Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
No deja
de ser otra profunda ironía que los titulares de hoy, martes post electoral, a
48 horas de los resultados que no conmovieron al mundo, sean Albert Rivera y el
hundimiento de Ciudadanos. Quizá no podía ser de otra forma
en un país en el que la noticia es dimitir.
Como el
que no se consuela es porque no quiere, algunos han lanzado campanas relativistas
al vuelo exclamando "¡al fin somos europeos!". Y lo somos, según
ellos, porque hemos dejado de ser "europeísta", ya tenemos
"extrema derecha fuerte" y "nos vemos "abocados a los
pactos", como en la mayor parte de la Unión. De nuevo: el que no se
consuela es porque no quiere.
A
diferencia de la mayor parte de Europa —la excepción serían los países que
llegaron del "frío—, España llegó a Europa saliendo de una dictadura, con
acuerdos políticos de un espectro político amplio que dieron lugar a una
constitución y con aprovechamiento sobresaliente de los beneficios de la
comunidad desde la perspectiva económica. Lo hizo arrinconando a la extrema
derecha de entonces, que ya había estado marginada en el propio régimen y que
los españoles en su conjunto rechazaban como marginal. La extrema derecha de
hoy es otra, con vicios hispanos y otros muchos importados de lo peor de la ultraderecha
europea.
España
ha pasado de ser europeísta —uno de los países con más apoyo a las
instituciones comunitarias— a disputar también sobre Europa desde los dos extremos políticos,
la derecha y la izquierda. Malo.
Tenemos,
eso sí, el detonante secesionista que mezclado con la crisis económica no
resuelta a pie de calle, una crisis de la que ahora se aprovechan muchos para
seguir explotando a la gente y mantener el chantaje del empleo, nos da un toque
especial en el panorama europeo. Lo que todos tienen repartido, nosotros lo
tenemos concentrado. Hemos pasado a ser lo que Europa no debería ser:
ingobernable, fragmentada, con desajustes sociales fuertes, amenazada por un
nacionalismo xenófobo, machista y homófobo (se autoproclama como defensor de la
familia), con violencia que no remite en las calles y con la amenaza de
extenderse a las comunidades resecas a la espera de la cerilla según le vaya.
Eso por hacer un rápido bosquejo del panorama que tenemos tras cuatro años de
sesión continua electoral en el que la nueva política ha hecho su aparición y
tengamos en el parlamento diputados de partidos uniprovinciales. La atomización
es la muestra de la falta de sentido colectivo y el descenso al mínimo que no
se siente representado y se lanza al ruedo. Que Teruel se sienta solo y
abandonado es culpa de todos.
Todo
esto proviene de un primer mal: la incapacidad de los partidos políticos para
acabar con la corrupción, su uso devastador de unos contra otros, provocando el
enfrentamiento enmascarador para mantener al país mirando hacia el otro
mientras se ignoraban los males propios. Eso se paga.
Las
mayorías servían para ocultar el problema creciente. Algún apoyo circunstancial
permitía salvar la gobernabilidad haciendo concesiones a los nacionalistas. Fue
la corrupción en Cataluña la que desató el furor del nacionalismo, una maniobra
de distracción de los negocios oscuros (todavía siguen saliendo cuentas ocultas
en el extranjero), para redirigir las iras hacia Madrid. De nuevo la corrupción
como origen de los problemas. Hoy la situación de Cataluña es el eje sobre el
que ha girado el voto de muchos, en un sentido u otro.
Los
partidos han conseguido ocultar sus errores e hipnotizados por cantos, les
seguimos sin exigir racionalidad, algo que se ha perdido en medio de los
discursos y campañas cada vez más emocionales, más viscerales y partidistas. Es
difícil que en este clima surja algo que no sea la fragmentación. Por eso, no
hay sorpresas reales más allá de los detalles.
Debe
cambiar el clima de la política española para recuperar la convivencia y la fe
en las instituciones. No es fácil sobrevivir al clima conflictivo de cuatro
elecciones en cuatro años. Las irresponsabilidades de los políticos intentando
tapar sus vergüenzas no deben seguir arrastrando a la gente hacia este camino
de la ingobernabilidad, que ha dejado en suspenso los problemas reales y nos ha
creado otros nuevos, algunos imaginarios.
Una
parte esencial que debe cambiar es el propio funcionamiento de la política a
través de los partidos, que deben esmerarse en la selección de sus propias
propuestas y no organizar giras de sesiones de aplauso de los líderes. Hace
falta menos marketing y más ideas sobre el gobierno; menos carisma y más
competencia política; menos vestuario y más inteligencia.
Los
partidos deben ser lugares de reflexión, de autocrítica y de propuestas
debatidas internamente. No se pueden seguir fraccionando cada vez que hay
discrepancias personales, de liderazgo o de cualquier otro tipo. Deben tener en
su interior corrientes con sus debates previos, ser ejemplo de convivencia y
diálogo. Se debe entender que no se puede seguir manteniendo escándalos con
excusas, que eso daña al sistema, a su credibilidad.
Hay que
contrarrestar las corrientes deslegitimadoras de las instituciones democráticas
y entender que en ellas residen nuestras garantías y defensa. Es lo que da
estabilidad y confianza. Los ataques a ellas son los ataques a todos. Hay mucha
irresponsabilidad en esto, especialmente llevada a las jóvenes generaciones que
aprenden que solo la calle es la solución.
Que un
político joven como Albert Rivera renuncie y se vaya a su casa no es una buena
noticia, aunque sea un buen gesto. No es el que más ha perdido, en muchos
sentidos.
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