Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Cada
día es más complicado encontrarse con alguien optimista en el ámbito de la
enseñanza. Surge de forma casi espontánea en cada conversación, en cualquier
momento del día.
Ayer
mientras mantenía una tranquila tutoría llegó una compañera en un grado de
desesperación como hacía mucho tiempo que no percibía. Había chocado con el
muro más temible en el mundo educativo: la indiferencia. Me consta que es una
persona altamente preocupada por sus alumnos, que saca tiempo y fuerzas de
donde puede para organizar actividades que les sirvan, que les abran los ojos
al mundo en el que viven y en el que van a vivir. Había estallado ante la
indiferencia de las personas que no comprenden el esfuerzo que supone mantener
la atención, el interés de un grupo al que quieres abrir puertas y que están,
más que a la defensiva, a la deriva.
En
estos días ha estado circulando de nuevo un artículo que reaparece como si se
acabara de publicar, el testimonio de un profesor sudamericano tirando la
toalla educativa. Confiesa que ya no puede estar más hablando en aula con
personas que no son capaces de apartar la vista de sus móviles. Los comentarios
que este texto suele despertar son los de solidaridad absoluta, todo el mundo
confiesa tener problemas parecidos. Es real.
Pero
esto es solo una parte del problema, la de una sociedad en la que la
trivialidad se ha convertido en el centro gracias a una visión degenerada y
comercial de lo que se entiende por industrias" de la cultura, por un
espectáculo chillón y maleducado al que llaman política y por un destino al que
llaman precariedad y provisionalidad. En este contexto es difícil mantener una
vocación, es decir, una ilusión por ser algo que no te suponga una frustración.
En un
contexto en el que de La Moncloa para abajo los estudios están bajo sospecha, donde
se aprende que lo importante son los títulos y no los conocimientos, donde los
empresarios acaban de decir que necesitan gente de "formación
profesional" y no universitarios, etc. no es fácil mantener una enseñanza
que realmente sea formativa.
Lo que
está en cuestión es precisamente el concepto mismo de "formarse",
algo que ya se debatía desde el siglo XVIII cuando se empezó a ver la educación
desde distintos aspectos, principalmente como el conflicto en enseñar para
producir o enseñar para pensar y ser una persona crítica. Pese a que en muchas
partes ya hay una sonora crítica contra la formación de las personas en función
de lo que el sistema productivo necesite y volver a una educación humanística
que forme a las personas, que les permita controlar su vida más allá de la
insulsa promesa de la "educación continua", un absurdo que intenta
tranquilizar a aquellos que no encuentran sitio en una sociedad en la que el
trabajo se va sustituyendo no ya solo por las máquinas sino por el desarrollo
de la automatización y la inteligencia artificial.
La
degradación del trabajo conlleva una perversión de la propia educación, que no
es más que un intento de mantener a las personas bajo control a lo largo del
tiempo necesario antes de ser lanzados al embravecido mar del empleo en donde
se abren unas inmensas brechas de desigualdad producidas por una nueva concepción
vertical del mundo. Ya no se trata de reyes y súbditos, sino de empleadores y
asalariados jugando a la baja, mientras se atomiza el tejido productivo en algo
que llaman "microempresas" o "autónomos", que no es más que
la destrucción del tejido industrial de aquellos países en los que se abandona
a su suerte a los ciudadanos dentro de unas política entreguistas que son las
que están favoreciendo hoy el alzamiento del populismo, que promete empleos a
fuerza de echar inmigrantes, establecer aranceles, etc. No se solucionan
problemas, sino que se crean otros pues si algo sabemos es que el aunque
retrocedamos, ya es imposible volver a lo que había.
En este
contexto, la educación se transforma en una herramienta de control social, de
ingeniería, en un negocio más y no en la pieza clave para lograr aquello a lo
que toda sociedad juiciosa debe aspirar, a la armonía y a la convivencia, a la
mejora cultural, a la liberación humana de sus propios mitos.
Hemos
trasladado el ambiente bélico al seno de la sociedad a través de la idea de
competencia, que hemos elevado al altar de las ideologías, recuperando lo peor
del siglo XIX, lo que llevó a las guerras y al colonialismo moderno, que todavía
hoy siembra recelos. Nuestro ingenio no logra salir del problema que hay entre
producción y sostenibilidad y siguen produciendo individuos ciegos ante un
problema que nos come cada día el futuro.
Pero
este factor social de la educación se ve agravado por el profesional, dirigido
a golpe de "méritos", es decir, a aquello que se define como tal por
medio de una serie de parámetros que se convierten en leyes sagradas. Es este
sistema el que desplaza a todo aquel que no lo sigue a los márgenes, ocupando
los puestos centrales los que se ajustan al modelo, por lo que se produce un
proceso de selección negativo.
Estos ingenieros
del control social han definido qué deben ser los profesores, cuál es su papel
en este sistema cada vez más restrictivo y convertido en fiel reflejo de los
vicios sociales y no de lo mejor, como debiera.
El
profesor ha dejado de ser un "modelo" respetable para convertirse en
una pieza de una maquinaria cuya función en el control del alumnado para que
alcance unas "habilidades" y "competencias" (el propio
lenguaje deja al descubierto el proceso), perfectamente definidas, dejando
fuera todo aquello que no se considera necesario por parte del sistema
productivo, que es quien dicta realmente el modelo. Es lo que acaban de decir
los empresarios y lo que los gobiernos deben realizar.
Lo peor
de todo es la transformación del propio profesorado. Cada día se escucha a más
gente decir que no quieren participar en este sistema que solo dirige hacia la
mediocridad certificada, gente que prefiere seguir su vocación educativa antes
que quedar en manos de una burocracia vigilante, obsesionada con las "mediciones"
según parámetros interesados y más que discutibles, que ha conseguido
convertirse en un enorme negocio a través de los sistemas de publicaciones,
auténtico filtro que da un poder ilimitado y de donde cada día escuchas más
abusos y sinsentidos.
Escuchas
a muchas personas discursos de rechazo, pero también escalofriantes discursos
egoístas sobre cómo cada uno lucha por lo suyo. La educación es siempre un acto
generoso. Pero ahora se nos enseña cada día que esto es una lucha en la que se
han establecido unos escalones de poder en los que pueden controlar la vida de
los demás de forma descendente en un sistema de vigilancia y control, de
informes constantes que quieren convencernos de que lo que en ellos pone, en
sus cada vez más rígidos y estrechos parámetros, reside la
"excelencia", palabra mágica que esconde una mediocridad disfrazada
de cifras e índices cabalísticos con los que se quieren medir en trabajo
dejando fuera todo aquello que no es medible y que suele ser el núcleo
formativo más importante, el de las personas. Pero eso no le importa a nadie.
Me dio
mucha pena mi compañera; había estado preparando con toda la ilusión del mundo
unas actividades para ellos, para poder romper la rutina que a muchos interesa
(en todos los campos). Se esforzó y dio más de lo que debía. Por eso su
decepción y desesperación fue mayor.
La enseñanza se ha convertido en un trabajo que cada día pierde más lo que debería enseñar, su libertad. Sin
alegría y sin libertad, la enseñanza no es más que una rutina. A esas rutinas
les ponen nombres rimbombantes y técnicos, pero no dejan de ser lo que
son, un disfraz de una penosa realidad que percibe aquel que se preocupa por
ella y que le resulta indiferente —y puede que hasta cómoda— a los que se siente
satisfechos con este sistema.
La educación se degrada porque la sociedad misma ha cambiado sus valores y su percepción. No es el problema de unos o de otros, sino de todos. El problema es que el sistema educativo debería servir para transmitir unos valores de futuro y no el mero pragmatismo, pero eso es lo que nos rodea en todos los ámbitos. Lo hemos aceptado y estas son las consecuencias. Tenemos demasiados malos ejemplos del mal uso de las instituciones educativas, de su instrumentalización para conseguir otros fines. Hay cosas más importantes que hacer que aprender, piensan algunos. Demasiados malos ejemplos que nos han hecho daño a todos, pero que no nos deberían extrañar: son la consecuencia de esa degradación general que rodea a la educación y sus instituciones en una sociedad que valora otras cosas. Si la educación no aspira a mejorar la sociedad, se convierte en su reflejo.
Los que siguen creyendo que convirtiendo la educación en un mero sistema de controles esta mejorará, se engañan. La mejora solo puede venir de la ruptura de esas barreras de indiferencia y egoísmo, que son las que impiden que se vea la educación con ilusión y como un ejercicio de libertad. Hoy es un camino trillado para unos y para otros, que solo algunos recorren con ilusión vocacional, ya sean docentes o alumnos con ganas de ampliar su mundo. Son cada vez menos.
Mi compañera, que es buena, volverá a seguir intentando derribar ese muro de la indiferencia.
Mi compañera, que es buena, volverá a seguir intentando derribar ese muro de la indiferencia.
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