Joaquín Mª Aguirre (UCM)
La
pregunta es sencilla: ¿cómo saber la verdad en un mundo fake? Las preguntas que antes eran filosóficas hoy son de
supervivencia. Hemos creado un mundo en el que la duda se siembra cada día, en
el que es imposible conocer realmente algo, un mundo diseñado para actuar sobre
nosotros. Lo llamamos "sociedad de la información". Todo aquello que
nos rodea se vuelve nebuloso; la sociedad mediática no busca la verdad, la
crea. Y la crea en función de lo que esperamos escuchar, por un lado, o de
aquello que nos provoca, por otro.
Si en
la Historia se habla de "épocas de oscuridad", hoy vivimos
deslumbrados, rodeados de tantas "luces" que no sabemos qué es
verdad, qué nos falta o que nos sobra, para llegar a conocer y así poder decidir, guiarnos por la vida. Somos el
objetivo permanente de un bombardeo informativo que nos hace "dudar" metódicamente o nos dejamos arrastrar
por lo que nos llega, zarandeados por esas imágenes que alguien recoge o fabrica,
construye para nosotros. ¿Son reales?
Tenemos
tantas información que no podemos ya creer en nada porque la
"realidad" se hace inaprensible, escondida fuera de esta nueva cueva
platónica en la que vivimos. Son sombras llenas de color y realismo. Son más reales que la propia realidad, que se
desvanece en el tiempo.
Lo que
se nos muestra es fruto de filtros, de selecciones. Nunca ha habido tantos
aspirantes a ser la verdad oficial.
Donde antes había dogmatismo, hoy se implanta un relativismo extremo, un
relativismo cortado a medida, como un traje de realidad.
¿Cómo
saber?
Ya no
es filosofía. Ya no se da aquella patada en la pierna que recordaba al dubitativo
que el mundo existe. Todo puede ser puesto en duda, de todo se acumulan
versiones de un original que no aparece
o que desaparece como el instante fáustico, que no es posible atrapar ni en su
belleza ni en su horror. No podemos pedirle al mundo que se detenga para
comprobar cada instante.
Vivimos
rodeados de imágenes de felicidad construidas para nosotros, de gente que
sonríe en verdes campos que recorren con alegría. Nos rodean igualmente
imágenes del horror inexplicable. El "ver para creer" se ha
convertido en una gigantesca y cotidiana ironía. "Ver para hacer creer"
se ajusta más a la realidad. Nuestro sentido principal, la vista, aquel que
usamos como prueba de que el mundo es mundo, es nuestra víctima.
Vemos
cómo los medios tienen que revisar lo que otros dicen, lo que muchos afirman
tirando en direcciones contrarias. Hoy el esfuerzo es en la
"confirmación". No creas hasta que alguien lo confirme, lo que lleva
la duda a los confirmadores. ¿Quién confirma a los confirmadores, quién les da
nuestro bien más preciado, la "credibilidad"?
Se ha
hablado mucho de la "economía de la atención", pero mucho menos de la
"economía de la credibilidad", algo sobre lo que es imperioso
reflexionar, aunque fallen las bases.
Somos
ya "creyentes". Por más que pensemos que manejamos verdades, datos,
etc. la tentación de la duda está en nosotros, como personaje unamuniano que
pide que se le arranque la razón si le sirve para dudar de esa verdad que
intuye, la que le sirve como vara de medir. Saber
es creer en este mundo saturado de verdades a medida.
Ya no
exploramos el mundo; más bien somos explorados para sembrar en nosotros esas
creencias que nos convierten en consumidores, en adictos, en sectarios, en creyentes. En laboratorios, en
gabinetes, en seminarios universitarios se nos explora y define, se nos calcula
y agrupa. Todo para ofrecernos una verdad verosímil, una verdad atractiva,
ajustada a nuestros gustos o fobias. La verdad es discurso, algo que se afirma de algo esquivo.
La
sociedad de las pantallas, de las redes, es el momento de la historia en que nos
sentimos más vulnerables. No es ya por la oscuridad, por la falta de
información o de comunicación entre nosotros, sino por lo contrario. Ya no
existe el silencio, sino el ruido, la perturbación, la verdad a medida. Cada
vez menos reflexivos, se nos moldea sobre pasiones, a base de impactos,
cincelados con verdades a martillazos, como Nietzsche previó. Hoy son muchos los martillos que nos cincelan, que nos dan forma.
Ya no hay heridas en las que introducir los dedos y poder creer, como Tomás. Somos los creyentes, los que eligen o son elegidos para su verdad. Somos los que dudamos de la verdad que se nos ofrece y los que sospechamos que lo que no se nos dice es peor.
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