Joaquín
Mª Aguirre (UCM)
Desde
la perspectiva de Yuri Lotman, el semiólogo ruso y cabeza de la Escuela de
Tartu, la cultura es un sistema abierto en cuyo interior existen una variedad
de lenguajes que producen textos, en un sentido semiótico amplio. El texto es
lo que tiene sentido precisamente
porque es la concreción de un lenguaje, está gramaticalizado. Para Lotman esos
sistemas en los que las cosas tienen sentido son las "semiosferas",
universos semióticos que se relacionan con lo exterior a través de unas
"fronteras", que son las líneas de transformación a los lenguajes propios,
los comprensibles para los que conviven en él. Fuera del espacio con sentido
está lo que no tiene sentido, el espacio alosemiótico,
y lo que tiene otro sentido, es decir, otras semiosferas o culturas con las
que se pueden establecer diálogos mediante esos procesos de
"traducción" que se producen en los límites fronterizos.
Esas
fronteras son espacios físicos de encuentro, lugares en los que se producen los
contactos entre culturas, espacios de convivencia o conflicto. Pero fronteras
son también las semióticas, las que afectan a la organización de lo textual y
sus sentidos. La frontera simbólica es el proceso de paso de un sistema
semiótico a otro.
No se
ha estudiado suficiente o con suficiente profundidad la existencia de manifestaciones
de ese proceso semiótico fronterizo, de transformación. La visión imperante es
economicista y esta no entiende de semiosferas o culturas, sino de mercados y sus posibilidades. Los fabricantes
de cualquier producto, por ejemplo, saben que deben "adaptarlo" para
que sea aceptado por el nuevo mercado receptor. Esto es en sí un proceso de traducción en el sentido de Lotman: hay
una transformación en el paso de un espacio cultural a otro. Los cambios se
entienden como una forma adaptativa al nuevo espacio.
Un
ejemplo claro es el de la comida. Probablemente nada define mejor una cultura
que sus sabores, fruto de una depuración milenaria del gusto. La alimentación
forma parte de nuestra vida y constituye una memoria colectiva que se ha ido
formando como tradición culinaria. Nos educamos en los sabores y en los colores
que les acompañan. Hemos desarrollado técnicas y rituales para la elaboración
de los alimentos, instrumentos específicos para su preparación. Las comidas
configuran nuestro gusto, pero también muchos otros elementos, como el
calendario social, pues hay platos específicos que la tradición reserva para
determinadas fechas.
La
globalización ha traído la posibilidad de intercambiar alimentos con los que nos
enfrentamos a las texturas y sabores, a colores y formas que son desconocidas
en nuestras culturas. Los supermercados suelen tener unos estantes especiales
en los que se ofrecen algunos productos traídos expresamente para satisfacer el
gusto de los residentes de otras culturas. Hay versiones nacionales de esos productos, pero suelen ser adaptaciones destinadas
al gusto de los residentes. Los nativos de otras culturas suelen rechazar esos
productos adaptados porque están alejados de sus sabores originales; están
hechos para ser aceptados por el nuevo mercado, no para ellos.
En
ocasiones, mis alumnos extranjeros cuando regresan de sus vacaciones o
estancias familiares, me traen algún alimento de sus zonas para que lo pruebe.
Te enfrentas a sabores que nunca has apreciado antes. Esa primera experiencia
es única y tratas de que sea consciente. Tu cerebro percibe con intensidad las
diferencias respecto a tu base de recuerdos de los sabores para intentar
encontrar una experiencia aproximada. En ese momento eres la frontera, el límite en el que se está produciendo ese proceso de incorporación a
tu espacio personal. Esa experiencia podría, por ejemplo, pasar a la memoria
colectiva mediante la producción de textos que irían desde la reproducción del
plato (su adaptación o imitación) que otros podrían degustar, la publicación de
su receta, un reportaje, un libro de cocina, etc. Ese elemento externo quedaría
así convertido en diversos textos circulantes que formarían parte de nuestra
memoria colectiva, de nuestra cultura. Aunque lo calificara como "plato
exótico", ya formaría parte de nuestro sistema dentro de una categoría.
Hablamos
de comida, pero podríamos hablar de relatos que nos llegaron de la India,
Persia o China y que se convirtieron en parte de nuestra tradición textual, en
partes de obras de Cervantes o de Chaucer; en colores que nos llegaron de
lugares en los que sabían fabricar tintes; en especias que se trajeron de muy
lejos u acabaron siendo nuestras; en bailes y cantos que salieron con emigrantes
y se convirtieron en típicos. El chotis o chotís
madrileño, como dice los castizos, tan típico de nuestra capital, nos dicen que
vino de Bohemia, que los vieneses pensaban
que venía de Escocia (Schottisch)
y que se hizo popular por toda Europa, pasando a América. El castizo que lo
reivindica como negación de lo foráneo se equivoca ingenuamente. Ocurre con
muchas cosas que una vez las investigamos, aparecen sus raíces llegadas de
lugares distantes.
El
hecho de tener alumnos extranjeros es una energía para ampliar tus propias
fronteras. El mero diálogo con ellos ya es un proceso de adaptación constante.
Explicar a un público tan distinto y a veces heterogéneo es una de los mayores
ejercicios mentales que se pueden realiza, en ocasiones agotador, pero un
ejercicio imaginativo estimulante. ¿Cómo explicar simultáneamente a personas de
tres culturas totalmente distintas algo? Se crea así un espacio fronterizo fecundo de
intercambio de ideas e informaciones en las que se puede percibir el efecto que
los medios de comunicación y el avance de los transportes han creado para
facilitar el encuentro y el diálogo con los otros.
Lo que
distingue hoy a los países —y también a las personas— es su voluntad de
adaptación a un mundo cambiante por su propia aceleración, pero también por la
multiplicación de los espacios de encuentro. Hemos hablado de la comida, pero
podríamos hacerlo de todos los actos en los que ampliamos nuestra experiencia
cultural mediante el acceso a personas y textos. Eso implica ver otro cine,
leer literatura, medios de comunicación, etc. en los que se dan esas
situaciones de diferencia que nos estimula.
Pero
allí donde algunos ven estímulo, otros, en cambio ven agresión y peligro. La
multiplicación de las posibilidades de encuentro, el aumento de las fronteras y
sus mecanismos de traducción, lleva también a un refuerzo defensivo, a un
intento de encastillamiento, es decir, al surgimiento del casticismo. El rechazo de lo exterior por ser distinto es uno de
los males que nos alejan de nuestra capacidad de evolucionar.
Nada
hay más negativo que el aislamiento. Asistimos en los últimos tiempos a
campañas desde ciertos gobiernos contra Internet como una forma de agresión no
ya por contenidos "censurables" sino porque perciben que es un
acelerador de los cambios. Esa idea de cambio
es una transformación de la semiosfera, de nuestro espacio de significación. Se
modifican nuestros códigos sociales y personales.
El
conocimiento nos cambia. Como sostienen las teorías de base evolutiva, las
culturas que están alejadas evolucionan de forma distante; crean sistemas que
se hacen ilegibles para las más alejadas. Los tiempos en los que se podían
construir murallas o decretar la prohibición del desembarco de extranjeros,
como hizo Japón en el siglo XIX, por ejemplo, ya han pasado. Por eso se
recrudecen las medidas de censura y vigilancia. Como ocurrió con el surgimiento
de la imprenta, se han desarrollado técnicas de prevención contra los nuevos
medios, que son los que ponen hoy en contacto a las culturas, convirtiéndose en
los espacios fronterizos, aquellos en los que se llevan a cabo los procesos de
diálogos interculturales.
Queremos
que sea posible parcelar las culturas filtrando los textos que nos interesan y
dejar fuera los nocivos para nuestros sistemas de control. Una semiosfera no
son solo textos: son formas de ordenamiento, de inclusión y exclusión. Tras el
sentido, está el poder. Como memoria colectiva, no es automática. Una parte de
su contenido está sujeto a restricciones y controles. El ser sociales implica
siempre unas relaciones de orden que aseguren la permanencia y se resista a los
cambios. Pero el cambio es consustancial a la vida y también a la dimensión
intelectual de las sociedades. El cambio se produce precisamente por la
constante introducción de elementos nuevos, estimulantes dentro del sistema.
Una sociedad rica es una sociedad abierta, dinámica y receptiva. Una sociedad
cerrada, por el contrario, se vuelve retrógrada, convierte su identidad en una
parodia autoritaria de sí misma; se vuelve castiza. Muchos de los conflictos que percibimos hoy son resistencias a los cambios porque existe una relación entre identidad (fijada) y poder. Se impone el ser identitario, limitando a las personas, a las sociedades sus posibilidades de evolucionar a través de los intercambios. La tentación del aislamiento está cada vez más presente en ultranacionalismos e integrismos religiosos, que tienen sus propios diseños identitarios fuertes y tratan de evitar los desvíos de sus modelos mediante el cierre de los espacios fronterizos, físicos o de información, como ocurre con las censuras.
Como
docente y como persona me siento gratificado cada día por poder encontrarme en
las aulas y fuera de ella con personas de otras culturas, de otros países. Son
puertas de entrada gratificantes a toda aquella inmensidad que me es
desconocida y a la que trato de acercarme para que deje de serlo. Exponernos a
lo diferente es cambiar y el cambio es la base de la vida. Hay gente que tiene
especial interés en no cambiar nunca porque valora su ego sobremanera. No es mi
problema, desde luego.
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