Joaquín Mª Aguirre (UCM)
En su Comprender los medios de comunicación
(1964), el canadiense Marshall McLuhan escribió:
La descomposición de la tribu por la capacidad de leer y escribir y sus efectos traumáticos sobre el hombre tribal es el tema de un libro del psiquiatra J. C. Carothers, The African Mind in Health and Disease (Organización Mundial de la Salud, Ginebra, 1953). Gran parte de su material apareció en un artículo de la revista Psychiatry, de noviembre de 1959: «La cultura, la psiquiatría y la palabra escrita». Una vez más, es la velocidad eléctrica la que ha revelado las líneas de fuerza que, desde la tecnología occidental, operan incluso en las zonas más remotas de la sabana y del desierto. Un ejemplo de ello es el beduino montado en camello y escuchando la radio. (trad. Patrick Ducher)
Para el
McLuhan profeta de los medios, ese ejemplo representan el punto en el que la
tribalización vuelve a reinar tras el episodio de la individualización de la escritura. Escritura y lectura nos
distancian, mientras que el mundo oral es colectivo. La electrificación, señala
McLuhan, nos lleva a las tribus, representadas por ese beduino sobre su camello
escuchando la radio, la nueva oralidad eléctrica.
Hoy el
beduino no tendría una radio en su mano, sino un teléfono móvil con el que
podría estar conectado por videoconferencia con sus colegas tribales o de
cualquier parte del mundo, chatear, escuchar música, hacer fotos desde lo alto
de su camello recogiendo la belleza de las puestas de sol y podría tener una
aplicación para saber la posición de los animales que vigilara, entre otras
muchas cosas.
El
mundo del beduino ya no es solo eléctrico, como el descrito por McLuhan, sino digital
y global. Todo pasa por su móvil y su móvil es el centro de su mundo. Desde
allí recibe todo y desde allí emite todo.
En
cierto sentido, todos somos ya ese beduino en lo alto de un camello, conectados
al mundo y, a la vez, lejos de él. El móvil conecta y aísla simultáneamente.
Estar conectados, además, implica una dimensión teatral. No somos más nosotros
mismos, sino más el resultado de las miradas de los otros, que nos modelan con
sus imposiciones. Cuantas más conexiones, más dimensiones del yo en marcha.
El
teléfono móvil se ha convertido en un centro absorbente de atención que nos
aísla a la vez que nos conecta. Nos aísla de todo lo que no aparase en la pantalla,
escenario feroz de una guerra no declarada, una "operación especial",
que diría Vladimir Putin, en nuestro cerebro.
Los
psicólogos y educadores nos lo advierten. Los profesores universitarios lo
padecemos como en cualquier otro nivel. Lo padecemos de dos formas. A) desde la
perspectiva de los contenidos, han empleado la mayor parte de su tiempo en
atender lo que el móvil les demanda, olvidando atender muchas otras cosas;
sencillamente se han movido por el mundo durante unas décadas ya ignorando todo
aquello que no aparece en las pantallas. Nada de Literatura, cine, etc. solo lo
que el móvil les manda para tener la sensación de que están
"conectados" al mundo. B) como nos explican psicólogos y economistas,
el descenso de la edad de uso del móvil busca generar una adicción. Esto cambia
el sentido del tiempo y se produce una incapacidad de mantener la atención,
algo que constituye la queja en colegios, institutos y universidades. La
atención fija se convierte en un imposible de sostener cuando el hábito es el
cambio permanente, la necesidad de fijar la mira en el móvil el deseo
incontrolable de verificar si se han puesto en contacto con los nosotros. He
proyectado películas mientras los alumnos eran incapaces de fijar la mirada en
la pantalla y esta se les iba irresistiblemente hacia sus teléfonos.
Hace
unos días asistí a una comida en la que el hijo, mayor de 20 años, mantuvo todo
el tiempo el teléfono bajo la mesa. Sus ojos iban del plato a la pantalla,
entre bocado y bocado. No había otro movimiento; no dirigió una palabra a sus padres en toda la comida.
La
guerra del móvil va a comenzar ya. Más bien se trata de una
"reconquista" de un territorio, el atencional, para poder llenarlo de
contenido antes de que se convierta en eso que han llamado "memoria de
pez", algo que apenas dura unos segundos.
La
guerra por recuperar la atención se presenta fuertemente disputada, épica. Se
trata de convencer a las víctimas de que lo son, de que está perdiendo gran
parte de su vida en cosas efímeras por definición, una larga cola de instantes
intranscendentes.
Los
libros se acumulan sobre esta cuestión. A los que viven de ella no les
importan. Lo disfrazan como parte de la "nueva economía", la que se
disputa nuestra atención, la que le pone precio. El problema es que su objetivo
es formar adictos distraídos, gentes
incapaces de separar sus ojos de esas pantallas que hoy muchos piden prohibir
en los colegios. Como a todo adicto, la supresión de su materia de adicción
conlleva efectos de irritación, violencia, etc.
Los padres que han dejado a sus hijos teléfonos para poder estar tranquilos
mientras consultan los suyos experimentarán ahora los efectos de esos años con
el móvil en la mano, ojos y mente.
Por
allí han dejado de pasar libros, películas, etc. Es la conexión al momento y la
negación del pasado como legado. Generaciones ligeras, cargadas solo con el
presente, incapaces de conectar con la cultura. Esto es ya un hecho y la diferencia entre los que son incapaces de dejar el móvil y los que han sido educados de otra forma empieza a ser abismal. Afecta directamente a la educación y, por ello, a nuestras vidas en lo personal, lo relacional y lo cultural.
Solo beduinos
en el desierto, con el móvil en las manos. No hay más. Una nueva forma de tribu, aislada y a la vez conectada a través de los móviles o dispositivos que les hacen sentir que hay algo más allá de las pantallas, un estímulo constante y adictivo a la virtualidad.
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