Joaquín Mª Aguirre (UCM)
Ya en
el siglo XIX, los investigadores se preguntaban por la universalidad de las
expresiones en función de las diferentes emociones que se producían. ¿Ponemos
todos la misma cara de sorpresa ante algo inesperado, la misma de miedo, ira o
cualquier otra emoción básica? La única forma de verificar cualquier hipótesis
positiva o negativa sobre la cuestión era analizar miles de caras, algo que
hasta hoy era una ardua tarea. Hoy tenemos todo un banco de datos con los
millones de fotos diarias que subimos a las redes sociales. Tenemos máquinas
programadas para leer nuestros rostros y respondernos en algún sentido. Tenemos
modas, como por ejemplo, esa costumbre actual de sacar la lengua, que en otros
tiempos se hubiera considerado insultante, es hoy practicada por actores y
actrices (sobre todo estas últimas, mucho más liberadas, hartas de poner caritas). Hemos desarrollado todo un
lenguaje a través de los emoticonos, que en teoría son expresiones básicas de
emociones que podemos combinar creando diversas combinaciones cuyo grado de
interpretación es variable. Nada preocupante porque ocurre igual con las
expresiones faciales, que requieren de un entrenamiento muchas veces.
Releía
a primera hora de la mañana la novela de P.K. Dick "¿Sueñan los androides
con ovejas eléctricas?" (la que será llevada al cine como Blade Runner) en donde se nos muestra un avanzado y
cuestionado test que permita diferenciar a los androides más perfeccionados de
los humanos. El test trata de medir reacciones ante una serie de elementos
emocionales que muestran la falta de empatía propia de los androides.
Terminados
los capítulos previstos para hoy, comencé un libro que tenía pendiente sobre
las emociones, obra del catedrático de Psicología de la Universidad de Salamanca,
con el título "Las emociones. La base neurológica del
comportamiento", en que ya se debate desde su inició la cuestión de la
relación de la cultura con las emociones, es decir, si cada cultura tiene sus
propios códigos expresivos, ya sea a través de la gestualidad o a través de
metáforas que se desarrollan de forma independiente en diferentes espacios.
Más allá de la cuestión de la unidad de las emociones básicas y de su gestualidad está la cuestión de su base comunicativa, lo que implica filtros sobre lo que podemos y queremos expresar ante los otros. La expresión "cara de póquer" refleja que si es importante conocer e identificar las expresiones, es tanto o más importante poder controlarlas. me ha llamado la atención el siguiente párrafo de la obra:
Una vez demostrado que existe un repertorio de lenguaje facial emocional común a toda la humanidad, los investigadores se han preguntado si hay una diferente valoración social de las emociones en cada contexto cultural, si hay emociones autóctonas e importadas, si la memoria emocional es similar en las distintas sociedades, o cómo influyen y se expresan las emociones en la vida social de distintos países. Por ejemplo, en el siglo XVI se animaba a las personas de la Europa cristiana a sentir tristeza, pues se suponía que era la respuesta humilde y apropiada para las vicisitudes de la vida terrenal como antesala de la vida eterna, que era la verdaderamente importante. Un ejemplo de ello queda reflejado en los retratos oficiales: ¿en qué momento empezaron a sonreír los altos mandatarios? Después de siglos durante los cuales hasta las niñas princesas que pintaba Diego Velázquez aparecían serias, empezaron a surgir las sonrisas en los retratos y fotografías. La felicidad alcanzó entonces una aceptación social y se generalizó, lo que en realidad poco o nada tenía que ver con la verdadera emoción que sentían las personas retratadas.*
Creo
que el párrafo es muy sugerente y muestra cómo se alcanza una gran complejidad
en todo esto. Cualquier elemento que es comunicativo tiene esa dimensión de
control por parte de aquellos que pueden controlarlo. Si la tristeza tenía un
sentido oficial, si respondía a una actitud teórica sobre el mundo, Mijaíl
Bajtín pudo mostrarnos que en el pueblo —lejos de los retratos oficiales— la
risa carnavalesca era parte del pueblo. Si la tristeza era cristiana, la risa
era diabólica y estaba proscrita oficialmente. Recordemos que la novela de
Umberto Eco, El nombre de la rosa, tiene precisamente como fondo esa persecución
de la risa, recogida por la gran autoridad, Aristóteles, en un libro que ha
sido escondido para evitar que trascienda por su carácter opuesto a la doctrina
oficial.
Es una
buena pregunta la de cuándo comenzó la risa a ser menos culpable. Hoy nuestros
políticos consideran que deben sonreír porque eso refleja un optimismo que la
gente percibe a través de las lecturas faciales y empatiza con ellas.
Hace
unos días vía al magnífico actor Tom Hiddleston, el popular Loki en las
películas de Marvel, retado a llorar en público en un programa de entrevistas.
Es algo que pudo hacer apenas sin esfuerzo, pero con concentración.
En esta era de las comunicaciones, estamos asistiendo a dos movimientos paralelos: el fingimiento comunicativo (podemos fingir las emociones) y a la híper comunicación emocional, que deja de usar factores racionales en su argumentación y se centra en los emocionales. De esta forma nos parece que podemos controlar la curiosidad de los otros fingiendo emociones y poniendo caras, a la vez que se accede a nosotros a través de una más extensa comprensión de los códigos de expresión de las emociones. La pregunta hoy no es ya si existen universales gestuales, sino cuánto podemos extender nuestros códigos de expresión emocional y si estas emociones son reales o fingidas. Podemos expresarnos a través de esos gestos que vamos lanzando convirtiéndolo en un lenguaje que expresa cómo queremos ser vistos y oculta cómo somos.
José
Ramón Alonso (2018). Las emociones. La base neurológica del comportamiento.
Col. Ciencia & cerebro, National Geographic - RBA, p.20
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