domingo, 11 de noviembre de 2018

Las guerras se acaban, las ideas peligrosas no

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
A cien años del armisticio, en plena celebración del final de la Iª Guerra Mundial, hay demasiado indicadores de peligro sobre el tablero mundial. Como europeos, hemos desarrollado una extraña conciencia de que las guerras son cosa de otros escenarios, algo irrepetible. ¡Terrible error!
Celebrar el final de la I Guerra Mundial, la Gran Guerra, sin recordar que hubo otra mayor después es una especie de despropósito histórico, de ceguera interesada que evita conectar los dos acontecimientos. De la misma forma que la I Guerra fue la continuación de lo que llevaba mucho tiempo discutiéndose sobre el mapa cambiante europeo, la IIª Guerra fue su extensión más allá del mapa gracias al intento de crear un "orden nuevo" más allá de nuestras fronteras. Al conflicto de la Iª Guerra, se le añadieron la llegada de la revolución rusa y del fascismo y del nazismo en Europa. Todo ello llevó a la IIª. Lo que habían sido guerras de territorios, por el dibujo del mapa europeo, pronto se convirtieron en luchas por el imperialismo de las ideas. Ya no bastaban los argumentos anteriores, arrastrados por los conflictos de las monarquías, que sustituyeron a las viejas guerras de religión anteriores. Era necesario que aparecieran las "ideologías" como elementos impulsores de visiones en conflicto del mundo, como perspectivas de futuro basadas en las ideas, en la raza, en la dominación, en la supremacía, en el destino de los pueblos.

BBC
El armisticio fue un cierre en falso de un mundo que caminaba hacia el desastre. Tener un sentido de la Historia como una serie de acontecimientos que empiezan y acaban en una fecha es muy peligroso. Nada termina, todo sigue con mayor o menor intensidad; todo puede volver, como estamos viendo cada día con fenómenos como el antisemitismo o el racismo, motores de esas guerras de motor "ideológico".
Celebrar el armisticio sin percibir las señales del regreso de los conflictos no es la respuesta más inteligente ante el pasado, una sombra que nos sigue siempre. Tampoco ayuda nuestro concepto de Historia como "lo pasado", que debería ser percibido como "lo que ha construido nuestro presente", un enfoque mucho más ajustado, ya que nada de lo que tenemos o somos se ha producido en el vacío sino como resultado de lo anterior, que deberíamos entender mejor.
El estudio y la mejor comprensión del pasado son necesarios. Pero no como se enseña en nuestras escuelas y libros, como una sarta de momentos. Esto sirve de muy poco. Rectifico: sirve para que podemos ser manipulados y llevados a situaciones de las que no tengamos conocimiento.
Me gustaría que mi celebración del armisticio de 1918 fuera este fragmento de uno de los testimonios que quedaron de aquella horrenda contienda, de aquel laberinto de intereses que hicieron morir a millones de personas y que fueron la antesala de otros desastres mayores. Me refiero a la novela de Eric Maria Remarque, "Sin novedad en el frente". En ella podemos leer un fragmento sobre cómo se llevó a una generación a las trincheras: 

Kantorek era nuestro maestro, un hombre severo y menudo, con levita gris y rostro afilado. Tenía más o menos la misma estatura que el sargento Himmelstoss, el «terror de Klosterberg». Por cierto que resulta cómico que las desgracias del mundo provengan tan a menudo de personas de baja estatura; son mucho más enérgicas e insoportables que las personas altas. Siempre me he guardado de incorporarme a compañías con tenientes bajitos; normalmente son unos malditos negreros.   
En la clase de gimnasia, Kantorek no paró de soltarnos discursos hasta que la clase entera, bajo su mando, fuimos a la Comandancia del distrito para alistarnos. Aún le veo ante mí, preguntándonos con los ojos relampagueantes tras los cristales de las gafas y la voz conmovida:   
—Iréis, ¿verdad, compañeros?
Esos maestros a menudo llevan el sentimentalismo en el bolsillo del chaleco, listo para utilizar durante horas. Pero entonces no sabíamos nada de eso.   
De hecho, uno de nosotros dudaba y no quería alistarse. Ése fue Josef Behm, un chico gordo y buenazo. Pero luego se dejó convencer; no podía hacer otra cosa. Quizá algunos otros pensaban como él, pero nadie podía confesarlo, porque en aquel tiempo incluso los propios padres te echaban fácilmente en cara la palabra «cobarde». Porque nadie sospechaba en lo más mínimo lo que iba a suceder. En realidad los más razonables eran la gente sencilla y pobre; enseguida consideraron la guerra como una desgracia, mientras que la gente acomodada no cabía en sí de alegría, aunque precisamente ellos hubieran podido prever las consecuencias mucho antes.   
Katczinsky dice que eso es debido a la educación, que nos vuelve estúpidos. Y cuando Kat afirma algo, es que antes lo ha meditado bien.*



Desgraciadamente, sería otro hombre bajo, enérgico, Adolf Hitler, quien capitalizaría la atención de la Alemania posterior a la guerra. La novela de Remarque se convirtió en un clásico que no evitó la repetición de una guerra a mayor escala, como fue la que empezaría veinte años después.
La conciencia de que el mundo podía estar expuesto a nuevas contiendas globales hizo que mucha gente empelara sus energía en construir un mundo más seguro, con instituciones globales, imperfectas, sí, surgidas de los vencedores, pero con el interés en evitar nuevas contiendas. La guerra, ideológica y colonial de nuevo, se trasladó a Asia, a Corea. Se transformó en una Europa dividida en dos entre los bandos ideológicamente separados, una Europa Occidental y una Oriental, ocupada por la Unión Soviética. La caída del muro en 1989 marcó un nuevo escenario, la reunificación europea, ampliando la Unión, una garantía de colaboración, de que se perderían en la noche de los tiempos los conflictos nacionalistas.
No ha sido así. El peligro mayo que tiene Europa en estos momentos es la división alentada desde las dos superpotencias que desean volver a una política de enfrentamiento y de reparto de zonas del mundo. Son muchas las voces que advierten de las maniobras de una Rusia que no desea tener un vecino fuerte, sino recuperar su zona de influencia. Lo nuevo es el papel divisor de los Estados Unidos de Donald Trump en esta situación. También su nuevo nacionalismo populista necesita de una Europa débil, dividida, por lo que alienta procesos como el Brexit y crea situaciones de amenaza en sus límites para hacer que la protección norteamericana se pueda cobrar con mejores tarifas.


El cese de la Guerra Fría nos llevó a una zona de conflicto, Oriente Medio, que desde entonces se ha convertido en fuente de violencia. A los dictadores laicos, les siguieron los fanáticos de Al-Qaeda y del Estado Islámico, creando nuevas amenazas globales, cuyo pistoletazo de salida se dio el "11 de septiembre" y cuya carrera todavía está en marcha con una zona absolutamente inestable. Los padrinos de estas guerras se acusan mutuamente de prolongarla en un intento de mejorar sus posiciones en la zona, considerándola como una nueva fase del enfrentamiento entre superpotencias y de potencia locales, Arabia Saudí e Irán, por el control.
Podemos celebrar una paz de forma folclórica, pero las señales de peligro aumentan. En el diario El Mundo, Yves Saint-Geours y Wolfgang Dold, embajadores de Francia y Alemania, firman un texto en común titulado "A 100 años del armisticio: cuidar la paz para construir una Europa más fuerte". Tras señalar los efectos de la I Guerra Mundial y sobre Europa, escriben:

¿Qué importancia tiene todavía la Primera Guerra Mundial? Debe importarnos porque una lección fue que no basta con firmar la paz; esa paz tiene que ir ligada a un proyecto de futuro.
Para que Alemania y Francia consiguieran curar sus heridas, vivir la paz y crear ese vínculo bilateral, ese eje tan fuerte a día de hoy, para que todos los pueblos europeos gozaran por fin de 70 años de paz y prosperidad, fue necesaria una revolución copernicana. Tuvimos que poner las cosas del revés, cambiarlo todo, pasar de una lógica de confrontación recurrente a una filosofía, pero sobre todo, a una práctica de colaboración sistemática, de construcción conjunta y, ante todo, por "una solidaridad de hecho", como dijo Robert Schuman el 9 de mayo de 1950. Así, en 1951 los dirigentes franceses y alemanes decidieron poner en común algunas producciones industriales, pensando que si trabajábamos juntos, con los mismos intereses, ya no seríamos ni competidores ni beligerantes, sino socios naturales. En 1963 se instituyó la Oficina franco-alemana para la juventud como primera piedra de una aproximación de los ciudadanos: si los jóvenes hablan el mismo idioma, se conocen, se entienden, ya no habrá lugar para la guerra. Esta filosofía y esta práctica son la base del mercado común y, más tarde, del programa Erasmus.
Porque esa es la revolución copernicana del proyecto europeo: sobre la base de identidades nacionales fuertes, culturas esplendorosas y únicas, con un pasado a veces doloroso pensar juntos, reflexionar en términos de cohesión, contemplar nuestro futuro común. No se trata de negar las diferencias o de equiparar, sino de avanzar basándonos en el modelo que compartimos: funcionamiento democrático y separación de poderes, diversidad cultural, libertad de expresión, modelo social europeo.**


Me parece importante contraponer la figura del profesor Kantorek, tal como la describe Erich Maria Remarque en su novela, con los ideales educativos del Programa Erasmus, las primeras piedras del puente del europeísmo. Sabemos dónde llevan las soflamas nacionalistas, en qué baños de sangre terminan. Una juventud a la que se enseña a matarse, a odiar, a despreciar a los otros, frente a otra empeñada en conocerse y compartir, en poder vivir bajo un mismo techo europeo, bajo una nueva identidad común.
Hoy percibimos un aumento importante de la búsqueda de diferencias, del sembrado de odios. Se siembra lo que se recoge. El papel del "profesor Kantorek", el adoctrinamiento y la exaltación del espíritu patriótico para llevar al combate, se desarrolla hoy en gran medida en las redes sociales, las nuevas fuentes de aprendizaje y diseminación. Gran parte del desarrollo de los movimientos extremistas se ha producido por el abaratamiento de la comunicación, la capacidad de crear esos adoctrinamientos a través de los contactos cibernéticos. Eso vale para los furibundos antisemitas o para los radicales del Estados Islámico. Es difícil controlar estos semilleros de odio, intransigencia y acoso. Las armas con las que se combate, las de la razón, la historia mejor entendida y el diálogo, son muy desiguales, pues el radicalismo siempre ha sabido sobrevivir gracias a su buena organización y a saber desatar el caos y la confusión. El mundo de las falsas noticias y de las realidades alternativas no es fruto del azar.


La paz del armisticio fue una tregua ante los desastres futuros. Nuestros signos son preocupantes y hacemos mal en creer que podemos controlarlos fácilmente. Nuestras luchas políticas siembran el desengaño y el hartazgo político, que acaba siendo aprovechado por los que ofrecen la serenidad del dogma, de la estabilidad apasionada de los mitos de la sangre, la religión y el futuro.
Es a la juventud a la que se está envenenando aprovechando la falta de conocimiento, el resentimiento ante lo que consideran el cierre de su futuro por las crisis padecidas estos años. Es a la juventud a la que se está desarmando de defensas ante una educación tecnocrática, sin capacidad crítica, sin sentido de la historia o de la persona, centrada en lo que se le niega y mal paga, el trabajo.


El capítulo final de Sin novedad en el frente nos trae las últimas ideas de su protagonista, el joven soldado Paul Bäumer, en los días finales de la guerra, unos pocos días antes de que se firme el armisticio del que hoy celebramos el centenario. Hay unas palabras que impresionan sobre ese drama también generacional:

Si hubiéramos regresado a casa en 1916, el dolor que habíamos experimentado hubiera desatado una tormenta. Pero ahora estamos agotados, deshechos, calcinados, sin raíces y sin esperanza. Ya no podremos encontrar el camino que nos conduzca a nosotros mismos.   
Tampoco nos comprenderá nadie, porque por delante de nosotros crece una generación que, a pesar de haber vivido estos años con nosotros, ya tenía hogar y profesión y regresará ahora a sus antiguas ocupaciones, en las que olvidará la guerra; por detrás de nosotros crece otra, tal como éramos nosotros, que nos resultará extraña y nos dejará de lado. Estamos de más incluso para nosotros mismos. Envejeceremos; algunos se adaptarán, otros se resignarán, y la mayoría quedaremos absolutamente desconcertados. Pasarán los años y, por fin, moriremos.


El poco sentido que se dio a la lección de aquellos que regresaban resuena en las palabras dolorosas del soldado que morirá unas horas después. Remarque publicó su novela en 1929, once años después del final de la guerra, con ese sentido de pérdida generacional y los coletazos del nazismo, que tendría una década por delante para poder arrastrar a otra generación al desastre. Y con ella a países de los cinco continentes.
Una parte de Europa sigue pensando que el retorno del pasado es imposible. Unos no ponen freno a lo que asciende, otros no lo valoran. Pero son cada vez más las señales de aviso. América, norte y sur, se muestra preocupada por el ascenso de populismo que cantan la necesidad de las armas y la violencia. Matanzas en sinagogas, mezquitas e iglesias; marchas neonazis y ataques a la prensa. Los candidatos tienen cada vez los discursos más encendidos.


La Historia no se repite como un calco, pero condiciones parecidas crean resultados que se asemejan. El sistema inmunológico controla los peligros, pero siguen ahí esperando a que las defensas estén bajas para hacer reaparecer las viejas enfermedades. Ponemos fechas a los comienzos y a los finales de las guerras, a veces con notable precisión. Pero los males vienen de lejos y los problemas continúan sin que a estos se les busque un fin acorde a las ideas, el mundo donde todo empieza.  
Seguir ciegos ante este proceso que se desarrolla ante nuestros ojos es una enorme irresponsabilidad. Hay que vigilar a los pedagogos del odio, a los cultivadores de la intolerancia, a los que consideran que las diferencias son más importantes que las similitudes. Y solo se puede hacer sembrando otras mejores, no escondiendo la cabeza en cómodos agujeros.
Europa es una gran idea. Lo es también incidir en ella como una "identidad" y no solo una estructura administrativa. Hoy es necesaria en un mundo cada vez más pragmático.
Las guerras terminan; las ideas que las causan siguen agarradas con fuerza en la vida cotidiana. Basta que se creen las condiciones necesarias para que rebroten con fuerza.



* Erich Maria Remaque (1929). Sin novedad en el frente. Trad. Judith Villar. 
** Yves Saint-Geours y Wolfgang Dold "A 100 años del armisticio: cuidar la paz para construir una Europa más fuerte" El Mundo  11/11/2018 https://www.elmundo.es/internacional/2018/11/11/5be6fd3b268e3e805d8b45a8.html










No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.