Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Es
difícil entender la política exterior norteamericana. Es cierto que es más
complicado entender la política nacional con la invasión del Capitolio del 6 de
enero de 2021 y los millones de votantes potenciales que sigue conservando
Donald Trump. Pero por complicado que esto sea, lo cierto es que una y otra
están conectadas y, sobre todo, ambas nos afectan, pues lo que ocurre o hacen
los Estados Unidos tienen una repercusión global, nos guste o no.
Hemos
llegado a un punto en el que son necesarios diversos procesos de traducción de
los actos norteamericanos para tratar de entender su sentido. Si la cuestión rusa se entiende a través de
los lazos —energéticos, comerciales y políticos— creados con Europa y otros
estados implicados que se van sumando a este conflicto estructurando las nuevas
zonas de influencia, la cuestión
norteamericana requiere otros planteamientos por dos circunstancias
esenciales, la creciente pérdida de influencia internacional, anunciada desde diversos
foros en las últimas décadas como la "decadencia del imperio norteamericano"
y la explicación que desde los propios Estados Unidos se da a este hecho.
Mientras
que Rusia ha ido ampliando su influencia en el mundo —tras el hundimiento de la
Unión Soviética— estableciendo los mencionados lazos mediante los que ofrece y
crea dependencia —como ocurre con el gas—, los Estados Unidos se han visto sorprendidos
en su propio terreno. Lo que ellos esperaban que iba a ser su expansión
absoluta a través de dos fenómenos, la Sociedad de la Información, por un lado,
y la "globalización" por otro, no se ha visto realizado más que a medias.
La enorme paradoja es que el triunfo de la democracia sobre el totalitarismo no se ha visto refrendado en todos sus niveles. Lo que en un plano político puede resultar evidente (la superioridad de la democracia) no resulta tan evidente en el plano económico, donde Estados Unidos ha sido derrotado por un país que no es precisamente democrático, China, lo que se ha convertido en una verdadera obsesión y problema. De China no se teme su comunismo de consumo, sino su capacidad capitalista de competir. China es el país que más multimillonarios produce cada año. Es el "sueño chino" en vez de "sueño americano".
Quizá el capitalismo moderno se ha olvidado
de un mensaje que ya estaba muy claro en La
riqueza de las naciones, el texto fundacional, de Adam Smith:
En cierta medida, en el arte o manufactura
que fuere, entregar el monopolio del mercado interno a la producción de la
industria del propio reino equivale a dirigir a los particulares en la forma
que deben emplear su capital, y deberá, en casi todos los casos, conducir a una
regulación inútil o dañina. Si la producción interna puede distribuirse de
forma tan barata como la industria exterior, la regulación será evidentemente
inútil. Si no puede, será en general dañina. Cualquier padre de familia
prudente tiene como máxima no intentar hacer nunca en casa lo que le costará
más fabricarse que comprar. El sastre no intenta hacerse sus propios zapatos
sino que se los compra al zapatero. El zapatero no intenta confeccionarse su
ropa, sino que recurre al sastre. Ni una cosa ni otra hace el labrador, que se
las pide a cada uno de esos artesanos. A todos ellos les beneficia utilizar su
propia industria, de suerte que, al obtener cierta ventaja sobre sus vecinos,
pueden comprar con parte de su producción o, lo que viene a ser lo mismo, con
el precio de parte de ésta, cualquier cosa que precisen.
Lo que es prudente en el gobierno de una familia, pocas veces será insensato en el de un gran reino. Si un país extranjero puede proporcionarnos una mercancía por un precio menor al nuestro, mejor será comprársela a él, de forma que obtengamos alguna ventaja con parte de la producción de nuestra propia industria. De este modo, la industria general de un Estado, siempre en proporción con el capital que para ella se emplee, y al igual que en el caso de los artesanos antes mencionados, no quedará disminuida, sino que únicamente habrá que buscar la manera de utilizarla con el máximo provecho. No será así, sin duda, si se orienta a un objeto que podría comprar más barato que fabricándolo ella misma. De suerte que el valor de su producción anual se verá ciertamente disminuido cuando deje de fabricar géneros más valiosos que la mercancía que se afana en producir. Según este supuesto, esa mercancía podría adquirirse en otros países a un precio más barato que el del propio reino. Por consiguiente, podría haberse adquirido sólo con una parte de las mercancías o, lo que es lo mismo, con una parte del precio de aquéllas que la industria interna habría producido con igual capital si se le hubiera permitido seguir su curso natural. De este modo, la industria del país deja un uso más provechoso que aquél por el que opta, y el valor de intercambio de su producción anual, en lugar de acrecentarse, según pretendía el legislador, deberá necesariamente disminuir con cada nuevo reglamento. (trad. Jesús Cuellar)
Pero
los consejos y analogías sobre comprar
barato fuera tienen consecuencias dentro. Es de ahí donde se ha generado
una gran división en la sociedad norteamericana y que Trump aprovechó: el odio
a China. El principio capitalista de que hay comprar fuera lo que es más barato
que producirlo dentro ha hecho estragos entre lo que no se menciona a menudo:
el capitalismo fomenta la desigualdad haciendo más rico al rico y más pobre al
pobre. La igualdad de oportunidades, evidentemente, no funciona cuando esa
riqueza producida se transforma en nuevos privilegios comprables. Comprar a
China ha hecho muchos ricos, de la misma forma que se han enriquecido muchos en
Europa gracias a una energía más barata.
Pero lo
que funciona en la economía doméstica, no siempre es igual cuando se trata de
destruir a la competencia, algo que el capitalismo también mantiene entre sus
armas oscuras. Los mismos que destruyen a la competencia vendiendo por debajo
del precio de coste son los que después aplicarán con firmeza las leyes de la
oferta y la demanda. Del gas barato pasamos al gas súper caro, ruinoso que te
lleva a una crisis sin precedentes porque la "mano invisible" ya
tiene rostro, el de Vladimir Putin.
Lo que
se daba por supuesto, que capitalismo y democracia eran las dos caras de la misma moneda, el principio del (neo)liberalismo, se descubre como falso. Unos países
totalitarios, como Rusia y China, son capaces de aplicar las duras leyes del
capitalismo salvaje mientras que cortan las posibilidades democráticas, que
plantean como una debilidad estructural. Rusia fue vencida en todas las carreras; China, por el contrario, no solo ha resistido sino que ha ganado en crecimiento sin perder el control totalitario fundido con los principios de la obediencia confuciana.
Trump
supo recoger los sentimientos anti China existentes en los perjudicados, la clase trabajadora
norteamericana, y no le importaron las de Rusia porque esta no competía con los
Estados Unidos, que no es dependiente ni del gas ni de su petróleo. Mientras se
cerraban fábricas condenando a pueblos y ciudades a la pobreza, las clases
empresariales norteamericanas se hacían ricas comprando barato en China y
aumentando sus márgenes de beneficio. Lo mismo se puede decir de Europa, cuyos efectos en muchas zonas han
sido muy similares. Todos seguían a Adam Smith: no vale la pena producir lo que
se puede comprar más barato fuera. Pero esto tiene unos riesgos que el clarividente
Smith no tenía porqué saber, pese a poner abundantes ejemplos sobre los efectos
de las guerras en la economía. Pero las guerras del s. XVIII no son las del
XXI.
¿Por qué no ha cambiado la política anti China de Trump con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca? La respuesta es sencilla y, a la vez, compleja: porque, primero, alentar el odio hacia China es rentable políticamente y, en segundo lugar, permite unas sanciones que favorecen al mercado norteamericano. El espectacular crecimiento chino solo se frena no comprándoles y sancionando a los que lo hacen. A Trump le interesaba más tener por socio a Rusia, que no es un país rico en producción, pero que tiene recursos vendibles, que a China, un país que tiene muchos recursos naturales y una enorme capacidad de producción. China es el problema. Por eso lo que está haciendo Biden es trata de evitar ser acusado por los republicanos de no frenar a China, una vez que todos han aceptado el diagnóstico y la receta: frenar a China.
Las
complicaciones actuales derivadas de la actuación de Rusia sobre Ucrania y
sobre los elementos económicos, como el grano, el gas, la inflación, etc. solo
son un anticipo de lo que pude ocurrir si Estados Unidos, como parce, trata de
abrir un frente de conflictos con China.
El
viaje de Nancy Pelusi a Taiwán es un ejemplo de cómo crear un conflicto que nos
arrastre a todos y solo beneficie a los Estados Unidos. Taiwán es un país inventado
durante la Guerra Fría para acoger a los varios millones de exiliados
nacionalistas tras perder la guerra civil china. Es un problema complejo y que
requiere de diplomacia. Pocos recuerdan que el mundo no reconoció
internacionalmente a la China continental como estado y sí lo hizo con la isla,
que fue la "verdadera China" hasta que tamaño despropósito se cambió
en los años 70, siendo reconocida la actual China como estado y quedando en el
limbo Taiwán. La forma de mantener el equilibrio de esta desproporción era la
prudencia. Algo que la "inútil" visita de Pelosi echa por tierra y
que el gobierno chino considera lo que es, una provocación en el peor momento.
En un
momento en el que se trata de aislar a Rusia y evitar que esta sume apoyos
declarando independientes las "repúblicas populares" artificiales
creadas en el Este de Ucrania (ya reconocidas por países sicarios, como Siria,
y otros como Corea del Norte y la Venezuela, de Nicolás Maduro), la señora
Pelosi decide visitar Taiwán para realizar arengas patrióticas sobre cómo les
defenderán los Estados Unidos de China y de paso sentar bases por todo el
Pacífico y el Índico.
Estados
Unidos está empujando de forma irresponsable a China hacia Rusia. Es evidente
que estos movimientos tratan de meterlos en un mismo paquete. Pero el objetivo,
como ocurre en Europa, no es una preocupación responsable, sino más bien la
creación de unas condiciones de conflicto que permitan aislar a China como ya
se está haciendo con Rusia a través de las sanciones. Pero la situación es
evidentemente muy distinta.
Recordemos
que la política económica de Donald Trump se enfocó a sancionar a las empresas
que fabricarán en China y otros países "más baratos" en su
producción. Como populista, Trump asumió que había: 1) evitar comprar fuera (recuerden lo ocurrido con las motos
Harley Davidson) por muy barato que fuera; la fórmula siempre ha sido la
misma, aranceles, impuestos a la importación, algo que hemos padecido también los
españoles con el aceite de oliva o los vinos, algo que permitía que producir
más caro pudiera equipararse con lo de fuera encareciéndolo; y 2) evitar que
los otros compraran fuera y se beneficiara de la crisis, algo que se hacía
mediante prohibiciones y sanciones.
A nadie
se le escapa que sí Putin nos raciona la energía y Estados Unidos nos prohíbe
fabricar y comprar en China, la situación europea solo se resuelve de una
manera: comprar la energía fuera (más cara) y comprar fuera lo que no tenemos
(más caro que antes). Esto ya se está haciendo pues el gas ya se lo compramos
(y hay que dar las gracias) y las compras habrá que hacerlas en Estados Unidos
o en sus aliados asiáticos, que ya se han visto favorecidos por la protección
norteamericana, es decir, el otro gran productor sin sospechas más que de
explotación laboral: Corea del Sur.
La
visita de Nancy Pelosi al sureste asiático es una jugada que busca llevar al
gobierno chino a realizar acciones que sirvan de excusa para limitar las
compras a China. Pero China no es Rusia. Es una súper potencia económica cuyo
futuro está vinculado no a las invasiones o las guerras sino precisamente al
desarrollo e intercambio económico. En China se ha invertido en empresas
reguladas para evitar perder el control. Pero a China no le interesa en modo
alguno perder el control de su crecimiento, algo que es, en cambio, el objetivo
de la política norteamericana, que ha hecho de China el gran centro de sus
acciones.
Cuando Trump le exigió a Europa que aumentara su armamento, se enfadó mucho cuando los europeos decidieron desarrollar su propio armamento y fabricarlo. Se vio claramente que lo que quería era que se lo compraran a los Estados Unidos. Durante su mandato hemos señalado la estrategia de crear conflictos y luego vender soluciones, aunque fueran chapuceras. ¿Podemos imaginar lo que puede suponer para Europa quedarse sin energía (Rusia) y sin piezas para la fabricación (China)? Recordemos simplemente el parón de las cadenas automovilísticas cuando no nos llegaban ciertos chips.
¿Nos imaginamos otro juego como el de los barcos que no llegan porque se paran por el camino o se atascan en el canal de Suez, porque no hay materias primas para elaborarlos, etc.? Ahora Rusia quiere controlar la ruta del Ártico, abierta con el deshielo. ¿Qué pasará con Suez, la ruta del sur?
El
enfrentamiento entre China continental y Taiwán no interesa a ninguno de los
dos, sin embargo sí beneficia a terceros creando una nueva fuente de conflictos
en la zona. Este tipo de agravios y desafío solo provoca el crecimiento de ese
"nuevo orgullo nacionalista" chino que sirve para crear nuevos objetivos reivindicativos. ¿Qué busca esta vez la "mano invisible"?
Lo que se creó en la isla de Taiwán en su momento no se corresponde con la China de hoy ni con sus objetivos. La visita de Pelosi es un problema en medio de muchos otros problemas, en un momento crítico para el mundo entero. No conviene jugar con juego cerca de los lugares secos. Decimos de una persona que es "diplomática" cuando trata de evitar conflictos y, por el contrario, trata de resolverlos. No es esta la diplomacia de Nancy Pelosi, destinada a crearlos. El problema es que no se los crea a Estados Unidos, sino que nos los crea a todos.
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