Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Son
muchos los signos que no nos auguran un futuro de rosas. Son más bien espinas
lo que el horizonte nos ofrece. Hay, sin embargo, una enorme diferencia entre
pesimismo y derrotismo y la capacidad, por el contrario, de ver el futuro como
reto que hay que vencer. Cuando las cosas se dan por perdidas, es cuando
estamos perdidos. Coincido con lo expresado por el psiquiatra Viktor Frankl,
del que podríamos aprender muchas cosas para salir de este círculo vicioso que
se produce cuando el convencimiento del desastre futuro nos paraliza y, por
ello, nos vemos abocados a una pasiva destrucción al grito de "¡ya lo
sabía yo!"
A veces
son pequeños detalles los que nos revelan grandes verdades. Uno de esos
detalles me lo enseño Lewis Carroll a través de una pequeña historia contada en
su menos conocida novela "Silvia y Bruno", que recomiendo a los que
no la hayan leído. Desconozco si hay edición actual, porque la mía tiene ya
muchos años. Seguro que se encuentra.
La
historia, que se refieren los personajes entre ellos, de forma resumida y
parafraseada, es la siguiente: había un ratón tan listo, que una vez se metió
dentro de un zapato y creyó que era una trampa para ratones. Como era tan listo
y sabía que no se podía escapar de una trampa así, se quedó inactivo y falleció
quejándose de su mala suerte.
Muchas
veces en la vida me he acordado de esta pequeña historia tratando de evitar que
lo que yo pensaba que iba a pasar me evitara intentar escapar de ello. Si hay
algo peor y más frecuente que el derrotismo es el derrotismo auto producido, es
decir, aquel que nos asegura que no hay nada que hacer evitando que encontremos
soluciones.
Estamos
aceptando la crisis en vez de tratar de evitarla. No se leen más que datos
negativos, pero casi nunca alternativas para poder escapar de ellos. Hay quejas
de todo tipo, pero pocas soluciones, aunque sean arriesgadas. Pero ese riesgo
es lo que nos hace humanos; el tomar decisiones, como señalaba Frankl en sus
obras, es lo que nos permite vivir humanamente. Es mejor equivocarse que no
hacer nada.
En
estos días de verano, me encontré en mi quiosco habitual una obra sobre
Psicooncología, en cuyas páginas se acababa precisamente con la cuestión de la necesidad del paciente de enfrentarse a la situación y tener
metas, que son las que dan sentido a la vida frente al derrotismo, forma de
nihilismo que le quita sentido a todo, especialmente al sentido de nuestras
acciones. ¿Para qué vivir, para qué actuar? La pregunta no es exclusiva del paciente, sino que es propia del ser humano en todo momento. Eso es dar sentido a la propia vida.
Me puse
en contacto con la autora, profesora de la Universidad de Sevilla, para
felicitarla por el libro, por la claridad, por centrarse en el paciente y por
la humanidad que manifestaba en este mundo tan frío y mecánico que estamos
construyendo entre todos, un mundo de cifras y cálculos, cada vez más alejado
de los sentimientos de las personas, de su forma de ver el mundo y, sobre todo,
de imaginarlo positivamente.
Le
manifesté además una idea que me ronda desde hace más de un años, tratar de
sensibilizar a los alumnos de los peligros añadidos de las informaciones
negativas; no es lo mismo ejercer la crítica que hacer creer que todo es
inevitable y eliminar la esperanza, palabra en desuso.
Ella me
contestó agradeciendo mis palabras y señalando que era su primer intento de
comunicarse con gente fuera del ámbito académico y que había tratado de
transmitir lo que la lucha de sus pacientes le había enseñado. Si Viktor Frankl
aprendió del sufrimiento de los campos de exterminio, de cómo había que darle
sentido a ese dolor para sobrevivir en un mundo implacable, podemos aprender
mucho de las personas enfermas, de cómo deben dar un sentido a su vida.
Cuando
más difíciles son las circunstancias más debemos esforzarnos en crear
condiciones que las mitiguen para salir de ellas cuanto antes. Pero es fácil
dejarse arrastrar por las informaciones negativas. Vivimos en un mundo lleno de
datos en el que todo se anticipa, con el enorme riego de acelerar las
catástrofes por el hecho mismo de creer en ellas. Muchas veces, el atractivo que tiene para muchos
la oscuridad les exime de tener que esforzarse —¿para qué?—. Hemos empezado a
vivir con los pánicos característicos de los "inversores bursátiles",
que viven con la especulación y el miedo por delante, tratando de anticiparse a
los desastres, con lo que provocan caídas que llevan a nuevos desastres.
Echamos en falta mensajes realmente estimulantes y positivos. Los que viven del catastrofismo, lo rentabilizan bien y juegan con los miedos e indecisiones. Les gusta hacer creer que el mundo va mal, que no es culpa suya y que ellos (no nosotros) puede acabar con esas situaciones. Sin embargo, no hay acción que no necesite apoyarse en la realidad. Confiamos más en la "comunicación", que en las personas y su potencial. Tomar decisiones no es algo exclusivo de los políticos, sino algo que deberíamos hacer todos porque nos hace sentir que nuestro destino está en nuestras manos y que podemos hacer algo en él.
El problema de hacernos creer que vivimos en el infierno y que no se puede salir de él es que deja huellas negativas en nuestra vida. Hay un nihilismo que se percibe a través del vacío de esperanzas, de la falta de objetivos. Esa energía negativa la percibimos volcada en muchos actos que manifiestan agresividad y que se manifiesta en el crecimiento de la violencia, algo que va de la violencia sexual a las reyertas de fines de semana, en el vandalismo, en la conducción temeraria que arroya a las personas y huye de la responsabilidad.
Todos
esos datos que anticipan oscuramente el futuro pueden ser modificados por
nuestras acciones. De no ser así, sobraría todo. No deberíamos sentirnos como
el conejo de la historia de Lewis Carroll, que se dejó morir por la creencia de
que no había salida en vez de buscarla. Hay muchas cosas que se pueden hacer,
pero hay que pensarlas y buscarlas, requieren esfuerzo, voluntad. Hay que
sacudirse esa mentalidad quejumbrosa que siempre apela al victimismo y a que
otros nos solucionen los problemas.
Empezamos
en pocos días un nuevo curso, en sentido amplio. Es el momento de intentar
poner la mente en marcha hacia objetivos que nos hagan sentir que los datos
pueden ser cambiados, las tendencias invertidas si nos esforzamos en la
dirección correcta. Deje de esperar que le lleguen las soluciones; vaya a por
ellas. Están en sus manos las decisiones.
El hijo
de un pastor nos hablaba ayer en la TV de su cambio de concepto y nos decía que,
en vez de llevar la comida a las ovejas y encerrarlas en rediles de los que
nunca salen, había decidido volver al viejo sistema: sacar a las ovejas,
pastorear, con efectos mejores para el monte, limpiar rastrojos evitando
incendios tan virulentos como los vistos, dejaba de depender en buena medida
del transporte y de la subida de los precios, etc. Con ese cambio de dirección
reducía gastos y mejoraba la situación propia y la de los montes, además de ser mejor para las propias ovejas. Solucionaba con
una sola decisión una serie de problemas encadenados, suyos y ajenos. Es lo
contrario de lo que hizo el conejo, que se quedó dentro de su problema con forma de zapato sin salida.
No se
trata de ser "optimistas"; se trata de no renunciar a la acción, a
seguir tomando decisiones sobre hacia dónde queremos ir, aunque cambiemos a
mitad de camino. Se trata de que encontremos el sentido que nos traiga el futuro que construyamos.
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