación y que produce. La prisa
consume energía psíquica, crea angustia e inseguridad. Vivimos en el reino de
la prisa, es decir, en el de la angustia, la inseguridad y el miedo que estas
provocan. Vivimos estresados por la necesidad creciente de recortar todo.
Desde
hace años, un objetivo de la prisa se ha introducido en un centro neurálgico de
la sociedad y la cultura, en la enseñanza. Al igual que se rebajan los tiempos
en las fábricas, las enseñanzas, las carreras han visto reducido sus tiempos de
duración. Lo han hecho de dos formas: reduciendo su duración y fraccionando las
materias para que quepan más en menos tiempo.
Se ha
producido un choque entre la velocidad de asimilación, de interiorización de
los conocimientos, y la velocidad de adquisición, que se ha visto reducida cada
vez más. Esta prisa-angustia no solo se ha traslado al alumnado, sino que —como
en toda la sociedad— se ha trasladado a los propios docentes que tiene sus
propias carreras de velocidad y su prisa por las promociones. El "saber"
se ha transformado en signo exteriores, los méritos, que se supone reflejan. Para
compensarlo, la sobre especialización asegura moverse por un campo más pequeño
que pueda ser suficiente y rápidamente controlado para asegurarse participar en
la carrera competitiva por la promoción. Esto se vive, una vez más, como prisa,
como angustia. Sin embargo, aquí la prisa se contrapone a la lentitud que se
imprime a la promoción en sí. Esto
asegura la angustia y, especialmente, provoca un estado desquiciado en quienes
se lanzan a las carreras promocionales para conseguir los cada vez más escasos
puestos que se ofrecen en unos procesos de reducción.
El
diario El País reproduce un vídeo del filósofo Nuccio Ordine, ensayista y
especialista en la figura de Giordano Bruno. Estos cuatro minutos deberías ser
de visión obligatoria en todos los rectorados, decanatos, consejería de cultura
de las autonomías, colegios y ministerios de Cultura y Educación. Deberían
repetirse periódicamente y cada vez que entrara una nueva dirección en
cualquiera de ellas.
Estamos
matando la cultura porque no tenemos tiempo para asimilarla. Nuestros sistemas
educativos, especialmente las universidades, han traicionado su función
formadora esencial y la han convertido en un mundo de angustias e
incertidumbres, un mundo de mínimos para seguir adelante, dejando atrás lo
valioso y despreciando lo que no esté en su lista de mínimos, cada vez más
reducida. Algo peor: hemos trasladado las neurosis de los educadores a los
alumnos, contagiándoles de las mismas prisas, de las mismas obsesiones por los
plazos antes que por los contenidos, por lo formal antes que por lo esencial.
"Si
tú quieres conocer, si tú quieres aprender, debes hacerlo con lentitud",
comienza la intervención de Ordine. Después nos pone el ejemplo de Nietzsche,
que publica el prólogo a su libro de aforismos, Aurora, y en la segunda edición,
seis años más tarde, incluye el prólogo. Nucci Ordine lee a los jóvenes
presentes una parte del final del prólogo (del que Nietzsche ha escrito
previamente que "bien podría haber sido una necrológica"). Les lee unas
líneas, pero bien merece la pena leer el final del prólogo demorado seis años:
Este prólogo llega tarde, aunque no demasiado
tarde; ¿qué más da, a fin de cuentas, cinco años que seis? Un libro y un problema
como éstos no tienen prisa; además, tanto mi libro como yo somos amigos de la
lentitud. No en vano he sido filólogo, y tal vez lo siga siendo. La palabra
«filólogo» designa a quien domina tanto el arte de leer con lentitud que acaba
escribiendo también con lentitud. No escribir más que lo que pueda desesperar a
quienes se apresuran, es algo a lo que no sólo me he acostumbrado, sino que me
gusta, por un placer quizá no exento de malicia. La filología es un arte
respetable, que exige a quienes la admiran que se mantengan al margen, que se
tomen tiempo, que se vuelvan silenciosos y pausados; un arte de orfebrería, una
pericia propia de un orfebre de la palabra, un arte que exige un trabajo sutil
y delicado, en el que no se consigue nada si no se actúa con lentitud.
Por esto precisamente resulta hoy más
necesaria que nunca; precisamente por esto nos seduce y encanta en esta época
nuestra de trabajo, esto es, de precipitación, que se consume con una prisa
indecorosa por acabar pronto todo lo que emprende, incluyendo el leer un libro,
ya sea antiguo o moderno.
El arte al que me estoy refiriendo no logra
acabar fácilmente nada; enseña a leer bien, es decir, despacio, profundizando,
movidos por intenciones profundas, con los sentidos bien abiertos, con unos
ojos y unos dedos delicados. Pacientes amigos míos, este libro no aspira a otra
cosa que a tener lectores y filólogos perfectos. ¡Aprended, pues, a leerme bien!
(trad. Eduardo Mateo Sanz)
Si la
prisa nos destruye, la lentitud nos permite asimilar y apropiarnos del mundo a
través del intelecto. Sin embargo, cada vez más este conocimiento se reduce, se
simplifica —como bien comprendió Edgar Morin— y con él nuestra mente. Somos cada vez más
simples y verticales. Nuestra área se reduce en la "especialidad",
que no es más que reducción de nuestra propia persona a la utilidad.
La
velocidad forma parte de la concepción fabril, maquinal del mundo. No somos
personas; somos consumidores y piezas productoras de lo necesario para que la
maquinaria funciones. Así se acumulan neurosis y distorsiones, personales y
sociales. Nos preguntamos por el cómo es posible que ocurran ciertas cosas. Ocurren
porque lo hemos dispuesto todo para que así ocurra. No es absurdo, sino la
lógica de lo absurdo en que vivimos. Es el resultado de las leyes por las que
nos regimos. Lo hemos ido aceptando y lo practicamos pues se han convertido en
transparentes ante nuestros ojos, intelecto y acciones programadas.
Nuestro
sistema educativo no enseña, solo deforma. Nos convierte en piezas de una
maquinaria absurda que ha va desde la guardería hasta los doctorados. Y más
allá, continúa en las carreras académicas de unos y profesionales de otro. Todo
se ha vuelto normal porque siempre se abre la puerta del premio, del beneficio
de algún tipo que estimula a seguir así.
Desde
hace años, en la vida académica tiene lugar una lucha escondida, silenciada más
que silenciosa, en la que se imponen normas cada vez más absurdas en nombre de
la "velocidad", se imponen tiempos en los que es imposible asimilar
lo que se pretende. Se ha ido imponiendo una burocracia con cronómetro, cuya
capacidad de imponer y juzgar aumenta en cada remodelación. Segura de su
fuerza, orgullosa de haber coronado la cima del despropósito meritocrático,
traslada a los que llegan o quieren llegar el mensaje de la prisa, cuya cumbre
de la estupidez se ha consagrado con la moda de explicar una tesis doctoral en
tres minutos y dar premios a los que lo consiguen. Se produce así el regocijo y
la auto celebración de la velocidad vacía, de la simplificación extrema, la
exhibición del modelo de comportamiento preciso y de lo que es "valioso"
a los ojos de este nuevo aparato del conocimiento.
Nos
estamos equivocando profundamente y lo estamos pagando con una sociedad
terriblemente simple, incapaz de enfrentarse más que a golpe de estallidos
emocionales, de rabias incontenidas, a su propia complejidad, que se ve
agravada.
El
sistema educativo ha dejado de ser social, por lo que la Universidad ha perdido
su vínculo comprometido con la mejora y solo busca su propia mejora, entendida
en términos de intereses personales o sectoriales, pero no sociales. En ella
cada vez hay menos libertad y cada vez hay más automatismo esquemático, más
velocidad, menos comprensión, menos formación.
Es
difícil, si no se encuentra uno en la misma vorágine, soportar este tipo de
destrucción de los procesos culturales e intelectuales, cuya degradación es
cada vez mayor, dada la ocupación de las fuerzas de mercado, que invierten la
lógica de lo mejor. Lo que se promueve no es lo mejor, sino lo más vendible,
creando una espiral degradada, que podemos apreciar en la atracción de lo
rápido y fácil de asimilar, lo que no deja posos ni huellas, lo que puede ser
el sustituto de lo que desaparece.
La
lentitud que reclama Nietzsche no es solo la del placer de leer un buen libro,
algo que pensaríamos es cuestión de espíritus selectos. Es el proceso mismo de
adquirir el conocimiento, la capacidad de integrarlo dentro del conocimiento
previo, de debatirlo y cuestionarlo, de asentarlo.
Nuestros
avances en la pedagogía y en las ciencias cognitivas se basan precisamente en
los contrario, en cómo logran un mayor rendimiento, que es más información en
menos tiempo, algo que se logra recortando y definiendo los objetivos que se
pueden alcanzar, cada vez más limitados.
La
cultura llama a la cultura. No es un negocio. Es la conexión con la historia y
la comprensión del presente; es la capacidad de definir un mundo futuro
sabiendo cuáles son sus condicionantes.
Escribe
Nuccio Ordine en la introducción de su obra La
utilidad de lo inútil. Manifiesto (2013):
Ciertamente no es fácil entender,
en un mundo como el nuestro dominado por el homo
oeconomicus, la utilidad de lo inútil y, sobre todo, la inutilidad de lo
útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios se nos venden como útiles e
indispensables?). Es doloroso ver a los seres humanos, ignorantes de la cada
vez mayor desertificación que ahoga el espíritu, entregados exclusivamente a
acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar en las televisiones y los
medios nuevas representaciones del éxito, encarnadas en el empresario que
consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político impune que
humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad
personam. Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una insensata
carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo aquello que los
rodea—la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos—no despierta ningún
interés. La mirada fija en el objetivo a alcanzar no permite ya entender la
alegría de los pequeños gestos cotidianos ni descubrir la belleza que palpita
en nuestras vidas: en una puesta de sol, un cielo estrellado, la ternura de un
beso, la eclosión de una flor, el vuelo de una mariposa, la sonrisa de un niño.
Porque, a menudo, la grandeza se percibe mejor en las cosas más simples. (trad.
Jordi Bayod)
Las
ideas de lo "inútil" o de la "belleza" misma chocan con la
búsqueda del "rendimiento", que es una forma de medir el esfuerzo.
Sin embargo, hay que reivindicar otra forma diferente de "utilidad",
que es la del propio aprendizaje no solo medido desde fuera sino desde dentro.
Creo que no se trata de definir las cosas como "inútiles" frente a un
mundo que solo busca el beneficio, sino de la transformación misma del concepto
de utilidad alejándola de los fines que se nos proponen.
La
propia sociedad, las familias, han transmitido a sus propios hijos la idea de
la educación como "inversión", de la que esperan tengan unos beneficios,
las más de las veces en términos de futuros puestos de trabajo que aseguren la
rentabilidad. Esto se ha agudizado en un mundo de precariedad del trabajo, lo
que hace que se aumenten las inversiones. El resultado no es bueno.
Ya ha
habido declaraciones de rectores de universidades denunciando la transformación
de las universidades y su percepción como centro de empleo y no como centro de
formación de las personas. No sirven de mucho. Las personas que llegan a las
alturas de la gestión lo hacen con las promesas de ser gestores y rentabilizar
las inversiones en términos de empleabilidad.
La
lentitud no es una virtud en sí misma. Es solo la forma relativa de asimilar
correctamente desde el interior y no desde la uniformidad acelerada del
exterior. Hemos fraccionado todo (los cursos, las asignaturas) con la ilusión
tonta de que así será más manejable. Un enorme error que no rectificamos. Así
solo nos acostumbramos a no profundizar en nada.
Aprender
y vivir no son dos cosas distintas. Aprendemos y vivimos de una forma u otra.
Aprendemos a vivir y vivimos aprendiendo. Una vida es algo más que un trabajo y
un rendimiento. Es la única oportunidad
que tenemos de darnos sentido y dárselo al mundo. Nuestra uniformidad del mundo
no es humana; es fabril y nos considera piezas sustituibles, no personas. La
cultura, la educación, los poderes públicos deberían tener como meta una mejor
vida para todos, lo que repercutiría en una sociedad mejor de la que todos nos
beneficiaríamos en un sentido diferente al de las explotación mutua.
Deberíamos
escuchar a Ordine y pensar que leer no es solo entretenerse, sino aprender y
vincularse con otros, comprendernos unos a otros en un mundo que es cada vez
más egoísta. Nuestra prisa nos dificulta la comprensión y nos hace estar más
solos.
Finalmente,
en este mundo laboral, todo se detiene de golpe. Entonces descubrimos la
vaciedad que nos ha hecho ir tan ligeros. Y ya es tarde. Hay que seguir el consejo de Nietzsche, ¡leer bien! y con ello vivir mejor. La prisa es mortífera.
* "
Nuccio Ordine La belleza de aprender lentamente" El país / BBVA aprendemos
juntos https://aprendemosjuntos.elpais.com/especial/estudio-lo-que-me-gusta-o-lo-que-pueda-darme-un-trabajo-nuccio-ordine/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.