martes, 12 de noviembre de 2019

La resaca electoral

Joaquín Mª Aguirre (UCM)
No deja de ser otra profunda ironía que los titulares de hoy, martes post electoral, a 48 horas de los resultados que no conmovieron al mundo, sean Albert Rivera y el hundimiento de Ciudadanos. Quizá no podía ser de otra forma en un país en el que la noticia es dimitir.
Como el que no se consuela es porque no quiere, algunos han lanzado campanas relativistas al vuelo exclamando "¡al fin somos europeos!". Y lo somos, según ellos, porque hemos dejado de ser "europeísta", ya tenemos "extrema derecha fuerte" y "nos vemos "abocados a los pactos", como en la mayor parte de la Unión. De nuevo: el que no se consuela es porque no quiere.
A diferencia de la mayor parte de Europa —la excepción serían los países que llegaron del "frío—, España llegó a Europa saliendo de una dictadura, con acuerdos políticos de un espectro político amplio que dieron lugar a una constitución y con aprovechamiento sobresaliente de los beneficios de la comunidad desde la perspectiva económica. Lo hizo arrinconando a la extrema derecha de entonces, que ya había estado marginada en el propio régimen y que los españoles en su conjunto rechazaban como marginal. La extrema derecha de hoy es otra, con vicios hispanos y otros muchos importados de lo peor de la ultraderecha europea.
España ha pasado de ser europeísta —uno de los países con más apoyo a las instituciones comunitarias— a disputar también sobre Europa desde los dos extremos políticos, la derecha y la izquierda. Malo.


Tenemos, eso sí, el detonante secesionista que mezclado con la crisis económica no resuelta a pie de calle, una crisis de la que ahora se aprovechan muchos para seguir explotando a la gente y mantener el chantaje del empleo, nos da un toque especial en el panorama europeo. Lo que todos tienen repartido, nosotros lo tenemos concentrado. Hemos pasado a ser lo que Europa no debería ser: ingobernable, fragmentada, con desajustes sociales fuertes, amenazada por un nacionalismo xenófobo, machista y homófobo (se autoproclama como defensor de la familia), con violencia que no remite en las calles y con la amenaza de extenderse a las comunidades resecas a la espera de la cerilla según le vaya. Eso por hacer un rápido bosquejo del panorama que tenemos tras cuatro años de sesión continua electoral en el que la nueva política ha hecho su aparición y tengamos en el parlamento diputados de partidos uniprovinciales. La atomización es la muestra de la falta de sentido colectivo y el descenso al mínimo que no se siente representado y se lanza al ruedo. Que Teruel se sienta solo y abandonado es culpa de todos.
Todo esto proviene de un primer mal: la incapacidad de los partidos políticos para acabar con la corrupción, su uso devastador de unos contra otros, provocando el enfrentamiento enmascarador para mantener al país mirando hacia el otro mientras se ignoraban los males propios. Eso se paga.
Las mayorías servían para ocultar el problema creciente. Algún apoyo circunstancial permitía salvar la gobernabilidad haciendo concesiones a los nacionalistas. Fue la corrupción en Cataluña la que desató el furor del nacionalismo, una maniobra de distracción de los negocios oscuros (todavía siguen saliendo cuentas ocultas en el extranjero), para redirigir las iras hacia Madrid. De nuevo la corrupción como origen de los problemas. Hoy la situación de Cataluña es el eje sobre el que ha girado el voto de muchos, en un sentido u otro.


Los partidos han conseguido ocultar sus errores e hipnotizados por cantos, les seguimos sin exigir racionalidad, algo que se ha perdido en medio de los discursos y campañas cada vez más emocionales, más viscerales y partidistas. Es difícil que en este clima surja algo que no sea la fragmentación. Por eso, no hay sorpresas reales más allá de los detalles.
Debe cambiar el clima de la política española para recuperar la convivencia y la fe en las instituciones. No es fácil sobrevivir al clima conflictivo de cuatro elecciones en cuatro años. Las irresponsabilidades de los políticos intentando tapar sus vergüenzas no deben seguir arrastrando a la gente hacia este camino de la ingobernabilidad, que ha dejado en suspenso los problemas reales y nos ha creado otros nuevos, algunos imaginarios.
Una parte esencial que debe cambiar es el propio funcionamiento de la política a través de los partidos, que deben esmerarse en la selección de sus propias propuestas y no organizar giras de sesiones de aplauso de los líderes. Hace falta menos marketing y más ideas sobre el gobierno; menos carisma y más competencia política; menos vestuario y más inteligencia.
Los partidos deben ser lugares de reflexión, de autocrítica y de propuestas debatidas internamente. No se pueden seguir fraccionando cada vez que hay discrepancias personales, de liderazgo o de cualquier otro tipo. Deben tener en su interior corrientes con sus debates previos, ser ejemplo de convivencia y diálogo. Se debe entender que no se puede seguir manteniendo escándalos con excusas, que eso daña al sistema, a su credibilidad.
Hay que contrarrestar las corrientes deslegitimadoras de las instituciones democráticas y entender que en ellas residen nuestras garantías y defensa. Es lo que da estabilidad y confianza. Los ataques a ellas son los ataques a todos. Hay mucha irresponsabilidad en esto, especialmente llevada a las jóvenes generaciones que aprenden que solo la calle es la solución.
Que un político joven como Albert Rivera renuncie y se vaya a su casa no es una buena noticia, aunque sea un buen gesto. No es el que más ha perdido, en muchos sentidos.


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