Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
A cien
años del armisticio, en plena celebración del final de la Iª Guerra Mundial, hay
demasiado indicadores de peligro sobre el tablero mundial. Como europeos, hemos
desarrollado una extraña conciencia de que las guerras son cosa de otros escenarios, algo irrepetible. ¡Terrible
error!
Celebrar
el final de la I Guerra Mundial, la Gran Guerra, sin recordar que hubo otra
mayor después es una especie de despropósito histórico, de ceguera interesada
que evita conectar los dos acontecimientos. De la misma forma que la I Guerra
fue la continuación de lo que llevaba mucho tiempo discutiéndose sobre el mapa
cambiante europeo, la IIª Guerra fue su extensión más allá del mapa gracias al
intento de crear un "orden nuevo" más allá de nuestras fronteras. Al
conflicto de la Iª Guerra, se le añadieron la llegada de la revolución rusa y
del fascismo y del nazismo en Europa. Todo ello llevó a la IIª. Lo que habían
sido guerras de territorios, por el dibujo del mapa europeo, pronto se
convirtieron en luchas por el imperialismo de las ideas. Ya no bastaban los
argumentos anteriores, arrastrados por los conflictos de las monarquías, que
sustituyeron a las viejas guerras de religión anteriores. Era necesario que
aparecieran las "ideologías" como elementos impulsores de visiones en
conflicto del mundo, como perspectivas de futuro basadas en las ideas, en la
raza, en la dominación, en la supremacía, en el destino de los pueblos.
BBC |
El
armisticio fue un cierre en falso de un mundo que caminaba hacia el desastre.
Tener un sentido de la Historia como una serie de acontecimientos que empiezan
y acaban en una fecha es muy peligroso. Nada termina, todo sigue con mayor o
menor intensidad; todo puede volver, como estamos viendo cada día con fenómenos
como el antisemitismo o el racismo, motores de esas guerras de motor "ideológico".
Celebrar
el armisticio sin percibir las señales del regreso de los conflictos no es la
respuesta más inteligente ante el pasado, una sombra que nos sigue siempre.
Tampoco ayuda nuestro concepto de Historia como "lo pasado", que
debería ser percibido como "lo que ha construido nuestro presente",
un enfoque mucho más ajustado, ya que nada de lo que tenemos o somos se ha
producido en el vacío sino como resultado de lo anterior, que deberíamos
entender mejor.
El
estudio y la mejor comprensión del pasado son necesarios. Pero no como se
enseña en nuestras escuelas y libros, como una sarta de momentos. Esto sirve de
muy poco. Rectifico: sirve para que podemos ser manipulados y llevados a
situaciones de las que no tengamos conocimiento.
Me
gustaría que mi celebración del armisticio de 1918 fuera este fragmento de uno
de los testimonios que quedaron de aquella horrenda contienda, de aquel
laberinto de intereses que hicieron morir a millones de personas y que fueron
la antesala de otros desastres mayores. Me refiero a la novela de Eric Maria Remarque,
"Sin novedad en el frente". En ella podemos leer un fragmento sobre
cómo se llevó a una generación a las trincheras:
Kantorek era nuestro maestro, un hombre
severo y menudo, con levita gris y rostro afilado. Tenía más o menos la misma
estatura que el sargento Himmelstoss, el «terror de Klosterberg». Por cierto
que resulta cómico que las desgracias del mundo provengan tan a menudo de
personas de baja estatura; son mucho más enérgicas e insoportables que las
personas altas. Siempre me he guardado de incorporarme a compañías con tenientes
bajitos; normalmente son unos malditos negreros.
En la clase de gimnasia, Kantorek no paró de
soltarnos discursos hasta que la clase entera, bajo su mando, fuimos a la
Comandancia del distrito para alistarnos. Aún le veo ante mí, preguntándonos
con los ojos relampagueantes tras los cristales de las gafas y la voz
conmovida:
—Iréis, ¿verdad, compañeros?
Esos maestros a menudo llevan el
sentimentalismo en el bolsillo del chaleco, listo para utilizar durante horas.
Pero entonces no sabíamos nada de eso.
De hecho, uno de nosotros dudaba y no quería
alistarse. Ése fue Josef Behm, un chico gordo y buenazo. Pero luego se dejó
convencer; no podía hacer otra cosa. Quizá algunos otros pensaban como él, pero
nadie podía confesarlo, porque en aquel tiempo incluso los propios padres te
echaban fácilmente en cara la palabra «cobarde». Porque nadie sospechaba en lo
más mínimo lo que iba a suceder. En realidad los más razonables eran la gente
sencilla y pobre; enseguida consideraron la guerra como una desgracia, mientras
que la gente acomodada no cabía en sí de alegría, aunque precisamente ellos
hubieran podido prever las consecuencias mucho antes.
Katczinsky dice que eso es debido a la
educación, que nos vuelve estúpidos. Y cuando Kat afirma algo, es que antes lo
ha meditado bien.*
Desgraciadamente,
sería otro hombre bajo, enérgico, Adolf Hitler, quien capitalizaría la atención
de la Alemania posterior a la guerra. La novela de Remarque se convirtió en un
clásico que no evitó la repetición de una guerra a mayor escala, como fue la
que empezaría veinte años después.
La
conciencia de que el mundo podía estar expuesto a nuevas contiendas globales
hizo que mucha gente empelara sus energía en construir un mundo más seguro, con
instituciones globales, imperfectas, sí, surgidas de los vencedores, pero con
el interés en evitar nuevas contiendas. La guerra, ideológica y colonial de
nuevo, se trasladó a Asia, a Corea. Se transformó en una Europa dividida en dos
entre los bandos ideológicamente separados, una Europa Occidental y una
Oriental, ocupada por la Unión Soviética. La caída del muro en 1989 marcó un
nuevo escenario, la reunificación europea, ampliando la Unión, una garantía de
colaboración, de que se perderían en la noche de los tiempos los conflictos
nacionalistas.
No ha
sido así. El peligro mayo que tiene Europa en estos momentos es la división
alentada desde las dos superpotencias que desean volver a una política de
enfrentamiento y de reparto de zonas del mundo. Son muchas las voces que
advierten de las maniobras de una Rusia que no desea tener un vecino fuerte,
sino recuperar su zona de influencia.
Lo nuevo es el papel divisor de los Estados Unidos de Donald Trump en esta
situación. También su nuevo nacionalismo populista necesita de una Europa
débil, dividida, por lo que alienta procesos como el Brexit y crea situaciones
de amenaza en sus límites para hacer que la protección norteamericana se pueda cobrar
con mejores tarifas.
El cese
de la Guerra Fría nos llevó a una zona de conflicto, Oriente Medio, que desde
entonces se ha convertido en fuente de violencia. A los dictadores laicos, les
siguieron los fanáticos de Al-Qaeda y del Estado Islámico, creando nuevas
amenazas globales, cuyo pistoletazo de salida se dio el "11 de
septiembre" y cuya carrera todavía está en marcha con una zona
absolutamente inestable. Los padrinos de estas guerras se acusan mutuamente de
prolongarla en un intento de mejorar sus posiciones en la zona, considerándola
como una nueva fase del enfrentamiento entre superpotencias y de potencia
locales, Arabia Saudí e Irán, por el control.
Podemos
celebrar una paz de forma folclórica, pero las señales de peligro aumentan. En
el diario El Mundo, Yves Saint-Geours y Wolfgang Dold, embajadores de Francia y
Alemania, firman un texto en común titulado "A 100 años del armisticio:
cuidar la paz para construir una Europa más fuerte". Tras señalar los
efectos de la I Guerra Mundial y sobre Europa, escriben:
¿Qué importancia tiene todavía la Primera
Guerra Mundial? Debe importarnos porque una lección fue que no basta con firmar
la paz; esa paz tiene que ir ligada a un proyecto de futuro.
Para que Alemania y Francia consiguieran
curar sus heridas, vivir la paz y crear ese vínculo bilateral, ese eje tan
fuerte a día de hoy, para que todos los pueblos europeos gozaran por fin de 70
años de paz y prosperidad, fue necesaria una revolución copernicana. Tuvimos
que poner las cosas del revés, cambiarlo todo, pasar de una lógica de
confrontación recurrente a una filosofía, pero sobre todo, a una práctica de
colaboración sistemática, de construcción conjunta y, ante todo, por "una
solidaridad de hecho", como dijo Robert Schuman el 9 de mayo de 1950. Así,
en 1951 los dirigentes franceses y alemanes decidieron poner en común algunas
producciones industriales, pensando que si trabajábamos juntos, con los mismos
intereses, ya no seríamos ni competidores ni beligerantes, sino socios
naturales. En 1963 se instituyó la Oficina franco-alemana para la juventud como
primera piedra de una aproximación de los ciudadanos: si los jóvenes hablan el
mismo idioma, se conocen, se entienden, ya no habrá lugar para la guerra. Esta
filosofía y esta práctica son la base del mercado común y, más tarde, del
programa Erasmus.
Porque esa es la revolución copernicana del
proyecto europeo: sobre la base de identidades nacionales fuertes, culturas
esplendorosas y únicas, con un pasado a veces doloroso pensar juntos,
reflexionar en términos de cohesión, contemplar nuestro futuro común. No se
trata de negar las diferencias o de equiparar, sino de avanzar basándonos en el
modelo que compartimos: funcionamiento democrático y separación de poderes,
diversidad cultural, libertad de expresión, modelo social europeo.**
Me
parece importante contraponer la figura del profesor Kantorek, tal como la
describe Erich Maria Remarque en su novela, con los ideales educativos del Programa
Erasmus, las primeras piedras del puente del europeísmo. Sabemos dónde llevan
las soflamas nacionalistas, en qué baños de sangre terminan. Una juventud a la
que se enseña a matarse, a odiar, a despreciar a los otros, frente a otra
empeñada en conocerse y compartir, en poder vivir bajo un mismo techo europeo,
bajo una nueva identidad común.
Hoy
percibimos un aumento importante de la búsqueda de diferencias, del sembrado de
odios. Se siembra lo que se recoge. El papel del "profesor Kantorek",
el adoctrinamiento y la exaltación del espíritu patriótico para llevar al
combate, se desarrolla hoy en gran medida en las redes sociales, las nuevas
fuentes de aprendizaje y diseminación. Gran parte del desarrollo de los
movimientos extremistas se ha producido por el abaratamiento de la
comunicación, la capacidad de crear esos adoctrinamientos a través de los
contactos cibernéticos. Eso vale para los furibundos antisemitas o para los
radicales del Estados Islámico. Es difícil controlar estos semilleros de odio,
intransigencia y acoso. Las armas con las que se combate, las de la razón, la
historia mejor entendida y el diálogo, son muy desiguales, pues el radicalismo
siempre ha sabido sobrevivir gracias a su buena organización y a saber desatar
el caos y la confusión. El mundo de las falsas noticias y de las realidades
alternativas no es fruto del azar.
La paz
del armisticio fue una tregua ante los desastres futuros. Nuestros signos son
preocupantes y hacemos mal en creer que podemos controlarlos fácilmente.
Nuestras luchas políticas siembran el desengaño y el hartazgo político, que
acaba siendo aprovechado por los que ofrecen la serenidad del dogma, de la
estabilidad apasionada de los mitos de la sangre, la religión y el futuro.
Es a la
juventud a la que se está envenenando aprovechando la falta de conocimiento, el
resentimiento ante lo que consideran el cierre de su futuro por las crisis
padecidas estos años. Es a la juventud a la que se está desarmando de defensas
ante una educación tecnocrática, sin capacidad crítica, sin sentido de la
historia o de la persona, centrada en lo que se le niega y mal paga, el
trabajo.
El
capítulo final de Sin novedad en el
frente nos trae las últimas ideas de su protagonista, el joven soldado Paul
Bäumer, en los días finales de la guerra, unos pocos días antes de que se firme
el armisticio del que hoy celebramos el centenario. Hay unas palabras que
impresionan sobre ese drama también generacional:
Si hubiéramos regresado a casa en 1916, el
dolor que habíamos experimentado hubiera desatado una tormenta. Pero ahora
estamos agotados, deshechos, calcinados, sin raíces y sin esperanza. Ya no
podremos encontrar el camino que nos conduzca a nosotros mismos.
Tampoco nos comprenderá nadie, porque por
delante de nosotros crece una generación que, a pesar de haber vivido estos
años con nosotros, ya tenía hogar y profesión y regresará ahora a sus antiguas
ocupaciones, en las que olvidará la guerra; por detrás de nosotros crece otra,
tal como éramos nosotros, que nos resultará extraña y nos dejará de lado.
Estamos de más incluso para nosotros mismos. Envejeceremos; algunos se
adaptarán, otros se resignarán, y la mayoría quedaremos absolutamente
desconcertados. Pasarán los años y, por fin, moriremos.
El poco
sentido que se dio a la lección de aquellos que regresaban resuena en las
palabras dolorosas del soldado que morirá unas horas después. Remarque publicó
su novela en 1929, once años después del final de la guerra, con ese sentido de
pérdida generacional y los coletazos del nazismo, que tendría una década por
delante para poder arrastrar a otra generación al desastre. Y con ella a países
de los cinco continentes.
Una
parte de Europa sigue pensando que el retorno del pasado es imposible. Unos no
ponen freno a lo que asciende, otros no lo valoran. Pero son cada vez más las
señales de aviso. América, norte y sur, se muestra preocupada por el ascenso de
populismo que cantan la necesidad de las armas y la violencia. Matanzas en
sinagogas, mezquitas e iglesias; marchas neonazis y ataques a la prensa. Los
candidatos tienen cada vez los discursos más encendidos.
La
Historia no se repite como un calco, pero condiciones parecidas crean
resultados que se asemejan. El sistema inmunológico controla los peligros, pero
siguen ahí esperando a que las defensas estén bajas para hacer reaparecer las
viejas enfermedades. Ponemos fechas a los comienzos y a los finales de las
guerras, a veces con notable precisión. Pero los males vienen de lejos y los
problemas continúan sin que a estos se les busque un fin acorde a las ideas, el
mundo donde todo empieza.
Seguir
ciegos ante este proceso que se desarrolla ante nuestros ojos es una enorme
irresponsabilidad. Hay que vigilar a los pedagogos del odio, a los cultivadores
de la intolerancia, a los que consideran que las diferencias son más
importantes que las similitudes. Y solo se puede hacer sembrando otras mejores,
no escondiendo la cabeza en cómodos agujeros.
Europa es una gran idea. Lo es también incidir en ella como una "identidad" y no solo una estructura administrativa. Hoy es necesaria en un mundo cada vez más pragmático.
Las guerras terminan; las ideas que las causan siguen agarradas con fuerza en la vida cotidiana. Basta que se creen las condiciones necesarias para que rebroten con fuerza.
* Erich
Maria Remaque (1929). Sin novedad en el
frente. Trad. Judith Villar.
** Yves
Saint-Geours y Wolfgang Dold "A 100 años del armisticio: cuidar la paz
para construir una Europa más fuerte" El Mundo 11/11/2018
https://www.elmundo.es/internacional/2018/11/11/5be6fd3b268e3e805d8b45a8.html
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